Ya no me ocurre.
Con el baloncesto ya no me pasa, no siempre al menos. No estoy seguro de
quererlo más que ayer y menos que mañana, como sí ocurría en un principio. Ni
siquiera de saber más cada día, lo que puede que sea probable, pero no siempre percibo
como tal, a pesar de estar rodeado de numerosos estímulos que facilitan este
aprendizaje: grandes profesionales y muy buenos jugadores cerca y la propia
práctica como gran maestra.
Pero no estoy
seguro, decía, porque creo que, en el baloncesto, como en tantas otras facetas
de la vida, las nuevas tendencias no critican y asumen parte del legado de
aquellas otras que lo fueron en el pasado. Es decir, tengo la sensación de que
los argumentos que avalan las nuevas tendencias invitan a una suerte de tabula
rasa, crean nuevas realidades que no facilitan el intercambio con el pasado
u otras fórmulas. Por lo tanto, conocer lo nuevo no es siempre conocer lo
mejor, aunque objetivamente lo sea en la medida en que lo nuevo se ha aceptado
como lo real y casi único y obtenga resultados en la cancha.
Contribuye
también a esta suerte de desaliento la necesidad de hiperespecialización. La
visión humanista y holística del baloncesto como un todo en el que los
apartados personales y humanos prevalecen ha dejado paso a una era pseudocientífica
en la que los datos (no siempre relevantes o suficientes) construyen narrativas
y predestinan la realidad en la medida en que sus intérpretes profesan una fe
inquebrantable en su esencia divina.
Se complica la
creación de equipos, la determinación de causas colectivas, de horizontes a
alcanzar como grupo. Los vectores que representan las carreras individuales no
siempre se alinean con el de los objetivos del equipo. En una era en la que
todo el mundo te dice lo bueno que eres, te ayudan a disimular las carencias,
discuten con quien sea necesario para demostrar que su
hijo/representado/ahijado/amigo está en lo cierto la voz de la autoridad se
resquebraja y el entrenador se convierte en un encantador de serpientes que
intenta captar el voto del trabajador y el pensionista, por diferentes que sean
sus motivaciones.
Lo mismo sucede
en el baloncesto de formación, donde educamos a doce (en mi caso quince) seres que son lo más importante para otros
dos, tres o cuatro, a los que no siempre podemos pedir una visión objetiva de
nuestra labor educativa, pues acuden a las gradas con una suerte de prismático
que sigue las evoluciones de su hijo, al que suelen ver desanimado o falto de
confianza cuando juega poco o se ciñe a su papel dentro de un colectivo donde
las oportunidades, en el campo federado, terminan obedeciendo a una mezcla de
méritos y virtudes. Hablo a menudo con los padres y creo que a veces se sienten
culpables de no haber engendrado un atleta o un superhombre. Y alguno hasta se
pasa hora con los chicos intentando suplir la carencia de estos dones dotándolos
de una técnica exquisita, redoblando esas sensaciones de ansiedad.
Es esta tendencia
hacia la competitividad que debe conducirles a una suerte de bienestar físico y
emocional la que me hace pensar si no somos antes que entrenadores terapeutas,
curadores de almas claramente sobreestimuladas y al mismo tiempo adormecidas
que soportan el carrusel de tareas que se les impone con un espíritu demasiado
sumiso. A veces echo de menos preguntas en los entrenamientos. Esto por qué y
para qué. Me gustaría crecer espiritualmente y estar por encima de lo que
siempre ha significado el entrenamiento como tarea preparatoria para una
competición o método que provoca un incremento del rendimiento deportivo. Me
gustaría ser un procurador de oportunidades, un provocador, en el buen sentido, lanzar una llamada a tener un pensamiento propio y original.
Se me quedan
cortos los objetivos tradicionales del baloncesto de formación para cubrir y
responder ante lo que veo. Ahora que se acercan las segundas vueltas de la
competición federada, me parece pobre la idea de competir mejor, de conseguir
mejores resultados. Hay decenas de recursos estratégicos o tácticos que pueden
ocultar mil carencias técnico-tácticas individuales. A nosotros nos han anotado
con conceptos que no aparecen en nuestra programación, es decir, nos dan
lecciones pertenecientes a otro curso. Y no vamos a responder de igual manera,
no vamos a actuar como autómatas si no hay una comprensión previa de los
elementos espacio-temporales básicos, un control suficiente del propio cuerpo,
una relación dichosa entre el jugador y el balón.
Para ello
necesito crecer espiritualmente. Todavía mis rotaciones han estado demasiado
informadas por el intento de competir mejor, de pelear el resultado. Me ha
guiado en exceso el ego del entrenador y me he olvidado de los objetivos
educativos y deportivos que están por delante. La competición puede ser un
laboratorio si proveemos a todos los participantes de los materiales
necesarios, principalmente minutos, y, en todo caso, es una herramienta volcada
al futuro, no una radiografía del presente que es tantas veces un diagnóstico
del pasado.
Esto le pido al
baloncesto en 2024 en este ánimo de recuperar aquel viejo entusiasmo: que se
convierta, como decía Celaya de la poesía, en un arma cargada de futuro. Los
datos y los rendimientos actuales de los jugadores jóvenes no pueden determinar
a qué jugamos, quiénes somos y seremos. Que lo hagan las ideas y el entusiasmo
con el que acuden cada día a entrenar. Y que tengamos la mente abierta y el espíritu
suficientemente generoso para no dejarnos guiar por la inmediatez y la rigidez
de un sistema hecho para crear máquinas y consumidores, no seres libres, ni siquiera jugadores libres.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
3 comentarios:
Sigue sposrsndonpor integrar los espíritus propios y que lleguen las preguntas. Todos aprendemos más. Ch
Apostando por
Muchas gracias, "Ch", en ello seguiremos. Gracias por tus palabras y un fuerte abrazo.
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