—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.
(En: https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte1/cap05/default.htm)
Últimamente,
reflexionando sobre la necesidad de afiliarme a una asociación o sindicato de
entrenadores que, efectivamente, defienda los derechos de nuestra profesión (y los míos) he
estado pensando mucho en los fundamentos de la misma, en lo que me une y separa
(o podría llegar a unirme y/o separarme) de los otros entrenadores y en cuál es
la verdadera dimensión de mi pasión por el oficio.
Personalmente,
como buen ácrata, individualista y creativo (o eso intento) que exige de sus
jugadores todo lo contrario (espíritu de equipo, cesión de la individualidad y
disciplina en la toma de decisiones), me cuesta formar parte de todos aquellos
clubes que me acepten como miembro. He aquí un Groucho Marx sin su talento y
probablemente también sin gran parte de su cinismo. Creo que la definición
acota y restringe libertades, aunque veo muy oportuno que se estandaricen unas
condiciones mínimas que dignifiquen nuestra profesión, eviten abusos o la
aceptación de los mismos por parte de pobres hombres que hacen un trabajo
honrado por una miserable limosna. Es decir, detecto la necesidad de una
negociación colectiva, de que se sienten las bases de un convenio y comprendo
que la sindicación y la fuerza del número (eso es la democracia, la dictadura
del número) son imperativas para la consecución de estas condiciones mínimas.
Ahora bien, sin
querer ser demasiado crítico, y sin pensar en nadie en concreto, de vez en
cuando observo trabajos indignos, no planificados, que se ejercen con un total
desconocimiento del qué (el juego), el cómo (la metodología de la
enseñanza-aprendizaje) y el a quién (la psicología de los niños y adolescentes,
o de los adultos, vaya). Es decir, también comprendo que las empresas y sus
clientes debieran dotarse de mecanismos de control para no estar ofreciendo condiciones
dignas a trabajos indignos, lo cual, en ausencia de títulos que de verdad
acrediten un knowhow (que, en fin, tampoco sería una solución), sin más
baremos, muchas veces, que los resultados (peligrosísimo esto) para evaluar
determinados trabajos, sería difícil de determinar. Un niño puede estar
satisfecho si su autoestima se ve reforzada, aunque su progresión objetiva en
el desempeño sea casi nula. Subjetivamente, pagaría de buen gusto una buena
cuota por formar parte de la organización o club en el que milita, pero
¿merecería su entrenador cobrar lo que debe cobrar un entrenador de baloncesto
sin hacer lo que debería hacer un entrenador de baloncesto, si alguien se
atreve algún día a definir qué debe ser esto?
Hasta aquí las
dificultades objetivas para definir el objeto de nuestra profesión y, por lo
tanto, también la concreción de sus objetivos y contenidos, luego también para
su evaluación. Quizá suceda en más profesiones, pero a mí me parece más
evidente determinar cuál es la misión de un fontanero, un médico o un
electricista. Pero, en fin, ahora vienen las dificultades subjetivas pues,
aunque ninguna afiliación es irreversible, integrarse en una asociación es
también asumir que eres lo que tal vez no eres por un proceso metonímico que me
parece peligroso. Hay una identificación entre el hacer y el ser que limita al
segundo, por amplio que pueda llegar a ser el concepto “entrenar baloncesto”,
“liderar grupos”, “definir la estrategia de un equipo”.
En fin, como
sugería anteriormente, tampoco me siento identificado con lo que muchos
entrenadores hacen. Siguiendo el silogismo de la identificación entre el hacer
y el ser, cada entrenador construye en cierta manera el baloncesto con sus
propias prácticas, deja un poco de sí en lo que podemos llamar la cultura del
baloncesto. ¿Siendo entrenador asumo por completo su tradición? Hay libertad de
cátedra, lo sé, pero también hay una serie de asunciones que han llegado para
quedarse por la vía de la costumbre y por el prestigio y la presunción de
verdad que se le concede a determinadas figuras, casi siempre a la estela de
sus triunfos.
¿Si soy
entrenador debo protestar a los árbitros, presionarles para que me piten mejor
apelando a su naturaleza humana, inestable, dubitativa? ¿Si soy entrenador debo
exprimir las capacidades, esconder las deficiencias de los jugadores desde
edades tempranas? Probablemente esto se escape a la pertenencia a una
asociación, lo determinan el juego y las modas y, afiliados o no, pequemos de
querer pertenecer a la masa, de falta de independencia y libertad de espíritu.
En fin, nada me gustaría menos. No creo en el carácter positivo de la
distinción por la distinción, pero sí en el efecto beneficioso de observar a la
masa desde fuera, con cierta perspectiva.
En fin, siempre
me ha costado saber lo que soy. Como buen sanchista (de Sancho, el personaje de
la literatura universal que sobrevivirá al paso del tiempo) no me interesan los
anhelos quijotescos, la fama o la gloria. Me gusta la indefinición, la
aceptación de nuestra transitoriedad, el trabajo bien hecho que aclara
conciencias sin alimentar anales, tertulias o enciclopedias. Creo que lo una
vez hecho no volverá a servir, pues serán otras las circunstancias, otros los
jugadores, aunque respondan al mismo nombre y apellido, de ahí que pueda darles
al cura y al barbero, sin pena ninguna, mis cuadernos de entrenador, registros
de lo que ya fue y nunca más será, para que los quemen junto a los libros
de caballería. No creo en más hazaña que en la del próximo entrenamiento,
aunque para él hayan hecho falta miles de horas de reflexión y aprendizaje
previo. ¿Seguiré gozando de esta libertad o deberé parecerme cada vez más al resto?
Es decir, por
aclararme yo. No sé qué están llamados a hacer los entrenadores de baloncesto,
cuál es el objeto de su oficio. No sé si solo por ejercer lo son. No sé si yo
ejerzo como tal y si, ejerciendo como tal, automáticamente lo soy. Y aun así
creo que me afiliaré a un sindicato que defienda los derechos, no ya del
entrenador de baloncesto, sino de la persona que llega a casa tras un viaje
interminable y cruza la mirada con sus padres, su pareja o sus hijos. El trato
digno, las condiciones mínimas no dependen de lo escrito hasta ahora, la distinción entre el ser y el hacer o la definición de entrenador, sino de
la condición humana. E incluso los que son o ejercen como entrenadores las
merecen. Incluso algunos que ahora sí tengo en mente, siempre que planifiquen, estudien el juego, los mecanismos de la enseñanza-aprendizaje, la sociología, la psicología, lean y discutan sobre filosofía, sean verdaderos líderes, también éticos, de las nuevas generaciones.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS