Cómo formar beduinos

 




Me acuerdo de algo que había dicho Bruno, nos dice Ernesto Sabato en su obra La resistencia: siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Por su parte, Saint Exupéry, en el relato sobre dos “naúfragos” en el desierto, relata las palabras de uno de ellos tras haber sido salvados por un beduino después de tres días vagando tras haber aterrizado de emergencia su avioneta. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.

 

En fin, el baloncesto como escenario en el que se representan actos aislados de la gran comedia humana no es ajeno a la tendencia general de fragmentación de la comunidad y del sentimiento colectivo. Con independencia de la categoría, cada jugador es un proyecto de presidente de gobierno o astronauta, o de Michael Jordan o Kevin Durant. O de mejor hijo del mundo. O de mejor escolta o alero de su categoría o de futuro jugador del primer equipo del club (en el que, según él y sus padres, merecía estar desde alevín). Una marca en sí misma, así de horrenda es la dialéctica neocapitalista que hemos ido asumiendo desde la ignorancia y, peor aún, desde la pereza. También abrumados con nuestra pequeñez ante el tsunami de mensajes e informaciones de tipos tan brillantes como desalmados y desprovistos de toda ética que se arrogaron de un púlpito del que tardamos en echarlos a pedradas.

 

Los anunciantes, los asesores de los políticos, los mismos políticos, conocen la cartografía de sus mensajes, su origen cínico e hipócrita, su lógica sofista, pero se sienten bien porque creen que hay un bien mayor detrás de los mismos: su sueldo, su puesto o su gloria. Así, poco a poco, entre su falta de escrúpulos y nuestra pereza intelectual, nuestra carencia de lecturas y nuestro exceso de televisión, nuestro miedo y nuestra vagancia, la sociedad se ha ido transformando en un supermercado donde cotizan a la baja la empatía y el cuidado y en el que todos estamos en venta.

 

El trabajo absorbe nuestras energías y consume nuestros espíritus como nunca lo había hecho, no porque trabajemos más que en el siglo XIX, sino porque lo hacemos todo el tiempo, desde cualquier lugar. La sociedad, y no me parece mal, ha perdido a las grandes maestras y enfermeras, las madres, y las ha suplido con criados y canguros, sin ningún afecto natural (sí profesional, claro, no lo dudo. Los educan, pero no son sus hijos) por las criaturas que cuidan, quienes, en el futuro, no lo duden, transmitirán también esta indiferencia recubierta de profesionalidad, que es a lo máximo a lo que aspiramos en medio de este monocultivo del trabajo, en esta lógica de la supervivencia económica y emocional.

 

Hemos cambiado los rezos, las lecturas colectivas en torno al fuego, por un sinfín de experiencias, tantas como esqueletos, narradas en primera persona a través de las redes sociales. De hecho, ya no importa la lectura, importa nuestra experiencia como lectores, lo que el relato o libro nos generó. Se muere un genio y colgamos la foto que nos hicimos con él en un aparente homenaje a su figura que en realidad lo es a la nuestra, por lo demás insignificante. Hay una guerra y lo que cuenta es nuestra reivindación como pacifistas, como antirrusos o poseedores del carné de europeo o humanista. Qué exceso de yo. 

 

Lo observo, y eso que estoy contento con los grupos humanos que entreno y dirijo este año, cada día. Escucho juicios sobre otros de los que pretenden hacerme partícipe mientras yo callo y lloro por dentro: siempre empiezan por sus defectos, pocos se detienen en alabar los talentos de sus compañeros. Mis propias correcciones son asumidas por los otros como un señalamiento del interpelado, no como una lección general, un consejo dado con la intención de mejorar de la que todos pueden extraer una ayuda para su juego, que es el de todos. Quizá yo mismo esté cayendo en esto que critico con la redacción de este párrafo, con la diferencia de que en mi caso procuro reflejar compasión y piedad, no celo o envidia.  

 

La cuestión es cómo crear equipos, palabra tan grandilocuente como vacía de significado en sí misma en este contexto en el que cada individuo es una trinchera. Si el baloncesto, un deporte de cooperación-oposición no lo logra por sí mismo, con sus magníficas reglas concebidas para alentar este espíritu de colaboración, si la elección de deporte de los chicos y sus familias no facilita este hecho (suponer que la apuesta por un juego de equipo lo es también de sus presupuestos y principios es mucho suponer, ya lo hablábamos en el pasado: el germen es otro), ¿qué podemos hacer como entrenadores?

 

  • 1.       Elevar los niveles de sacrificio colectivo: en la agonía el ser humano se muestra más humilde; si sigo vivo, decía hace poco Carlos Boyero en una entrevista, es porque he pedido ayuda. Cuanto más duro el entrenamiento, más colaboración se van a prestar entre sí los miembros del equipo. Sufrir unidos en la persecución de un objetivo lleno de sentido es terapéutico y refuerza el nosotros.
  • 2.       Dar importancia al fundamento del pase como elemento clave del respeto que se prestan unos a otros. Limitar el número de botes, dar por perdido cualquier pase que llega desviado, invita a dar importancia al juego sin balón y a la precisión con la que se comparte el móvil, objeto en el que reside la energía del equipo, energía, por cierto, que se pierde con cada bote de más, con cada tiro contra dos defensores, con cada compañero solo obviado por un arrogante poseedor que piensa que es mucho más capaz que este para resolver con éxito una acción.
  • 3.       Diseñar tareas y dinámicas que solo puedan resolverse favorablemente con la participación de todos. Retos para todo el equipo, retos deliberadamente alcanzables que generen una autoestima grupal.
  • 4.       Rituales que sustituyan a los rezos comunitarios (corros, cánticos, recibir en pie a los compañeros sustituidos), que recuerden a la íntima relación entre una unidad de infantería o una hermandad, pero sin esa carga simbólica o religiosa. Lo dice alguien que no cree en Dios ni en sus sustitutos (ídolos, instituciones…), pero sí en los indudables beneficios de caminar de la mano.
  • 5.       Un mensaje coherente y un millón de veces repetido que ponga en valor lo necesitados que estamos del otro, lo necesarios que somos también para él. Establecer vínculos, crear una red de cuidado mutuo. Desdramatizar el error, celebrar los progresos de unos y otros, corregir con una visión universalista en grupo y de manera más personalizada en privado para evitar el efecto imitación de una corrección airada, la sensación de que todos puedan sentirse jueces severos del comportamiento del otro.

 

También crear relatos como el de Saint Exupéry que hagan ver a los chicos que cualquier día su avión puede tener que aterrizar de urgencia en el desierto y que, a punto de fallecer por la ausencia de agua y alimento, ellos, que se creían tan autosuficientes, pueden llegar a necesitar de ese beduino que no juzgó su apariencia ni su color de piel, que simplemente los atendió y los llevó hasta el oasis más cercano. Para que sean conscientes de nuestra debilidad y, sobre todo, para que deseen ser ese beduino. Todos los días. No a la espera de ninguna recompensa o zanahoria colgante. El premio es ser el beduino.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Baloncesto preinfantil. La resistencia.



 

En el deporte no existe el principio democrático, no hay una igualdad real de oportunidades y de su reglamento y actual evolución no podemos esperar concesiones. Tampoco existe el engaño o la opacidad: las reglas son conocidas, las canastas están siempre, o casi siempre, a la misma altura del suelo. Tampoco es una meritocracia estricto sensu, no se engañen: la planta de los equipos, la capacidad natural de sus miembros para la resistencia, el desarrollo de la fuerza (la velocidad, el salto, los empujes…) o para asimilar el entrenamiento no son siempre las mismas, menos aún en equipos o escuelas donde no se llevan a cabo procesos de selección. 


Normalmente, como sucede en tantos otros campos, los mejores en determinadas capacidades lo serán siempre, más aún cuando nuestras horas de entrenamiento son tan pocas comparadas con las que se emplean en la adquisición de habilidades musicales o artesanales, insuficientes en todo caso para alterar el orden natural. Muchas veces siento que no somos agentes de cambio, sino notarios de la realidad. Inevitablemente nos gusta más la asistencia que la pérdida, el triple que entra limpio que el que cruza de lado a lado convirtiéndose en el primer pase del contraataque rival. Y de alguna manera lo hacemos saber. Y quizá deba ser así. 


Por este motivo pienso que nuestra principal función es la motivadora, antónima del “no pasa nada” y del “pasémoslo bien” que tanto desprecia el tiempo invertido y que, además, más daño hace a los jugadores menos aptos, a los menos capaces de partida, provocando que se lo pase mucho mejor el que ya sabe. Nuestra segunda función es la de incitadores o provocadores del intento por aprender algo nuevo, una auténtica prueba de fuego para la autoestima del chico o chica que lleva poco tiempo jugando al baloncesto a través del condicionamiento del contexto (forzar que se produzcan determinadas conductas). Ante el más que probable fallo, debemos reaccionar con mesura, creo que tampoco ayudamos cuando acudimos al “fracasa mejor” de Beckett porque el jugador nos toma por un trasnochado después de fallar una bandeja o de quedarse corto por atender a nuestras demandas. Y eso lima la confianza si no hay una correcta pedagogía detrás: una llamada a la humildad y a la paciencia que debe enseñarse a través del ejemplo (¿somos humildes y pacientes?). 




Este año, entre otras tareas, entreno a un grupo infantil, la categoría más salvaje para los niños y niñas, quienes ven cómo cambian repentinamente las condiciones: el volumen y la masa del balón, la altura de la canasta, las dimensiones del campo… En un deporte sin especialistas (en el que Yao Ming sabe lo que tiene que hacer, al igual que Muggsy Bogues) y sin demasiadas normas espaciales y temporales asumidas, sin una técnica individual asimilada, sin, en muchos casos, sobre todo cuando en mini se dedicaban a pasarlo bien, un bagaje motor suficiente, la pista de baloncesto se convierte en una gymkhana en la que saldrán victoriosos aquellos con la mejor combinación posible de cineantropometría, inteligencia y conocimiento del juego, una sabiduría que a edades tan tempranas va a depender fundamentalmente de los entrenadores que hayan tenido, una elección muchas veces azarosa tomada por unos padres que no tienen tiempo de hacer un análisis concienzudo (después de hacerlo de todos los profesores, de las academias y los conservatorios) de las aptitudes del profesor de baloncesto. 


Desde luego, el reto es monstruoso. En mi equipo hay jugadores que se caen hacia adelante por llevar el peso del cuerpo desplazado en esa dirección, hay jugadores que botan el balón delante del tronco, otros que son incapaces de desplazarse entre bote y bote porque no hay nada de gasolina en sus piernas o porque hay algo de exceso de peso en su tren superior o porque tienen los pies planos. Jugadores altos que no saben qué hacer con sus extremidades, silenciosas compañeras de viaje con las que llevan años conviviendo sin conocerse. La mayoría no podrían ver América en la proyección Mercator al observar únicamente lo que queda a la derecha de su nariz y muchos tendrían que comprar un billete de avión para separarse del suelo, incapaces de desencadenar el mecanismo del salto vertical. 


No sé si hacemos bien poniéndolos a jugar y me cuesta comprender cómo la experiencia puede resultarles gratificante, supongo que desde su punto de vista todo es distinto, y que a pesar de ello les resulta divertido. No tengo nada en contra de los que defienden las ventajas de la competición, pero creo que esta solo es maestra a partir de un determinado grado de habilidad adquirida. En las artes marciales se retrasa el inicio de las competiciones, el el rugby se empieza jugando sin contacto, en el volley hay muchas alturas distintas de red, en el fútbol se juega a 7 hasta determinadas edades, y en el baloncesto (y es peor en otros países) los mandamos a la guerra en partidos que más bien parecen de balonmano. Los invitamos a hacer lo que puedan para que, como sucederá también a los 18 años gane, como siempre sucede, el mejor: el niño mejor hecho por sus padres


En fin, todo esto para decir que yo entrenaría los sábados (abierto a los padres, por si les apetece asistir al ensayo y no a la función), que jugaría menos, con menos jugadores a la vez, con la canasta a 2,90, con un balón tamaño 6 y algún que otro ajuste reglamentario sobre los que no me quiero detener. Esto si quisiéramos avanzar hacia un principio meritocrático más relacionado con el esfuerzo y la capacidad de sacrificio que con la combinación natural de dones, aunque no termino de tener claro si el esfuerzo y el sacrificio no son también virtudes heredadas o aprendidas en casa, lo que fosilizaría el determinismo contra el que los tontos románticos luchamos sin demasiado éxito. Los partidos antes de la práctica y la asimilación de conceptos son, apenas, una ecografía del nasciturus. Cualquiera podría decir quién era el mejor el año pasado y quién lo será el próximo si no abandona su actividad. Otra cosa es que nos resulte divertido. Y que no pueda ser de otra manera (porque siempre ha sido así).


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS