Equipos Infantil Naranja y Cadete Blanco en Torneo Internacional de Santa Marta |
El pasado 31 de
marzo, el día después de una derrota del primer equipo del San Pablo Burgos en Valladolid, y
en la previa de una visita a Ávila con la cantera, me automediqué un paseo sin
rumbo por Salamanca, una de esas recetas mágicas que de vez en cuando curan el
alma, aunque sea de forma provisional o con el riesgo de una recaída aún más fuerte
como amenaza futura. Pese a todo, hacia las siete y media de la tarde, aún con
sol debido a que de madrugada habíamos cambiado la hora, regresaba a casa
apesadumbrado, no solo por el dolor derivado de aquel partido perdido, sino
también temiendo las posibles consecuencias que podría traer. El paseo no había
surtido el efecto buscado, pero, afrontando el último recodo del camino, doblando
la esquina del bloque familiar, apareció Rubén, capitán y jugador de referencia
de los equipos que entrené en el colegio Trinitarios, en la Avenida Filiberto Villalobos
del Barrio San Bernardo, el lugar en el que aprendí a multiplicar, escribir,
jugar al fútbol sala y entrenar, o algo parecido, baloncesto.
Y descubrí que a
Rubén, con quien mantuve una estrecha amistad mientras ambos vivíamos en
Salamanca, le va muy bien en la vida. No sin gran esfuerzo ha alcanzado un puesto
de prestigio y responsabilidad en el oficio que siempre imaginó. El suyo es un
caso de éxito de manual, pero también de éxito en el concepto machadiano, pues
en su carrera hacia la posición que ocupa actuó siempre con una honradez
exquisita y un corazón de oro. En fin, el encuentro con Rubén logró todo
aquello que el Huerto de Calixto y Melibea, la Plaza de Anaya o la Calle
Compañía no habían conseguido: sonreía de nuevo, volvía a desear ir a Ávila con
los jugadores de cantera: renovaba así el derecho a ser y sentirme entrenador.
Aquel encuentro
resume de alguna forma una temporada en la que he aprendido mucho de Lolo
(Encinas), Jota (Cuspinera) y Jorge (Álvarez), entrenadores del primer equipo,
hombres de baloncesto que han leído y andado mucho y, por ello, ven mucho (y
bien) y saben mucho. También de todos y cada uno de los jugadores del primer
equipo, maestros de la técnica y la táctica individual, muchos de ellos
internacionales con sus selecciones, muchos de ellos hijos de los mejores
programas de desarrollo de jugadores de nuestro país. Estar cerca, a pie de
pista, me ha permitido observar con todo lujo de detalles los movimientos que
hacen pensando y, más aún, los que realizan sin pensar en ese camino que va
desde la necesaria consciencia hasta la bendita inconsciencia.
En esta
temporada he conectado directamente con sesenta y cinco jugadores y, en muchos
casos, también con sus familias. A los catorce jugadores que en algún momento
de la campaña han formado parte del primer equipo he de sumar a los seis
jugadores distintos que han pasado por el grupo de tecnificación y a estos
veinte los cuarenta y cinco jugadores que han entrenado y jugado en Junior Blanco,
Cadete Blanco e Infantil Naranja, cada uno en un estadio de su desarrollo
distinto, con circunstancias personales y familiares también distintas. En
conjunto, podría decirse que he asistido en vivo a una representación teatral
de la adolescencia masculina y su evolución. He entrenado a chicos de doce años,
menos de 1,50 y aproximadamente 40 kilos y a chicos de más de 1,90 (por no
citar a los profesionales) y cerca de 95 kilos. Y he intentado ser lo que decía
Whitman que somos: multitudes.
Probablemente,
mi capacidad de multiplicarme y atender necesidades socioafectivas y también
baloncestísticas tan diversas no haya alcanzado para alcanzar el ideal tomista
de justicia de dar a cada uno lo suyo. Por fortuna, las redes sociales de cada
equipo, en base a la actuación generosa y ejemplar de los líderes que han ido
surgiendo durante la marcha, han hecho que su funcionamiento interno haya sido
impecable. Hemos sido equipo en la victoria y, más aún, en la derrota, entre
otras cosas porque hemos perdido más que ganado, al menos en el marcador.
No se engañen,
hemos ganado mucho más que perdido en la medida en que los grupos han crecido
en disciplina, entusiasmo, comprensión del juego, en la medida en que los
individuos han crecido en disciplina, entusiasmo y comprensión del juego. No,
no se me ha ido la cabeza: los individuos se han exprimido en favor del grupo para
luego beber de la fuente común. Hemos conseguido igualar energías, conciencias
y esfuerzos. Hemos valorado por igual la destreza y el sacrificio. Hemos hecho avanzar
en paralelo al grupo y sus miembros.
Y yo también he
ganado. Principalmente esa capacidad de ser camaleónico, de comprender mejor el
baloncesto y sus necesidades conceptuales y didácticas al estar en contacto con
realidades tan distintas. He ganado capacidad de comunicación, intentando
conectar con generaciones tan distanciadas en el tiempo. He ganado a Roberto,
Javier y Manu, compañeros de batallas, mucho más que asistentes. He ganado un sitio
en el que poder crecer y seguir aprendiendo y he vivido en una ciudad que
también es muchas ciudades y que todavía, al contrario que la Ítaca de Ulises,
tiene mucho que ofrecerme. Y, por encima de todo, he multiplicado las
posibilidades de encontrarme un día de marzo cualquiera, tras una dolorosa
derrota, en cualquier eventual esquina cercana a mi domicilio, con Gonzalo, Dani, Pablo, Álvaro, Nicolás o
Juan, y que me cuenten cómo les va la vida mientras yo sonrío y me olvido de la
tristeza. Y renuevo el derecho a ser y sentirme entrenador.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS