Hay teorías para
todos los gustos, tal vez alimentadas por estos días oscuros de guerra y
calima, de aniversarios de pandemia y nostalgia del confinamiento, cuando
teníamos tiempo para leer y ver series y comentarlas con los amigos. Hablo de teorías acerca de la infancia, o de lo que queda de ella, ausencia reflejada en los ojerosos
rostros de los niños que entrenamos, menos atentos y motivados que nunca, menos
dotados para el deporte que antes por la ausencia de horas de calle, de
práctica informal, ni deliberada ni no, ni práctica siquiera; jugar era lo que
hacían los niños cuando eran niños.
A favor de los
padres de hoy en día debo decir que quieren ser los mejores del mundo. Simplemente
olvidan que es un error querer ser el mejor padre del mundo, igual que pensar
que tienen al mejor niño del mundo. Ambas cosas son improbables, la cuenta es
sencilla: uno entre miles de millones. Los de antes, menos ambiciosos,
probablemente más dejados y con menos posibles, lo sabían y aceptaban sus
limitaciones. La consecuencia era que los niños cogían solos el autobús,
volvían andando, hablando con sus amigos, y se quedaban a jugar en cualquier
manzana libre a la que de manera generosa llamaban parque.
Los padres de
hoy en día son más conscientes de la competencia que les espera a los adultos
del mañana, y esto no es un sketch de Les Luthiers. Saben lo difícil que es
acceder a un puesto de trabajo en una multinacional extranjera, ser un
directivo de éxito, un rostro conocido del gremio que elijan; no conciben otra
cosa: los otros niños trabajarán para los suyos, de ahí que muchos no los
enseñen a hacer las tareas de casa anticipando que nunca tendrán que hacerlo. La
mayor parte de ellos invierten en las competencias que hoy en día parecen
asegurar un futuro más o menos estable. No contemplan que estas puedan haber
cambiado en unos años y no creen demasiado en el valor de aquellas otras
transversales como la capacidad de comunicación, de procesar información o
tomar decisiones, justo donde el juego, cualquier juego, se erige en el
principal maestro.
Ocupan, de esta
manera, sus agendas provocando la escasez de tiempo y energía, también de libertad
creadora. Incluso aquellos profesionales que se especializan en la orientación
personalizada en diferentes sectores se dotan de recursos, herramientas o discursos
estandarizados para escalar sus actividades económicas y hacer rentable su
vocación. Su vocación y todas las horas invertidas en el pasado tratando de
garantizarse un futuro más o menos decente. Apenas queda margen para
la autodidaxia, para la autorregulación de conductas, el diseño de estrategias.
Todo les viene dado. Todo ha sido previamente diseñado. En exceso.
Los padres de
hoy en día, queriendo ser los mejores padres del mundo, se hacen una trampa a
sí mismos al erigirse en el pilar de la educación de sus hijos (y privando de esta misión al pueblo o sociedad del momento), aunque sea de
forma vicaria o delegada en todas las instituciones a las que los confían y de
las que pronto, como clientes, se convierten también en jueces y evaluadores, lo
que nunca haría un padre de aquella otra época, la del tabaco en los bares, la
de los corrillos donde nunca pasaba nada y uno no sabía distinguir entre la
tranquilidad y el pasotismo.
Ahora bien, ¿qué
hacemos como entrenadores? ¿Cómo enfocamos nuestra tarea con esos niños
ojerosos hijos de padres jueces que valoran su presencia en nuestra escuela o
club como una inversión, más o menos a fondo perdido, en la felicidad de sus
hijos o en la formación en todas aquellas competencias que no es capaz de
inculcar el profesor de inglés, el maestro de música, el tutor del colegio, el
canguro o los abuelos? ¿Debemos estandarizar los procesos, engrasar la cadena
de montaje, meter inputs, sacar outputs y presentar los resultados a los
accionistas? ¿O debemos ser ese espacio de caos relativamente ordenado donde se
juega de manera segura con unas habilidades que crecerán por igual de la mano
del orden que de la informalidad?
O quizá ya sea
tarde, y esos rostros ojerosos ya no sepan hacer nada por su cuenta, sin que
nadie se lo explique, se lo ordene y se lo mande repetir. Y puede que jugar,
después de todo, ya no sea esa cosa tan seria y divertida en la que podíamos
invertir tantas horas, sino solo otra tarea más a cumplimentar para
satisfacción más de otros que de uno mismo. Os cuenta todo esto un entrenador
que planifica al minuto las sesiones y que emplea mucho más de lo que le
gustaría el mando directo como método de enseñanza-aprendizaje, quizá aquejado por
el mismo mal que afecta a los que aspiran a ser los mejores padres del mundo.
Os lo cuenta convencido de que lo que tienen que hacer la mayor parte de los
niños con los que coincido es ponerse a joder ya con la pelota.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
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Un cordial saludo y gracias :)
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