Otra llama que
se apaga. Otra olimpíada que deja paso a una nueva. París entregará el testigo
a Los Angeles después de haber enseñado su belleza señorial y su inconfundible
y delicioso aroma multiétnico y mestizo. En solo cuatro años pasaremos del
siglo de las luces a las vertiginosas décadas del silicio y las inteligencias
artificiales. Del cine como invento al cine como industria. Del arte en sí
mismo al arte para el público. En solo cuatro años es muy posible que el
deporte haya avanzado en términos exponenciales y surjan nuevos paradigmas de
preparación y rendimiento. Nunca cuatro años fueron tan importantes en la
historia de la humanidad y del planeta como los que empezarán a partir de esta
noche.
Mientras tanto,
es divertido hacer balance. Tratar de cuantificar globalmente el esfuerzo
financiero y organizativo de un país o, al menos, de su deporte. Y, si son
envidiables los programas de apoyo a los deportistas de algunas naciones de
nuestro entorno, similares en PIB y/o población, llama aún más la atención el éxito de
naciones pequeñas como Países Bajos, las repúblicas balcánicas o Nueva Zelanda. Por otra parte, parece establecerse una correlación causal entre suficiencia económica y éxito
en los Juegos, algo que nos resulta familiar.
Quisiera
destacar, en todo caso, el fabuloso resultado obtenido por España en los deportes
de equipo, fruto de décadas de estudio concienzudo, aplicación de nuevas
metodologías y herramientas psicológicas. Cuando de defender una portería
juntos o cuando de escabullirse entre las barreras enemigas se trata, en España
somos prácticamente los mejores. En ese haber, sin duda, hay que incluir la
formación de los entrenadores y su capacidad para erigirse en líderes de
colectivos, emblemas de una filosofía y un escudo, amén de astutos estrategas.
En este sentido,
el peor resultado global ha sido el de nuestro querido baloncesto, un deporte
que, incomprensiblemente, se aboca a un período de transición en ambos géneros.
Incomprensiblemente, me refiero, porque los actuales jugadores de entre 25 y 30
años tendrían entre 9 y 14 años en los Juegos de Pekín o entre 14 y 19 en los
Juegos de Londres. Es decir, ahora mismo deberíamos estar cobrándonos los réditos
de la generación de oro de nuestro baloncesto en forma de jugadores que,
entusiasmados por lo que veían, redoblaban esfuerzos en el intento por imitar a
sus ídolos.
No, no soy un ingenuo ni quiero simplificar hasta tal punto un análisis que debe ser multifactorial y atender a muchas más variables. Sobre todo, cuando ni siquiera está confirmada la tendencia (hace solo dos años éramos campeones de Europa y el año pasado las chicas resultaron subcampeonas), aunque bien haríamos en anticiparla teniendo en cuenta la edad media de los combinados y el modo en el que se han agarrado los seleccionadores a jugadores muy veteranos para intentar conseguir los resultados deseados. Por no hablar de las nacionalizaciones.
En la cara
opuesta de este pesimismo informado, el optimismo debe provenir de la nueva
hornada. La generación que, constituida por chicos nacidos entre 2004 y 2006,
debe poblar la convocatoria para los juegos de 2028. Estos chicos ya se
desarrollan en el marco del nuevo paradigma anunciado, provocado por los cambios
en la normativa de la NCAA, por la globalización de la oferta formativa y por
la cada vez mayor competitividad de las ligas, algo que, a priori, debería ser
bueno para ellos, pero que, al contrario, provoca que jueguen papeles
testimoniales y sean obviados por entrenadores que, lógicamente, en aras de
conservar su puesto de trabajo, intentan ser competitivos cada sábado o domingo
exprimiendo a los Llull, Lorenzo Brown y Rudy de cada casa, tal vez tomando
como ejemplo lo visto en París.
Porque, ¿quién
tiene que pensar en el futuro? ¿A quién le pagan por ello? ¿Quién tiene esa
grandeza de espíritu y esa cuenta corriente, esa altura de miras? Si caben
nacionalizaciones sin arraigo, caben adopciones de “bebés” de más de dos metros.
Si caben veteranos, caben veteranos, aunque no quepan juniors. ¿O no? Es
evidente, cada uno tiene que asumir su parte y cada club es soberano en su jurisdicción.
Pero también es verdad que nos gustaría poder reflejarnos en un modelo que
apuesta por el cambio, que no se pelea por los resultados de los torneos de
cada verano y que sí se vuelca, en cambio, por asesorar a cada jugador y a cada
familia para generarle el entorno más propicio posible en cada caso concreto
sabiendo mezclar exigencia, presión, amabilidad y confianza.
En fin, otra
llama que se apaga, otros Juegos que se nos van, como el agua turbia del Sena, siguiendo
la ruta del mar, que es de alguna manera el morir, que decía el poeta. Unos
juegos que se cierran con éxito y devuelven al deporte, en su conjunto, y a sus
principales valores (la nobleza, la justicia, el respeto), al lugar que merecen
en el imaginario colectivo de las sociedades. Se apaga la llama, se acaba la
tregua. Regresan al anonimato los héroes.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS