Desde hace unos años sigo con gran interés el snooker, un deporte que podría parecer muy simple, pero que, sin embargo, encierra en sí mismo dosis impensables de estrategia, táctica y, por supuesto, técnica y habilidad. También de preparación física, pues tanto la resistencia como la elasticidad son dos componentes esenciales para seguir pensando con claridad al cabo de varias horas y para alcanzar la posición de algunas bolas realmente complicadas. Por no hablar del apartado psicológico en ese duelo que se libra en la distancia: mientras uno juega el otro mira (o no) siendo muy difícil ocultar la desconfianza, el miedo o el sentimiento de intimidación.
Pues bien, el
pasado domingo, Ronnie O´Sullivan, de 48 años, se hacía con su octavo trofeo del
Masters sumando así un nuevo entorchado de la llamada triple corona, distinción
que también acompaña al Uk Championship, que ha ganado también en ocho
ocasiones, y el Campeonato del Mundo, cuyo trofeo ha levantado siete veces. En el
caso de los dos primeros torneos, Ronnie es ya el campeón más joven y el más “viejo”.
El UK lo logró con solo 17 años y el Masters con 19, y ahora de nuevo ambos con
48.
Hasta ahora
había sido muy partidario del acceso paulatino a la competición, de la práctica
del multideporte, de la adquisición de una base atlética previa a cualquier
intento de especialización. Y en realidad sigo siéndolo, pues opino esto para
el 99% de los casos y retraso cuanto puedo el reparto de roles en los equipos
de cantera que dirijo pues no me atrevo a hacer pronósticos sobre las
necesidades perceptivas y coordinativas que los jugadores podrían llegar a
tener en el día de mañana en virtud de la evolución futura de sus cuerpos, de
su ambición o de las demandas de sus futuros entrenadores.
Pero los genios
son otra cosa y nos ponen en nuestro sitio. A nosotros, los entrenadores, y al
conjunto de la población, a quien muestran sin piedad todas sus limitaciones al
situarnos ante un espejo en el que ni siquiera podemos vernos reflejados. Lo
que llegan a hacer Ronnie O´Sullivan, Djokovic, Jokic o Messi queda fuera de las
fronteras del entrenamiento, de la práctica deliberada o de toda aquella
práctica organizada en torno a unos estándares marcados, queriendo o sin
querer, por el individuo promedio, el deportista común, la mediana de nuestra particular
curva de capacidades y talento. Y la de nuestros grupos.
Elevar los
estándares de exigencia es clave para conseguir mejoras significativas en el
rendimiento de los grupos, pero los puntos de partida son muchas veces las anclas que nos impiden echarnos a la mar. La capacidad de aprendizaje motor, de
comprensión de los espacios, para resolver problemas… Todas estas cuestiones
nos vienen dadas y pueden limitar las progresiones grupales e individuales de
nuestros equipos. Ayer mismo observaba cómo uno de mis preinfantiles se quedaba
mirando el balón que volaba tras un tiro en tres ocasiones consecutivas obteniendo
el mismo resultado: le quitaban el rebote. Está bien, mi parte de responsabilidad
está clara, el hábito no está creado ni consolidado, pero extrapolando la situación
más allá del teatro de la pista, lo cierto es que un individuo se encontró con
el mismo problema en tres ocasiones y quiso o pudo (por decirlo de alguna manera)
aplicar la misma estrategia tres veces con idénticos resultados negativos.
La capacidad para
resolver problemas, para adquirir patrones motores, para percibir el entorno y
emitir juicios acertados sobre lo que está pasando a nuestro alrededor son
elementos muy vinculados a lo que podríamos llamar talento y, además, dotan al
individuo de una autopercepción de la competencia y la capacidad que lo invitan
a entrenar más duro y de manera más creativa. Es decir, gran parte de los
objetivos que podremos alcanzar con nuestros equipos se basarán, en gran
medida, en las bases sobre las que se sustentan, no solo a nivel atlético, sino
también en cuanto a la velocidad de toma de decisiones y su nivel de éxito. ¿Podemos escapar de este laberinto? Vayamos a por uno más complejo.
Por otro lado,
creo que el entrenamiento puede llevarnos a alcanzar una meseta de capacidades
mínimas, conocimientos necesarios para la competición, pero que el último salto
va a estar en manos de los jugadores y una adquisición autónoma en entornos
ajenos al de la práctica formal. Aquí poco nos queda más que ser incentivadores
del entrenamiento fuera de pista y ver con mejores ojos todos esos ratos que
los chicos pasan con sus padres y hermanos mayores y cuyo rendimiento avalan
las estadísticas que muestran cómo la herencia de ese capital cultural y deportivo
conduce a una sobrerrepresentación de los "hijos de" (jugadores, entrenadores, gente vinculada al baloncesto) en selecciones autonómicas y
nacionales.
La perpetuación
de los mejores en la élite en deportes individuales como el tenis o el snooker
nos alerta de la presencia de genios, talentos irrepetibles que no veremos en
generaciones, pero también nos muestra que el entrenamiento tiene unos límites
y que los puntos de partida, los estándares de autoentrenamiento, la percepción
de las propias capacidades y su inmediata consecuencia ─la resolución de
problemas cada vez más complejos con un éxito progresivamente creciente─, son aspectos
propios del deportista y su biografía sobre los que los entrenadores solo
podemos orientar desde una posición humilde y, en el caso de estos genios, de
pura y dura admiración.
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