A Juan Bernabé, presidente

 


Hace mucho que no escribo. Hace mucho que no encuentro el tiempo y el lugar para completar este rito de gritar en silencio. Hace mucho que no escribo por la urgencia de los asuntos presentes, la inmediatez de la próxima entrega de los deberes diarios y también, qué sé yo, porque de vez en cuando acude esa sensación de ausencia de necesidad, de absurdo. Un «total para qué» que resta prioridad a los delirios del alma dándosela, por contraposición, a los designios de la economía productiva, seguro más absurda e inútil en el medio y largo plazo, fundamentalmente cuando ya no estemos aquí.

 

Pero hoy siento que esta necesidad es, al mismo tiempo que absurda, perentoria. Que me urge escribir y que me lean, si les apetece, sobre la figura de Juan Bernabé, el presidente del Club Baloncesto Clavijo en los cuatro años que trabajé en este club, en esta institución de la vida logroñesa y riojana que trasciende, esto es seguro, los límites de la cancha, el perímetro de los recintos donde se juega al baloncesto para configurarse, bien en un faro de la vida deportiva y la educación de los ciudadanos de toda la región, bien, en otras ocasiones, con mayor o menor merecimiento, en diana de las críticas y los recelos de quienes han querido derrotarla o derrocarla, en función del grado de animosidad.

 

Cuando llegué a Logroño, en agosto de 2018, Juan era la figura visible del club. Algo más que un presidente, no solo en los aspectos representativos y simbólicos, sino también en la medida en que su personalidad terminaba impregnando los modos de hacer y fundamentalmente de ser del club. Y como no estoy aquí, y menos en un día como hoy, para señalar aquellas acciones que pudieron ser distintas o mejores, prefiero quedarme, y me quedo, no ya por su muerte, sino porque lo siento así desde que salí de Logroño, con todo aquello que convertía a Juan, y por ende al club, en una figura entrañable e inevitablemente querida.

 

En primer lugar, debo subrayar su optimismo vital, el modo en el que afrontaba la adversidad, la seguridad que desprendía de que la siguiente acción sería positiva para el equipo. Siempre que hallaba lucha en el parqué, él devolvía energía, fe y esperanza y se la transmitía a todo el conjunto. Siempre que veía reflejado su amor al baloncesto en los jugadores que vestían la camiseta de su querido Clavijo, su otro hijo, él se mostraba partidario de hacer todo lo que fuera posible por aportar los medios necesarios para la consecución de los objetivos. Juan nunca cayó en la crítica desaforada e injusta, aunque por momentos dejara entrever su preocupación cuando los resultados no eran los esperados.

 

A Juan lo recuerdo sentado a pie de pista en la cancha del Lidia Valentín de Ponferrada, disfrutando de un partido de tres prórrogas que a la postre perdimos, orgulloso y satisfecho por el espectáculo presenciado. También en las gradas de Menorca, apurando las últimas opciones de un ascenso deportivo que luego llegaría por la renuncia de Prat a jugar en LEB Oro. También en los asientos de madera de El pez Volador de Madrid, transmitiendo fe y aliento a una plantilla que llegaba muy diezmada al partido, con solo siete efectivos, uno de ellos recién llegado de Uruguay. Y en el modesto pabellón de Jesuitas de Logroño, siguiendo a los minis del club en el partido anterior al que debía disputar su nieto, el niño de sus ojos, Martín,

 

Un Martín que hereda sin saberlo, aunque pueda que lo intuya, un patrimonio personal de incalculable valor. Ser el nieto de Juan Bernabé en las calles de Logroño, en las gradas de sus pabellones de barrio o colegio, en el parqué del Palacio, es casi un legado shakesperiano. No tardará en darse cuenta de ello, se lo transmitirá su padre, se lo enseñaremos todos. No para que sienta que no puede igualar lo hecho por su abuelo y ello lo abrume o paralice, sino para que lleve con orgullo una bandera que no señala el lugar del triunfo o los éxitos, sino el de la lucha y el entusiasmo, patrias ambas del carácter y la personalidad de Juan.

 

Con Juan Bernabé tomé mi último café antes de vaciar el piso y dejar Logroño hace ya año y medio. Le pedí que nos despidiéramos y accedió encantado. Quería que entendiera los motivos y lo hizo deseándome suerte en mis próximos proyectos y dejando la puerta abierta a un penúltimo regreso a esta que siempre consideraré mi casa. Hoy siento que lo traiciono al no poder acompañarle en su despedida, pero pienso que me perdonará. Estoy de viaje persiguiendo una pelota naranja, intentando ganar, meter más puntos que el rival. En realidad, porque esto es lo único que controlo, procurando luchar y emplearme con entusiasmo sirviendo a los colores que ahora me visten y a los que me debo, como un día me vistieron y aún me debo, los del Club Baloncesto Clavijo, el hijo mayor de Juan Bernabé. 

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Vuelo París - Los Angeles



Otra llama que se apaga. Otra olimpíada que deja paso a una nueva. París entregará el testigo a Los Angeles después de haber enseñado su belleza señorial y su inconfundible y delicioso aroma multiétnico y mestizo. En solo cuatro años pasaremos del siglo de las luces a las vertiginosas décadas del silicio y las inteligencias artificiales. Del cine como invento al cine como industria. Del arte en sí mismo al arte para el público. En solo cuatro años es muy posible que el deporte haya avanzado en términos exponenciales y surjan nuevos paradigmas de preparación y rendimiento. Nunca cuatro años fueron tan importantes en la historia de la humanidad y del planeta como los que empezarán a partir de esta noche.

 

Mientras tanto, es divertido hacer balance. Tratar de cuantificar globalmente el esfuerzo financiero y organizativo de un país o, al menos, de su deporte. Y, si son envidiables los programas de apoyo a los deportistas de algunas naciones de nuestro entorno, similares en PIB y/o población, llama aún más la atención el éxito de naciones pequeñas como Países Bajos, las repúblicas balcánicas o Nueva Zelanda. Por otra parte, parece establecerse una correlación causal entre suficiencia económica y éxito en los Juegos, algo que nos resulta familiar.

 

Quisiera destacar, en todo caso, el fabuloso resultado obtenido por España en los deportes de equipo, fruto de décadas de estudio concienzudo, aplicación de nuevas metodologías y herramientas psicológicas. Cuando de defender una portería juntos o cuando de escabullirse entre las barreras enemigas se trata, en España somos prácticamente los mejores. En ese haber, sin duda, hay que incluir la formación de los entrenadores y su capacidad para erigirse en líderes de colectivos, emblemas de una filosofía y un escudo, amén de astutos estrategas.  

 

En este sentido, el peor resultado global ha sido el de nuestro querido baloncesto, un deporte que, incomprensiblemente, se aboca a un período de transición en ambos géneros. Incomprensiblemente, me refiero, porque los actuales jugadores de entre 25 y 30 años tendrían entre 9 y 14 años en los Juegos de Pekín o entre 14 y 19 en los Juegos de Londres. Es decir, ahora mismo deberíamos estar cobrándonos los réditos de la generación de oro de nuestro baloncesto en forma de jugadores que, entusiasmados por lo que veían, redoblaban esfuerzos en el intento por imitar a sus ídolos.

 

No, no soy un ingenuo ni quiero simplificar hasta tal punto un análisis que debe ser multifactorial y atender a muchas más variables. Sobre todo, cuando ni siquiera está confirmada la tendencia (hace solo dos años éramos campeones de Europa y el año pasado las chicas resultaron subcampeonas), aunque bien haríamos en anticiparla teniendo en cuenta la edad media de los combinados y el modo en el que se han agarrado los seleccionadores a jugadores muy veteranos para intentar conseguir los resultados deseados. Por no hablar de las nacionalizaciones. 

 

En la cara opuesta de este pesimismo informado, el optimismo debe provenir de la nueva hornada. La generación que, constituida por chicos nacidos entre 2004 y 2006, debe poblar la convocatoria para los juegos de 2028. Estos chicos ya se desarrollan en el marco del nuevo paradigma anunciado, provocado por los cambios en la normativa de la NCAA, por la globalización de la oferta formativa y por la cada vez mayor competitividad de las ligas, algo que, a priori, debería ser bueno para ellos, pero que, al contrario, provoca que jueguen papeles testimoniales y sean obviados por entrenadores que, lógicamente, en aras de conservar su puesto de trabajo, intentan ser competitivos cada sábado o domingo exprimiendo a los Llull, Lorenzo Brown y Rudy de cada casa, tal vez tomando como ejemplo lo visto en París.  

 

Porque, ¿quién tiene que pensar en el futuro? ¿A quién le pagan por ello? ¿Quién tiene esa grandeza de espíritu y esa cuenta corriente, esa altura de miras? Si caben nacionalizaciones sin arraigo, caben adopciones de “bebés” de más de dos metros. Si caben veteranos, caben veteranos, aunque no quepan juniors. ¿O no? Es evidente, cada uno tiene que asumir su parte y cada club es soberano en su jurisdicción. Pero también es verdad que nos gustaría poder reflejarnos en un modelo que apuesta por el cambio, que no se pelea por los resultados de los torneos de cada verano y que sí se vuelca, en cambio, por asesorar a cada jugador y a cada familia para generarle el entorno más propicio posible en cada caso concreto sabiendo mezclar exigencia, presión, amabilidad y confianza.

 

En fin, otra llama que se apaga, otros Juegos que se nos van, como el agua turbia del Sena, siguiendo la ruta del mar, que es de alguna manera el morir, que decía el poeta. Unos juegos que se cierran con éxito y devuelven al deporte, en su conjunto, y a sus principales valores (la nobleza, la justicia, el respeto), al lugar que merecen en el imaginario colectivo de las sociedades. Se apaga la llama, se acaba la tregua. Regresan al anonimato los héroes.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

 


Esplendor en la hierba

 



De camino a casa, tal vez a modo de recordatorio, leía la siguiente frase de CJ McCollum, jugador de los New Orleans Pelicans: «debes tener una fe en ti mismo por encima de la lógica porque mucha gente va a intentar desanimarte». Se refería a su faceta de deportista, aunque el contenido es extrapolable a cuantos proyectos personales asumamos en contra de la geometría cartesiana o lo que sea costumbre en cada época y lugar. Y en cierta medida coincido con CJ, pues metas improbables requieren caminos resbaladizos y caminos resbaladizos, desde luego, valentía no exenta de equilibrio.
 
Ser una de las 104.000 personas con entrada en los muelles bajos del Sena es un privilegio que se consigue con mucho esfuerzo y trabajo transformado en poder adquisitivo: los admiro y envidio. Ser uno de los 10.500 deportistas que representará a una de las 206 delegaciones, salvo excepciones folclóricas en países pequeños que el COI ya ha ido controlando, es un auténtico desafío estadístico y una hazaña que admiro y envidio ahora que nos sentaremos a ver los resultados, el último paso de un camino que ha tenido que ser muy duro. Es esto, solo envidio el resultado, la escenificación del triunfo, pero, como el buen Bartleby, yo nunca lo haría, especialmente en el caso de las disciplinas individuales y más aún en aquellas administradas y regidas por los grandes inquisidores de la piscina o el estadio: el espacio y el tiempo.
 
A estas alturas ya tenemos claro que el deporte de alto rendimiento no es saludable y que puede acarrear numerosas dificultades en la vida diaria futura de quienes lo practicaron. Y también que, salvadas honrosas excepciones, el coste de oportunidad de los deportistas es muy elevado, ya saben lo que decía el poema de Wordsworth: «aunque ya nada pueda devolvernos el tiempo del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos porque la belleza subsiste en el recuerdo». Y sí, el tono del poema es optimista e inspirador, pero no deja de recordarnos que juventud vivida es juventud vencida y que, en el caso de estos deportistas, decir vivida es decir mucho.
 
Es por esto que detrás de cada 10.500 deportistas olímpicos, también de todos aquellos, muchos más, que han luchado para serlo con la misma falta de lógica y sentido común, con el mismo exceso de fe en sí mismos, hay una historia. Una historia de superación, seguramente; una historia de enfrentamiento, muy probablemente, ante los sabios y humildes, y bienintencionados, consejos de familiares y amigos. Por no hablar de los conflictos internos, de los monólogos interiores que un día defendieron una tesis y al día siguiente la contraria. Solo el cuerpo en marcha, en funcionamiento, buscando, porque están ahí, como el Everest, sus límites, pudo silenciar las voces.
 
Ahora llega la puesta en escena, el concierto, el final de la historia. Y me apena que solo unos pocos, los privilegiados, los que ya eran capaces de estar en el instante antes de que nos sangraran los oídos de tanto escuchar los mantras del partido a partido, juego a juego o pulgada a pulgada, sean capaces de disfrutar del momento y alcanzar ese éxtasis que sienten los virtuosos del violín, el piano, la danza o la raqueta. Me apena que sean ellos los que se lleven las medallas y acaparen los titulares. Que sean los Ulises de turno los que tengan su Odisea grabada en la historia del tiempo y no todos aquellos que acabarán la competición y volverán de Troya habiendo olvidado el privilegio de ser uno de los 10.500 deportistas olímpicos que recorrieron las calles de París y surcaron las aguas del Sena sin pagar entrada, hotel o apartamento turístico.
 
No habrá historia ni titulares para ellos, aun cuando su relato es, sin duda, mucho más conmovedor, más humano, más aplicable a nuestro día a día, a nuestra lucha diaria por desatender los rigores de la lógica que nos explican los que nunca nos entendieron, por llegar a ser olímpicos en nuestras actividades, campeones de nuestros pequeños torneos de mus o pádel. No habrá historia para quien considerará un fracaso no haber superado un listón, alcanzado una cifra, rebajado un tiempo obviando el privilegio y su capacidad sobrehumana sin reparar en el milagro. No habrá Homero y, lo peor, tampoco Wordsworth para quienes no logren sus metas, o para quienes no construyan una realidad alentadora respecto al esfuerzo invertido. No habrá belleza en el recuerdo de quien se focalice en un resultado, si este es negativo; solo nostalgia del esplendor en la hierba que sus ojos no llegaron a contemplar.
 
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El curso que duró muchos años

 

Equipos Infantil Naranja y Cadete Blanco en Torneo Internacional de Santa Marta


El pasado 31 de marzo, el día después de una derrota del primer equipo del San Pablo Burgos en Valladolid, y en la previa de una visita a Ávila con la cantera, me automediqué un paseo sin rumbo por Salamanca, una de esas recetas mágicas que de vez en cuando curan el alma, aunque sea de forma provisional o con el riesgo de una recaída aún más fuerte como amenaza futura. Pese a todo, hacia las siete y media de la tarde, aún con sol debido a que de madrugada habíamos cambiado la hora, regresaba a casa apesadumbrado, no solo por el dolor derivado de aquel partido perdido, sino también temiendo las posibles consecuencias que podría traer. El paseo no había surtido el efecto buscado, pero, afrontando el último recodo del camino, doblando la esquina del bloque familiar, apareció Rubén, capitán y jugador de referencia de los equipos que entrené en el colegio Trinitarios, en la Avenida Filiberto Villalobos del Barrio San Bernardo, el lugar en el que aprendí a multiplicar, escribir, jugar al fútbol sala y entrenar, o algo parecido, baloncesto.

 

Y descubrí que a Rubén, con quien mantuve una estrecha amistad mientras ambos vivíamos en Salamanca, le va muy bien en la vida. No sin gran esfuerzo ha alcanzado un puesto de prestigio y responsabilidad en el oficio que siempre imaginó. El suyo es un caso de éxito de manual, pero también de éxito en el concepto machadiano, pues en su carrera hacia la posición que ocupa actuó siempre con una honradez exquisita y un corazón de oro. En fin, el encuentro con Rubén logró todo aquello que el Huerto de Calixto y Melibea, la Plaza de Anaya o la Calle Compañía no habían conseguido: sonreía de nuevo, volvía a desear ir a Ávila con los jugadores de cantera: renovaba así el derecho a ser y sentirme entrenador.

 

Aquel encuentro resume de alguna forma una temporada en la que he aprendido mucho de Lolo (Encinas), Jota (Cuspinera) y Jorge (Álvarez), entrenadores del primer equipo, hombres de baloncesto que han leído y andado mucho y, por ello, ven mucho (y bien) y saben mucho. También de todos y cada uno de los jugadores del primer equipo, maestros de la técnica y la táctica individual, muchos de ellos internacionales con sus selecciones, muchos de ellos hijos de los mejores programas de desarrollo de jugadores de nuestro país. Estar cerca, a pie de pista, me ha permitido observar con todo lujo de detalles los movimientos que hacen pensando y, más aún, los que realizan sin pensar en ese camino que va desde la necesaria consciencia hasta la bendita inconsciencia.

 

En esta temporada he conectado directamente con sesenta y cinco jugadores y, en muchos casos, también con sus familias. A los catorce jugadores que en algún momento de la campaña han formado parte del primer equipo he de sumar a los seis jugadores distintos que han pasado por el grupo de tecnificación y a estos veinte los cuarenta y cinco jugadores que han entrenado y jugado en Junior Blanco, Cadete Blanco e Infantil Naranja, cada uno en un estadio de su desarrollo distinto, con circunstancias personales y familiares también distintas. En conjunto, podría decirse que he asistido en vivo a una representación teatral de la adolescencia masculina y su evolución. He entrenado a chicos de doce años, menos de 1,50 y aproximadamente 40 kilos y a chicos de más de 1,90 (por no citar a los profesionales) y cerca de 95 kilos. Y he intentado ser lo que decía Whitman que somos: multitudes.

 

Probablemente, mi capacidad de multiplicarme y atender necesidades socioafectivas y también baloncestísticas tan diversas no haya alcanzado para alcanzar el ideal tomista de justicia de dar a cada uno lo suyo. Por fortuna, las redes sociales de cada equipo, en base a la actuación generosa y ejemplar de los líderes que han ido surgiendo durante la marcha, han hecho que su funcionamiento interno haya sido impecable. Hemos sido equipo en la victoria y, más aún, en la derrota, entre otras cosas porque hemos perdido más que ganado, al menos en el marcador.

 

No se engañen, hemos ganado mucho más que perdido en la medida en que los grupos han crecido en disciplina, entusiasmo, comprensión del juego, en la medida en que los individuos han crecido en disciplina, entusiasmo y comprensión del juego. No, no se me ha ido la cabeza: los individuos se han exprimido en favor del grupo para luego beber de la fuente común. Hemos conseguido igualar energías, conciencias y esfuerzos. Hemos valorado por igual la destreza y el sacrificio. Hemos hecho avanzar en paralelo al grupo y sus miembros.

 

Y yo también he ganado. Principalmente esa capacidad de ser camaleónico, de comprender mejor el baloncesto y sus necesidades conceptuales y didácticas al estar en contacto con realidades tan distintas. He ganado capacidad de comunicación, intentando conectar con generaciones tan distanciadas en el tiempo. He ganado a Roberto, Javier y Manu, compañeros de batallas, mucho más que asistentes. He ganado un sitio en el que poder crecer y seguir aprendiendo y he vivido en una ciudad que también es muchas ciudades y que todavía, al contrario que la Ítaca de Ulises, tiene mucho que ofrecerme. Y, por encima de todo, he multiplicado las posibilidades de encontrarme un día de marzo cualquiera, tras una dolorosa derrota, en cualquier eventual esquina cercana a mi domicilio, con Gonzalo, Dani, Pablo, Álvaro, Nicolás o Juan, y que me cuenten cómo les va la vida mientras yo sonrío y me olvido de la tristeza. Y renuevo el derecho a ser y sentirme entrenador.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Un plan intachable

 


Es absurdo y, sin embargo, no tengo ninguna explicación para estas lágrimas de felicidad que recorren mis mejillas al ver a los Celtics, a mis Celtics, celebrar la consecución del título de la NBA. Han pasado dieciséis años desde el anterior anillo, la mitad de treinta y dos, que fueron los años que mediaron entre la sexta y la séptima Copa de Europa del Real Madrid, el otro equipo al que irracionalmente entrego mi corazón y con cuyos éxitos y fracasos me fundo.

 

Pero más allá de lo emocional, este triunfo de los Celtics pone fin a un curso baloncestístico en el que algunas notas dominantes deben iluminar el camino de los proyectos que empiezan a urdirse en las oficinas de los distintos clubes. Y, aunque el inciso previo es que no hay ingrediente secreto que conduzca irremediablemente al éxito de los equipos, creo que esta temporada, y especialmente el triunfo de los Celtics, debe dar que pensar a los distintos responsables, a todas las áreas deportivas de las distintas organizaciones que se dedican en cuerpo y alma al baloncesto, antes una ciencia social que una rama de las matemáticas, antes una derivada de la química elemental que un subproducto de un moderno laboratorio.

 

1.      Una mente maravillosa, un plan intachable. La mente, claro, la de Brad Stevens; el plan, obviamente, todo el entramado de nodos y redes que ha ido creando en este tiempo a través de movimientos que, tal vez, concebidos aisladamente no tenían mucho sentido. Brad Stevens sabía cómo debía atacar su equipo para ser casi imposible de defender y cómo debía defender su equipo para ser casi imposible de desarbolar. El entrenador debía creer en esta fórmula en la que la capacidad de desequilibrio de unos y la amenaza de otros dentro de un particular spacing lo es todo. El entrenador debía creer en que la versatilidad defensiva dentro de un contexto de hombres altos de brazos largos rematada por un plus de intimidación los haría casi invulnerables. Él se encargaría de juntar las piezas para hacer funcionar la idea. La clave, por tanto, la fusión de conocimiento e imaginación que dio lugar al plan. La clave, por tanto, tener en el puesto de máxima responsabilidad de una organización deportiva, a un sabio y a un innovador responsable y comprometido con la franquicia y con el baloncesto.

 

2.      Binomios entrenador-organización. En Joe Mazzulla los Celtics no vieron en ningún momento a ese entrenador que multiplica los panes y los peces o transforma el agua en vino, esa figura a la que se aferran tantos directores deportivos en Europa para ahorrarse, quizá, la concepción del plan del que hablaba en el anterior punto. Brad Stevens no se ponía en manos de Joe Mazzulla, de 33 años y sin apenas currículum en aquel momento, para que resolviera todos los problemas de la organización, entre otras cosas porque no había ningún problema que resolver. No estaba llamado a ser un apagafuegos, solo una pieza más, importante, dentro de un engranaje, este sí, perfecto. Este relevo encuentra un cierto parecido en la transición tranquila que encarna Chus Mateo en otra institución, el Real Madrid, que avanza con paso firme e intenciones claras desde hace más de doce años. No es tanto el entrenador, sino la coherencia, los principios que encarna, su preparación para ejecutar el plan y darle ciertos matices. No es tanto el chamán como el líder de un grupo humano. Y la estabilidad, claro.

 

3.      La diferencia entre nostalgia y responsabilidad con el pasado. Que los Celtics son una franquicia con una enorme historia detrás es un hecho. Que los Celtics se aferraron durante muchos años al polvo que inundaba la sala de trofeos puede que también. Pese a la conocida cita de Marx ─ «la historia está llamada a repetirse, unas veces como tragedia y otras como farsa»─, o precisamente por ella, es necesario utilizar esta historia como un elemento motivador, no como una excusa para la parálisis y un injustificado aferramiento a las fórmulas que fueron victoriosas en el pasado y que, como es lógico, en contextos nuevos y en el marco de una competición en la que la única constante es el cambio, están llamadas al fracaso. El ejemplo es claro: si los Celtics hubieran actuado con nostalgia, Marcus Smart hubiera seguido en la plantilla.

 

4.      La alquimia y los indispensables. Es cierto, Joe Mazzulla (o la extensión de Brad Stevens en la cancha) confió en más gente y amplió la rotación que solía emplear Ime Udoka y que él mismo replicó en su primer año en el banquillo. Pero esto también ocurrió gracias a que había más jugadores preparados y menos jugadores necesitados de un protagonismo que no podrían tener en un equipo llamado a pelear el título de la NBA. Es cierto, el modelo de juego facilita que haya tiros para todos y el ejercicio de humildad de los Jays para entender que debían ser antes generadores que anotadores compulsivos, también colaboró con la asunción de roles, la mayor y mejor distribución de los minutos, la diversificación de la ofensiva y, finalmente, como consecuencia de todo esto, la química en el vestuario. Desde luego, fue clave deshacerse de un “amasabalón” como Smart y cambiarlo (aunque en realidad no fue un cambio directo) por un jugador como Holiday, mejor defensor, más capacitado para jugar sin balón y menos pagado de sí mismo. Esto y empoderar aún más a White, una especie de Xabi Alonso o Busquets del baloncesto que da sentido a cada balón que pasa por sus manos.

 

5.      Veteranos con alma de niño. Está muy bien ese discurso que alaba la presencia de veteranos en el vestuario, pero yo añadiría que esos veteranos deben tener hambre de mejora y alma de niño. Hay mucha diferencia entre jugadores que se dan por amortizados y acuden a jubilarse a un equipo poniendo sus derechos por delante y aquellos otros como Horford o el actual Llull que están enamorados del juego, comprenden las necesidades del equipo y preguntan, nada más llegar el primer día al vestuario, «qué se necesita» o «en qué puedo ayudar». 

 

6.      Dividir y doblar como forma de vida. Va a parecer naïf u oportunista, pero los Celtics juegan al baloncesto como un muy buen equipo infantil. En los Celtics no hay bases, aleros y pívots, hay generadores de ventajas, amplificadores de ventajas y rematadores que pueden jugar cerca de la línea de fondo o más allá de la línea de tres. Todo se basa en el uno contra uno, como tantos critican, sí, pero también en leer y castigar la respuesta defensiva de modo que la distribución de las piezas ofensivas impida una reacción efectiva o gratuita. Así, ya sea como consecuencia de la primera ventaja, o de segundas o terceras ventajas derivadas, los Celtics aspiran a terminar su ataque con un tiro de alto porcentaje, ya sea una bandeja próxima al aro o un tiro de tres puntos con los pies encarados a la canasta. Todo ello tras haber desgastado a la defensa y haberse provisto, así, de muy buenas oportunidades de rebote y de una muy buena disposición inicial para el balance. Y para todo ello, en fin, vuelven a ser claves los cuatro fundamentos básicos del ataque bajo mi punto de vista: el driblin, el pase, el tiro y el juego sin balón en su doble vertiente ejecución/decisión.

 

7.      La capacidad para cambiar, la vida en mismatch. El de los Celtics ha sido el segundo mejor defensive rating en liga regular y el tercero en Playoff, por lo que en esta mitad de la pista debemos encontrar quizá algo más que la mitad de su éxito. Hasta cinco defensores se encontró Doncic en su camino al anillo porque incluso más de cinco jugadores de los Celtics podían llegar a defender, con un poco de ayuda, al jugador más talentoso de esta generación. En ese perfil versátil y cineantropométrico de los jugadores de Celtics reside gran parte de su éxito. También en los esquemas, en los detalles técnicos y, sobre todo, en la convicción de que no se pueden alcanzar éxitos tan grandes como un anillo de la NBA sin atender lo que sucede en defensa. Es más, quiero pensar que en la concesión del MVP de las finales a Jaylen Brown, además de una petición implícita de disculpas por no haberlo valorado en su justa medida anteriormente, también había un reconocimiento al nivel físico, de manos y contactos que puso en este lado del parqué.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

¿Hasta cuándo, Catilina?


 


Tal vez, después de todo, no merezca la pena. Ni esta queja ni lo que hacemos a diario los que nos enfrentamos a la tarea del baloncesto de formación. Quizá solo sea un grito en busca de consuelo o comprensión al universo Internet, a ese ente etéreo en el que nos cobijamos mientras llueve, graniza o nieva fuera (porque llueve, graniza y nieva, vaya que sí). Ni siquiera sé si estas conclusiones son certeras, seguramente estén sesgadas, sean parciales y no estén del todo ajustadas a la realidad. Pero aquí que las comparto, solo sea como terapia.

 

Las hago tras un partido infantil perdido por 46 puntos. También tras un partido junior igualado y vencido (es lo de menos, de verdad) que fue arbitrado por un jugador de otro equipo de la competición con el que media, aunque a mí me importe bastante poco, una rivalidad local bastante enconada. Este chico es un gran chico, lo conozco personalmente, pero no puede asumir esta responsabilidad, debió declinar la designación de este partido, aunque solo fuera por no levantar sospechas, seguramente infundadas. Probablemente con justicia, porque llegamos tarde intentando defender duro, el saldo de faltas fue de 23 a 14 a nuestro favor: de estas victorias poco se habla.

 

Lo que me preocupa de verdad es que entrenemos a un deporte durante la semana y el domingo juguemos a otro. Que intentemos defender respetando las normas, el uso legal de las manos, la verticalidad en los contactos contra el finalizador, y que nos enfrentemos a una aplicación del reglamento totalmente distinta el fin de semana. Hoy he estado mal, porque he estado muy mal alentando a mis jugadores para intentar que se defendieran, ante un equipo de un año más, de un continuo uso ilegal de manos y de continuas faltas de respeto al principio de verticalidad que quedaban repetidamente sin sanción. Claro, no me quedó otra que emplear expresiones como “pegad”, “sujetad” o “agarrad” para igualar la contienda. Mirad si lo hicimos mal (pegar, sujetar o agarrar) que nos fuimos con 79 puntos encajados y “solo” 17 faltas. Aquí volvimos a ganar: el rival solo hizo ocho (claro).

 

El uso repetido y continuado de las manos del defensor sobre el cuerpo del atacante debe ser siempre sancionado de forma inmediata. Erróneamente, en muchas ocasiones se han interpretado estas situaciones como innecesarias de ser sancionadas, empleando el lema de que "hay que dejar jugar". Precisamente si el arbitro sanciona falta en esas situaciones, entonces es cuando dejará jugar al que realmente quiere hacerlo.

 

Copio y pego una interpretación del club del árbitro para un partido profesional. A lo mejor es que en cantera, mini o preinfantil, prevalece un “dejar jugar” que es, en realidad, un “impedir jugar” porque el sujeto en proceso de aprendizaje tiene muchas menos herramientas para salir de esa presión “en falta” autorizada por unos árbitros jóvenes que han sido mal instruidos. Para intentar cambiar las caras de cordero degollado con la que me miraban en busca de consuelo mis jugadores no he podido permanecer callado, no he podido ejercer la empatía habitual con los árbitros que empiezan, algo que suelo aplicar, pero su criterio era claramente desfavorable e incompatible con la educación en baloncesto.

 

Es un craso error que convirtamos el mini y la categoría infantil en selvas o anillos de boxeo. De ahí que tantas veces me haya mostrado contrario a la competición temprana, sobre todo cuando está regulada de esta manera para que venzan los mejores atletas y pierdan, porque pierden en cada combate, los jugadores más habilidosos o creativos, que a duras penas pueden defenderse del nivel de contacto permitido y avalado por los distintos estamentos federativos. Al final, para compensar este hecho, la intensidad y el ritmo de entrenamiento se convierten en mantras necesarios para poder competir, relegando la enseñanza de la técnica y táctica individual, que son muy poco útiles cuando se puede impedir el avance del poseedor con dos manos, con un uso del antebrazo claramente fuera del cilindro o a "caderazos".

 

2.6.2 Principio de verticalidad. Si un jugador abandona su posición vertical (cilindro), saltando hacia detrás, hacia delante o lateralmente y provoca un contacto con un adversario que cumple el principio del cilindro, este jugador será el responsable del contacto por abandonar su cilindro, sea defensor o atacante.

 

Toda esta semana habíamos estado trabajando la finalización con contacto. Buscábamos provocarlo antes de iniciar la acción de canasta o, en el peor de los casos, aguardarlo preparados y conscientes del mismo, con una base suficientemente estable para soportarlo, absorberlo y emplearlo a nuestro favor. Pero claro, cuando este contacto se produce en el aire, ante individuos con una base de fuerza aún no constituida, los fallos se sucedían ante la mirada impasible de los dos jóvenes árbitros. 2 a 18 fue el saldo favorable de tiros libres (para el rival), poco se habla, también, de estas derrotas.

 

En fin, debo disculparme con los jugadores y con las familias, también con los árbitros si de verdad, como parece, lo hicieron lo mejor que supieron y cumplieron, como buenos funcionarios, las órdenes de sus instructores. Normalmente me gusta ver los partidos sentado, dar algunas correcciones, avivar de vez en cuando una intensidad que, la verdad, no conseguimos tener con regularidad, pero hoy, amén de querer salvar la diferencia existente exigiendo constantemente atención y agresividad a los jugadores, he tenido que proclamar en voz alta, de manera airada y, como digo, errónea, nuestro derecho a defendernos de un criterio arbitral que corre el riesgo, por la incoherencia con el propio reglamento y sus interpretaciones y, por tanto, con lo que deberíamos enseñar a diario, de acabar con la justicia y los incentivos a querer mejorar técnica y tácticamente.

 

Podría haberlo dejado estar, tragarme la bilis, relativizar y mañana seguir entrenando baloncesto como creo que debe ser jugado, a expensas de ser poco competitivos en el baloncesto del fin de semana. Pero he querido dejarlo por escrito, aunque sea como una particular, por original, disculpa con mis jugadores y sus familias, por elevar el tono en un juego que debe ser sobre todo de precisión, y por tener que recurrir a esta "catilinaria", ─porque no creo en los cauces oficiales ni las conversaciones de buen rollo con las que habitualmente nos toman el pelo─, para expresar por escrito lo que pienso y siento.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Borges y el baloncesto, tal vez

 



En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del Imperio toda una provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puramente con él.

 

Hace unos días, en uno de los numerosos viajes que emprendo rumbo a un polideportivo de nuestra región o país, pude continuar la lectura de Nuccio Ordine y su obra Clásicos para la vida, cuyo título no pudo estar mejor elegido. En él se recogía el extracto que he empleado como entradilla a este artículo de opinión, inserto en El hacedor, libro de Borges en el que este reúne poemas, relatos y ensayos de varias épocas en torno al eje común de su visión del mundo y sus preocupaciones.

 

Si la preocupación de Borges versaba sobre los peligros del rigor científico, de la búsqueda de la perfección en ese hilar tan fino que es solo la antesala de un nuevo descubrimiento y que provocaría que la investigación perdiera todo su valor, volviéndose esclava de sí misma, esta también es la mía en el mundo y tiempo en el que yo me muevo. Un mapa del tamaño del Imperio es, sin duda, preciso, fiel reflejo de la realidad, pero en todo caso inútil para sus fines, al igual que toda esa ingente masa de datos que nos explica al milímetro lo que es y debe ser el baloncesto.

 

No se confundan, amo el hecho de conocer por conocer, la investigación sin finalidad aparente, ensimismada y críptica por definición para quienes no están familiarizados con ella. Pero también creo en la investigación que es consciente de sus límites y se debe a la causa mayor que persigue, sea la cura de enfermedades, la fluidez del tráfico rodado en las grandes ciudades o la mejora de las posibilidades de triunfo de un equipo sobre otro en una cancha de baloncesto.

 

Al igual que el estudio de la retórica y el discurso y sus efectos en las conciencias que lo recibían han hecho de la política, otrora un noble arte, un escenario ruin en el que se miden cara a cara argumentos bien armados, pero en su mayoría zafios, el baloncesto corre el peligro de convertirse en un plano-secuencia ideado en torno a la eficacia no siempre bien contextualizada de determinados jugadores, jugadas, metodologías o, en fin, de la propia tecnología en sí misma.

 

Si bien fueron necesidades cotidianas las que hicieron avanzar la trigonometría; si la carrera espacial nos ha traído adelantos tecnológicos que han hecho más cómoda y, por lo general, mejor nuestra existencia, esta carrera sin límites por la acumulación de datos y su interpretación, la mayor de las veces basada en muestras pequeñas, sesgada por la limitada capacidad de sus glosadores, se me parece mucho a la de esos cartógrafos que quisieron, sin poder, radiografiar el mundo sin poder encontrar una escala más propicia y exacta que la del 1:1.

 

De lo contrario, tal y como sucede ahora, en un escenario multifactorial y multivariable como el del baloncesto, recurrir a análisis que para ser significativos se ven obligados a descartar, a sabiendas, gran parte de la información que los descuadra o invalida, es un auténtico brindis al sol que tranquiliza conciencias y genera un halo científico alrededor de un mundo que es esencialmente mágico, humano, incierto.

 

Ojo, pese a ser un escéptico por definición, no por negar el valor de la ciencia, sino por considerar provisionales, como es lógico, todas sus conclusiones, sí creo en la necesidad de la incorporación de los datos en el desarrollo de metodologías en el cuidado de la salud del jugador e incluso en la conformación del aparato técnico-táctico de los equipos. Pero siempre desde la conciencia de que, hasta el momento, esta base estadística nos explica el futuro en base al pasado pretendiendo que ambos se parezcan, en la medida en que toda la toma de decisiones va a venir orientada por esta información antigua que, de no ser considerada obsoleta desde su nacimiento, bien puede contribuir a esa redefinición de los patrones venideros. Es decir, se trata de información que se justifica y explica a sí misma: su valor radica en la fe en sus conclusiones. 

 

Pueden ser múltiples las paradojas. Se me ocurre, por ejemplo, que, en la distancia, dos planteamientos tácticos idénticos conduzcan a resultados muy dispares porque dispares son los jugadores, los contextos o los rivales. O que dos combinaciones de dos jugadores que incluyan a un mismo jugador resulten idóneas o letales para un mismo equipo (¿es responsable del éxito o del fracaso?). En fin, nos movemos en un mundo multifactorial, enormemente variable, en un entorno con tal número de combinaciones posibles que este intento de sofisticación no conduce más que a conclusiones poco certeras, a visiones estáticas de una realidad dinámica y a una imagen que, si en algo se parece en la realidad, es en que algunos la consideran profética y hacen todo lo posible por que se reproduzca fielmente, milímetro a milímetro y a través de sus decisiones, en el gran mapa en tamaño real que es el baloncesto.

 

En fin, discúlpenme, pero siempre me fascinó el comienzo de Las ruinas circulares, también de Borges: Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que estás aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma Zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Ronnie o los límites del entrenamiento




Desde hace unos años sigo con gran interés el snooker, un deporte que podría parecer muy simple, pero que, sin embargo, encierra en sí mismo dosis impensables de estrategia, táctica y, por supuesto, técnica y habilidad. También de preparación física, pues tanto la resistencia como la elasticidad son dos componentes esenciales para seguir pensando con claridad al cabo de varias horas y para alcanzar la posición de algunas bolas realmente complicadas. Por no hablar del apartado psicológico en ese duelo que se libra en la distancia: mientras uno juega el otro mira (o no) siendo muy difícil ocultar la desconfianza, el miedo o el sentimiento de intimidación.

 

Pues bien, el pasado domingo, Ronnie O´Sullivan, de 48 años, se hacía con su octavo trofeo del Masters sumando así un nuevo entorchado de la llamada triple corona, distinción que también acompaña al Uk Championship, que ha ganado también en ocho ocasiones, y el Campeonato del Mundo, cuyo trofeo ha levantado siete veces. En el caso de los dos primeros torneos, Ronnie es ya el campeón más joven y el más “viejo”. El UK lo logró con solo 17 años y el Masters con 19, y ahora de nuevo ambos con 48.

 

Hasta ahora había sido muy partidario del acceso paulatino a la competición, de la práctica del multideporte, de la adquisición de una base atlética previa a cualquier intento de especialización. Y en realidad sigo siéndolo, pues opino esto para el 99% de los casos y retraso cuanto puedo el reparto de roles en los equipos de cantera que dirijo pues no me atrevo a hacer pronósticos sobre las necesidades perceptivas y coordinativas que los jugadores podrían llegar a tener en el día de mañana en virtud de la evolución futura de sus cuerpos, de su ambición o de las demandas de sus futuros entrenadores.

 

Pero los genios son otra cosa y nos ponen en nuestro sitio. A nosotros, los entrenadores, y al conjunto de la población, a quien muestran sin piedad todas sus limitaciones al situarnos ante un espejo en el que ni siquiera podemos vernos reflejados. Lo que llegan a hacer Ronnie O´Sullivan, Djokovic, Jokic o Messi queda fuera de las fronteras del entrenamiento, de la práctica deliberada o de toda aquella práctica organizada en torno a unos estándares marcados, queriendo o sin querer, por el individuo promedio, el deportista común, la mediana de nuestra particular curva de capacidades y talento. Y la de nuestros grupos.

 

Elevar los estándares de exigencia es clave para conseguir mejoras significativas en el rendimiento de los grupos, pero los puntos de partida son muchas veces las anclas que nos impiden echarnos a la mar. La capacidad de aprendizaje motor, de comprensión de los espacios, para resolver problemas… Todas estas cuestiones nos vienen dadas y pueden limitar las progresiones grupales e individuales de nuestros equipos. Ayer mismo observaba cómo uno de mis preinfantiles se quedaba mirando el balón que volaba tras un tiro en tres ocasiones consecutivas obteniendo el mismo resultado: le quitaban el rebote. Está bien, mi parte de responsabilidad está clara, el hábito no está creado ni consolidado, pero extrapolando la situación más allá del teatro de la pista, lo cierto es que un individuo se encontró con el mismo problema en tres ocasiones y quiso o pudo (por decirlo de alguna manera) aplicar la misma estrategia tres veces con idénticos resultados negativos.

 

La capacidad para resolver problemas, para adquirir patrones motores, para percibir el entorno y emitir juicios acertados sobre lo que está pasando a nuestro alrededor son elementos muy vinculados a lo que podríamos llamar talento y, además, dotan al individuo de una autopercepción de la competencia y la capacidad que lo invitan a entrenar más duro y de manera más creativa. Es decir, gran parte de los objetivos que podremos alcanzar con nuestros equipos se basarán, en gran medida, en las bases sobre las que se sustentan, no solo a nivel atlético, sino también en cuanto a la velocidad de toma de decisiones y su nivel de éxito. ¿Podemos escapar de este laberinto? Vayamos a por uno más complejo. 

 

Por otro lado, creo que el entrenamiento puede llevarnos a alcanzar una meseta de capacidades mínimas, conocimientos necesarios para la competición, pero que el último salto va a estar en manos de los jugadores y una adquisición autónoma en entornos ajenos al de la práctica formal. Aquí poco nos queda más que ser incentivadores del entrenamiento fuera de pista y ver con mejores ojos todos esos ratos que los chicos pasan con sus padres y hermanos mayores y cuyo rendimiento avalan las estadísticas que muestran cómo la herencia de ese capital cultural y deportivo conduce a una sobrerrepresentación de los "hijos de" (jugadores, entrenadores, gente vinculada al baloncesto) en selecciones autonómicas y nacionales.

 

La perpetuación de los mejores en la élite en deportes individuales como el tenis o el snooker nos alerta de la presencia de genios, talentos irrepetibles que no veremos en generaciones, pero también nos muestra que el entrenamiento tiene unos límites y que los puntos de partida, los estándares de autoentrenamiento, la percepción de las propias capacidades y su inmediata consecuencia ─la resolución de problemas cada vez más complejos con un éxito progresivamente creciente─, son aspectos propios del deportista y su biografía sobre los que los entrenadores solo podemos orientar desde una posición humilde y, en el caso de estos genios, de pura y dura admiración.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


¿Un arma cargada de futuro?


 


Ya no me ocurre. Con el baloncesto ya no me pasa, no siempre al menos. No estoy seguro de quererlo más que ayer y menos que mañana, como sí ocurría en un principio. Ni siquiera de saber más cada día, lo que puede que sea probable, pero no siempre percibo como tal, a pesar de estar rodeado de numerosos estímulos que facilitan este aprendizaje: grandes profesionales y muy buenos jugadores cerca y la propia práctica como gran maestra.

 

Pero no estoy seguro, decía, porque creo que, en el baloncesto, como en tantas otras facetas de la vida, las nuevas tendencias no critican y asumen parte del legado de aquellas otras que lo fueron en el pasado. Es decir, tengo la sensación de que los argumentos que avalan las nuevas tendencias invitan a una suerte de tabula rasa, crean nuevas realidades que no facilitan el intercambio con el pasado u otras fórmulas. Por lo tanto, conocer lo nuevo no es siempre conocer lo mejor, aunque objetivamente lo sea en la medida en que lo nuevo se ha aceptado como lo real y casi único y obtenga resultados en la cancha.

 

Contribuye también a esta suerte de desaliento la necesidad de hiperespecialización. La visión humanista y holística del baloncesto como un todo en el que los apartados personales y humanos prevalecen ha dejado paso a una era pseudocientífica en la que los datos (no siempre relevantes o suficientes) construyen narrativas y predestinan la realidad en la medida en que sus intérpretes profesan una fe inquebrantable en su esencia divina.

 

Se complica la creación de equipos, la determinación de causas colectivas, de horizontes a alcanzar como grupo. Los vectores que representan las carreras individuales no siempre se alinean con el de los objetivos del equipo. En una era en la que todo el mundo te dice lo bueno que eres, te ayudan a disimular las carencias, discuten con quien sea necesario para demostrar que su hijo/representado/ahijado/amigo está en lo cierto la voz de la autoridad se resquebraja y el entrenador se convierte en un encantador de serpientes que intenta captar el voto del trabajador y el pensionista, por diferentes que sean sus motivaciones.

 

Lo mismo sucede en el baloncesto de formación, donde educamos a doce (en mi caso quince)  seres que son lo más importante para otros dos, tres o cuatro, a los que no siempre podemos pedir una visión objetiva de nuestra labor educativa, pues acuden a las gradas con una suerte de prismático que sigue las evoluciones de su hijo, al que suelen ver desanimado o falto de confianza cuando juega poco o se ciñe a su papel dentro de un colectivo donde las oportunidades, en el campo federado, terminan obedeciendo a una mezcla de méritos y virtudes. Hablo a menudo con los padres y creo que a veces se sienten culpables de no haber engendrado un atleta o un superhombre. Y alguno hasta se pasa hora con los chicos intentando suplir la carencia de estos dones dotándolos de una técnica exquisita, redoblando esas sensaciones de ansiedad.

 

Es esta tendencia hacia la competitividad que debe conducirles a una suerte de bienestar físico y emocional la que me hace pensar si no somos antes que entrenadores terapeutas, curadores de almas claramente sobreestimuladas y al mismo tiempo adormecidas que soportan el carrusel de tareas que se les impone con un espíritu demasiado sumiso. A veces echo de menos preguntas en los entrenamientos. Esto por qué y para qué. Me gustaría crecer espiritualmente y estar por encima de lo que siempre ha significado el entrenamiento como tarea preparatoria para una competición o método que provoca un incremento del rendimiento deportivo. Me gustaría ser un procurador de oportunidades, un provocador, en el buen sentido, lanzar una llamada a tener un pensamiento propio y original.

 

Se me quedan cortos los objetivos tradicionales del baloncesto de formación para cubrir y responder ante lo que veo. Ahora que se acercan las segundas vueltas de la competición federada, me parece pobre la idea de competir mejor, de conseguir mejores resultados. Hay decenas de recursos estratégicos o tácticos que pueden ocultar mil carencias técnico-tácticas individuales. A nosotros nos han anotado con conceptos que no aparecen en nuestra programación, es decir, nos dan lecciones pertenecientes a otro curso. Y no vamos a responder de igual manera, no vamos a actuar como autómatas si no hay una comprensión previa de los elementos espacio-temporales básicos, un control suficiente del propio cuerpo, una relación dichosa entre el jugador y el balón.  

 

Para ello necesito crecer espiritualmente. Todavía mis rotaciones han estado demasiado informadas por el intento de competir mejor, de pelear el resultado. Me ha guiado en exceso el ego del entrenador y me he olvidado de los objetivos educativos y deportivos que están por delante. La competición puede ser un laboratorio si proveemos a todos los participantes de los materiales necesarios, principalmente minutos, y, en todo caso, es una herramienta volcada al futuro, no una radiografía del presente que es tantas veces un diagnóstico del pasado.

 

Esto le pido al baloncesto en 2024 en este ánimo de recuperar aquel viejo entusiasmo: que se convierta, como decía Celaya de la poesía, en un arma cargada de futuro. Los datos y los rendimientos actuales de los jugadores jóvenes no pueden determinar a qué jugamos, quiénes somos y seremos. Que lo hagan las ideas y el entusiasmo con el que acuden cada día a entrenar. Y que tengamos la mente abierta y el espíritu suficientemente generoso para no dejarnos guiar por la inmediatez y la rigidez de un sistema hecho para crear máquinas y consumidores, no seres libres, ni siquiera jugadores libres.  

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS