No soy ni mucho
menos rencoroso. Entiendo el valor metafórico y eufemístico de la cigüeña como
ave transportadora de bebés que salvó a tantos niños de comprender la
naturaleza del indecoroso acto sexual antes de tiempo. Igualmente, comprendo el
sentido de la regla de tres como argumento lógico útil para simplificar el
acceso al mundo de las proporciones, por falaz que sea su formulación. Es más,
puedo presumir de haber sido un niño disciplinado y poco preguntón cuando los
adultos empleaban aquel manido “cuando seas mayor lo entenderás”. Todo este
preámbulo para que descarten, de antemano, que el elemento contestatario sea la
base del siguiente argumento: el baloncesto estaba antes y estará después de los
conceptos en virtud de los cuales muchos procuran enseñarlo.
Es evidente, ahora nos resulta complicado pensar en un mundo sin fronteras, imaginar que nuestro país no es una península (“casi isla”) y renunciar al orgullo que nos provoca el hecho de ser latinos (descendientes de los habitantes del Lacio, región en el entorno de Roma) o ibéricos (pueblo situado en el este y sur de la ahora llamada Península Ibérica). Pero es que la misma península es un nombre, es decir, una mera convención que, solo a veces, anuncia o enuncia su significado (esa fue siempre su intención primera, pero modificaciones a lo largo de los años pudieron extinguir este vínculo entre significante y significado). No dudo que en el principio fuera el verbo y que nuestros antepasados se vieran obligados a nombrar para conocer. Pero qué condena esta, ¿no creen?
Vista desde el
espacio, la Tierra no presenta fronteras, todos lo sabemos, pero todos lo
olvidamos. En algún momento no hubo religiones instituidas (ni siquiera para
poder negarlas) porque ni siquiera había instituciones, al menos conscientes de
serlo. Pues bien, lo mismo sucede con el baloncesto, cuya esencia solo podemos
intuir haciendo una ardua labor de prehistoriador, y puede que ni siquiera eso
importe, porque, en definitiva, a veces olvidamos la simplicidad de sus
elementos básicos: objetivo, móvil, número de jugadores, manera de puntuar y
evitar que el rival puntúe.
Esta es mi
particular cruzada cuando afronto el reto de su enseñanza. Pido perdón de
antemano si no uso una jerga especializada, parece impropio de un escritor,
pero, ya les digo, aun reconociéndole valor al lenguaje, creo más en los
alfabetos de consumo interno, en esos idiomas que inventábamos de niños para
que, precisamente, los adultos no pudieran entendernos. Es decir, hablando en
román paladino, me la quieren soplar, aunque a veces los emplee, términos como
“pasar y cortar”, “dividir y doblar”, “lado fuerte”, “lado débil”, primera
ayuda, segunda ayuda, incluso puerta atrás. ¿Por qué? Porque no existían y
siguen sin poder apreciarse desde el espacio.
Por supuesto, y
he cambiado cien veces de idea acerca de este punto, ahora mismo creo que es
mucho más importante que los jugadores a los que entrenamos conozcan su cuerpo
y sean capaces de emplearlo con equilibrio, coordinación, flexibilidad y velocidad
a que conozcan conceptos que a veces parece que ejecutan más para complacer a
su entrenador que a un hipotético espíritu del juego, que no sabemos cuál es,
pero que, desde luego, no necesariamente atiende a la lógica que se ha impuesto
en base a una presunta utilidad que ni siquiera discuto: es verdad, un equipo
que juega bien pasar y cortar puede ganar el partido a uno que no lo haga (en
igualdad de factores mucho más determinantes), pero eso nos debería importar lo
justo.
También, y en
esto también he cambiado de opinión, he vuelto a pensar que es más importante que
dominen las tres acciones principales que se pueden hacer con balón, en aras de
una autonomía decisional que los lleve a amar el juego bien a través de su
dominio o el reto que les supone, a tomar las decisiones que se ajustan a un
esquema lógico heredado y que, ya les digo, no niego que pueda funcionar. Esto
porque pienso que solo un dominio atlético y técnico puede conducir a que el
niño se centre en conseguir, para él y para su equipo, meter más, o recibir
menos, canastas que el rival.
Sin embargo,
aunque tengo claro que quiero eliminar de mi particular diccionario de
baloncesto las convenciones que algunos honorables maestros (esto sin dudarlo)
acordaron para generar un idioma común y dotarse de un bagaje que, a través de
la simplificación de estructuras, les condujera a resultados positivos, tengo
más dudas en el método a utilizar para sustituirlo. Desde luego todo pasa por
la táctica individual (íntimamente relacionada con la técnica individual)
puesta al servicio de la causa colectiva, imbuida de valores que permitan este
ejercicio, al mismo tiempo egoísta (ambicioso, orgulloso) y solidario (pues
implica renuncias) que puede permitir meter canasta y que no te la metan.
Admito que me
gusta transportar a mis jugadores a situaciones cotidianas de la vida en las
que se ven obligados a colaborar (una tarea doméstica), luchar por la obtención
de un bien escaso o defender algo que tiene un valor para ellos. Al menos así,
hablándoles en términos que conocen, puedo establecer con ellos un puente o
canal de comunicación, pidiéndoles una interacción continua que nunca debe
resultarnos irrisoria: lo único que varía es la lógica desde la que se
pronuncian las palabras, y ellos, en muchas ocasiones, están menos contaminados
que nosotros.
Por otro lado,
me gusta el concepto de iniciativa. Retarles a gobernar lo que ocurre en el
campo. Y para mandar hace falta captar y procesar información, conocer cómo están
distribuidas las piezas, al menos las esenciales para poder tomar decisiones (yo
mismo respecto al campo, yo mismo respecto a mi defensor, mi defensor respecto
a mí, los compañeros respecto a mí, los defensores respecto a mis compañeros).
Esto con balón y sin balón, pues quiero a cinco jugadores tomando decisiones
con, eso sí, la pelota y los aros actuando como centros de nuestro campo
gravitatorio y los objetivos colectivos (meter canasta y que no nos la metan) en la mente. No en vano, y esto casi no es necesario explicarlo, aunque hay
muchos chicos que se “equivocan”, la mayor parte de ellos, y de manera natural,
se sitúa encarando el aro rival y de espaldas al aro propio.
Pero regreso a
la iniciativa, un concepto, sí, no lo niego, pero muy anterior, pienso, a todas
esas pajas mentales de profesores de la vieja escuela, a la mayoría de las
cuales admiro, no me malinterpreten. Si nuestro compañero con balón lleva la
iniciativa debo permanecer atento y a la expectativa de lo que pueda hacer
(progresar, cocinar un ataque o demandar colaboración). Mi situación y la de mi
defensor deben favorecer su acción, cualquiera que sea y, si mi defensor tiene
otros planes, debo hacérselo pagar en aras de colaborar con mi compañero sin
perder de vista, en todo momento, que lo que queremos es meter canasta. Lo
mismo sucede con los jugadores más próximos al balón, cuya iniciativa, por este
hecho, es anterior a la de un jugador más alejado de este. Esto no deja de ser una
jerarquía, pero me parece más sencilla de trasladar a una lógica preverbal,
preconceptual, que debería ser la propia de esos seres libres de contaminación
que son los niños.
Podría seguir
desarrollando este tema, diciendo que con la iniciativa perdida entraríamos en
una fase de emergencia o cooperación humanitaria. O que con la iniciativa
transformada en ventaja deberíamos jugar para aprovecharnos y reaccionar a la
reacción de la forma que mejor colabore con nuestro objetivo principal, que
debe ser meter canasta, algo que siempre va a ser más sencillo si progresamos
con velocidad, control corporal y percepción de la pista, si somos capaces de
combinar elementos, pasar con precisión, agarrar el móvil y predisponerlo para
su lanzamiento en poco tiempo para hacerlo, además, con precisión.
En fin, creo que
en el principio fue el atletismo, la psicomotricidad, los elementos
condicionales, la propiocepción… Que después vinieron los fundamentos
específicos relacionados con la existencia de un móvil de unas particulares
características. Que al tiempo se impone una lógica que no es difícil de
entender a través de la palabra iniciativa o cualquiera que se nos ocurra para
que el niño comprenda que no juega para ser protagonista, sino para que el
equipo meta canastas y no las reciba. Y que mucho más tarde, y solo si la suma
de tácticas individuales, de inteligencias estratégicas particulares, no es
positiva, va la enseñanza de conceptos que, además, no se desgasten, les va a
explicar mucho mejor el entrenador senior que les pregunte por la lógica de la
regla de tres y les pida que le crean cuando les cuente que los niños vienen de
París, unas veces por desconocimiento, otras como demostración de fe en su
ideario
Dicho esto,
fracaso cada vez. No porque el equipo contrario nos gane por pasar y cortar.
Sino por no saber explicarles que un individuo desconocido que se aproxima es
peligroso y no debemos abrirle la puerta, por si se lleva nuestros Lego. Pero
creo, humildemente, que al igual que el sistema educativo se equivoca al formar
a los adultos del mañana con los parámetros de hoy (y no atendiendo a una mayor
transversalidad en base a la humildad y conciencia de nuestra propia
ignorancia), nos equivocaríamos como entrenadores si seguimos formando en
conceptos que, aunque puedan llevarnos a ganar, no sabemos si seguirán vigentes
cuando los alevines de hoy sean los senior del mañana y que, desde luego, no serían
fáciles de explicarle a un marciano recién aterrizado en La Tierra, por producto de una simplificación que sean.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS