Retomo aquí las
conclusiones sobre la temporada que llega a su fin. Hoy, 30 de junio, se finiquitan
los contratos de numerosos profesionales, no solo jugadores, y se da el inicio
oficial a unas vacaciones que tendrán aroma de thriller para los que aún no
saben dónde van a jugar o entrenar y de comedia chusca para quienes observan
desde fuera los movimientos de todos los actores que intervienen en estos
vodeviles típicos del verano.
Los jóvenes, por
otra parte, afrontan un período clave en su formación, una sexta parte del año
astronómico en la que los clubes y escuelas, salvo excepciones, no pueden
asumir en primera persona su formación deportiva. Sus mejoras quedan en manos,
en función de la edad, de su motivación, y la de sus padres, del grado de autonomía
para operar por su cuenta y también de las opciones que se les brinden en forma
de campus o competiciones callejeras, aunque ya saben que aquí somos grandes
amantes de la informalidad y su valor en el ensanchamiento del bagaje motor de
los chicos.
Se hace vital,
por lo tanto, la siembra de interés y autodisciplina durante el año. Cobra especial
relevancia no tanto lo que se haya enseñado como lo que se haya invitado a
aprender. Es evidente que cunde más el trabajo de un profesor que incita a sus
alumnos a investigar por su cuenta que el que se empeña en la transferencia
instantánea de un conocimiento concreto, descontextualizado y al que cuesta
otorgar un sentido. En el primer caso, es posible que el alumno termine
enamorado de una materia. En el segundo, lo más probable es que el conocimiento
sea temporal y caduque cuando lo haga también su función.
Decía Hannah Arendt
que las personas que producen cosas no conocen lo que hacen, y regreso de nuevo
a El artesano, de Richard Sennett, para ilustrar este debate que he mantenido
durante todo el año conmigo mismo. Ello para introducir la distinción entre el animal
laborans y el homo faber, una distinción que ha llegado para quedarse y que
se basa, principalmente, en el hecho de que, mientras el primero solo se
cuestiona el cómo, el segundo introduce la importancia del «por
qué»
y el «para
qué».
Trasladado al baloncesto, y a la comunicación que mantenemos con nuestros jugadores,
parece importante determinar cuál es el grado de información que precisan los jóvenes
que entrenamos, en qué medida debemos comunicar el cómo y en cual el porqué.
Coincido en una
de las conclusiones que Sennett incorpora en este pequeño tratado de artesanía
y, a la postre, organización de grupos humanos, del trabajo y, en fin, de
tantas cuestiones relacionadas con la enseñanza, es la siguiente: Despertar
la autoconciencia es, precisamente, la manera de impulsar al trabajador a que
mejore su trabajo. Esto nos obliga a desentrañar y poner en
palabras el conocimiento expreso, pero también el conocimiento tácito que hay
detrás de lo que hacemos, todos aquellos ademanes, todos esos movimientos que
podrían pasar inadvertidos y que constituyen, en cambio, la base del
conocimiento acerca de una disciplina. Solo a través de una comprensión total y
una verbalización o demostración de lo
que no es fácil entender podemos mejorar la calidad de los ensayos de los
aprendices y alcanzar ese ideal tan preciado que linda con la máxima del
violinista Isaac Stern: cuanto mejor es la técnica, más tiempo puede
ensayar uno sin aburrirse.
Cita Sennett a John
Ruskin de la siguiente manera: Puedes enseñar a un hombre a dibujar una
línea recta, a trazar una curva y a moldearla con admirable velocidad y
precisión; y considerarás perfecto su trabajo en su estilo, pero si le pides
que reflexione acerca de cualquiera de esas formas, que vea si puede encontrar
otra mejor de su invención, se detiene, su ejecución se hace vacilante, piensa
y lo más probable es que piense mal, lo más probable es que cometa un error en
el primer toque que como ser pensante dé a su trabajo. He aquí el
dilema, el exceso de autoconciencia, la paralización que provoca la comprensión
parcial, la reflexión que termina haciéndonos conscientes de nuestra ignorancia
y provoca esas dudas que el juego, vertiginoso por definición, castigará.
Pero me
contradigo una vez más, aun cuando comprendo todo lo que de coreografía tiene
un deporte como el baloncesto en lo que se refiere a la relación entre cuerpo y
balón, entendido este como una extensión del primero. En este proceso de
conocimiento del propio cuerpo, de adquisición de habilidades motrices y en la
capacidad de sincronizarlas con ese elemento extraño llamado pelota, es posible
que haya que suspender el pensamiento, el razonamiento o la reflexión, pero,
sin embargo, creo que no debemos olvidar que hay en el juego, en sus reglas y
en su evolución histórica, huellas impresas del tipo de animal que somos, incansables
urdidores de conceptos a los que les gusta mear en cualquier terreno virgen que
nos encontramos.
Por eso se hace
impensable poder jugar bien al baloncesto sin conocer sus reglas actuales y sin entender la evolución de las mismas, sin comprender los conceptos que, aunque sea
por su tozudez, hoy parecen indisociables de la idea original del juego, aunque
solo sea para cobrar ventaja frente al que ignora las reglas y los conceptos. Aunque
sea para ir al límite de las primeras, jugando, por ejemplo, con las
capacidades de la percepción humana, en este caso del árbitro, o para desafiar
a los segundos, por considerarlos rígidos elementos que ensucian un paisaje
mucho más amplio del que quieren encerrar tras sus barrotes.
En fin, puede
que, como entrenador, hiciera mejor en suspender la reflexión y regresar a la
acción que implica también nuestro oficio. De alguna manera, todos estos dilemas
se resolvieron durante años bajo el paraguas de la disciplina y a través del seguimiento
de toda una serie de rituales. Algunos equipos universitarios todavía rezan.
Otros se llenan de supersticiones mientras se proclaman antirreligiosos. Los
compromisos se dan de dos maneras, nos recuerda Sennett: como decisiones y como
obligaciones. En la primera, juzgamos si vale la pena llevar a cabo una
acción particular o dedicar tiempo a una persona en particular; en la otra nos
sometemos a un deber, a una costumbre o a la necesidad de otra persona. El
ritmo organiza el segundo tipo de compromiso; aprendemos a cumplir un deber una
y otra vez. Como han señalado los teólogos hace ya mucho tiempo, los rituales
religiosos, para hacerse convincentes, deben ser repetidos día tras día, mes
tras mes, año tras año. Las repeticiones procuran estabilidad, pero en la
práctica religiosa no pierden por ello frescura; en cada oportunidad, el
oficiante anticipa que algo importante está a punto de suceder.
En fin, supongo
que los equipos que entreno no tienen nada que hacer contra aquellos otros que
piensan lo justo y siguen rituales que explican por sí mismos el seguimiento de
unas órdenes. Los seres vacilantes y reflexivos están llamados a sucumbir ante
el fervor religioso del que mataría por Dios, o por su entrenador, ante el que
se santigua esperando que su dios sea más fuerte que la razón, al que le guían
motivos que no cuestiona. Pero seguiré haciéndolo de esta manera, no por
romanticismo, sino por interés. Desde luego, me motiva mucho más la indagación
que el rezo, la reflexión que la plegaria. Y no niego que esto sea solo otra
forma de religión.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS