Hace muchos años
me comentaba un entrenador amigo, citando al entrenador principal de su equipo,
que entrenar es entrenar en el conflicto, y que si este no surge es necesario
preocuparse hasta el punto de tener que provocarlo. Se asume que el ser humano
es por naturaleza egoísta, perezoso, indisciplinado y se acude a métodos
conductivistas para corregir comportamientos cuando las narrativas se vuelven
insuficientes para convocar las voluntades y provocar o conseguir las mejoras
oportunas. Y lo peor es que en demasiadas ocasiones estas pautas funcionan y
demuestran su efectividad por la vía de los hechos. Somos animales, me comentan a menudo, no sé si como lección o recordatorio.
El deporte de
alto rendimiento es así, una continua lucha por fracasar mejor. Son pocos los
ganadores y es difícil medir las victorias que no tienen reflejo en el
resultado. La sensación del trabajo bien hecho no soporta una derrota el fin de
semana, aunque el equipo contrario fuera objetivamente mejor en términos de
antropometría o talento. Es más, no siempre hay un traslado eficiente del trabajo
del martes, el miércoles o el jueves al domingo: competir es otra cosa, me
comentan a menudo, no sé si como lección o recordatorio.
Ser entrenador
es someterse a constantes lecciones de escepticismo y pérdida de fe en el ser
humano y los principios rousseaunianos. A veces parece cierto que fracasamos
educando a los niños y por eso no queda otra que castigar a los hombres, y lo peor es que a veces se comprueba: no hay rendimiento (o eso parece) sin cierta acumulación de ira,
desprecio o indiferencia. No hay relato, insisto, me alecciono e intento
recordar, que justifique los esfuerzos, la disolución de la identidad que
exigen los deportes colectivos y que no siempre el crecimiento de dicho
colectivo sirve para explicar cuando no sabemos realmente por qué lo hacemos y
somos incapaces de sentir los símbolos (el escudo, la ciudad…) como nuestros.
O puede que
suceda lo contrario, y que la misión no sea suficientemente atractiva, aunque
objetivamente llevar la nave a buen puerto suponga la supervivencia en términos
laborales de los marineros. No sé si nos equivocamos al dar por hecho que todo
jugador de deportes de equipo ha pagado, por el hecho de serlo, el peaje de ser
generoso. Estaríamos asimilando, lo que es mucho asimilar, que lo que los
condujo al baloncesto, o al fútbol, o al balonmano, fue el gusto por compartir,
un instinto genuinamente altruista o solidario. Sabemos que no es así, que el
germen fue egocéntrico, que al niño le gustó un deporte porque se emocionó al verlo
(él, no sus amigos), porque lo practicó y se divirtió (él, no sus amigos) o porque
encontró un rápido reconocimiento, interno y externo, a sus competencias y
habilidades. A las suyas y de nadie más.
Estas ideas que
quieren convertirse en certezas me tienen dividido. No me gustan las
estructuras, las instituciones, las religiones, los colectivos. Comprendo la
necesidad de vivir en sociedad y la existencia de todas ellas, la filosofía que
las inspira y apoyo alguna de sus reclamaciones, sobre todo cuando están
destinadas a mejorar la vida de los individuos. Y, sin embargo, siento que
muchas veces entrenar es crear una estructura por encima de las alargadas
sombras de los hombres (y las mujeres) y que el equipo es una suerte de deidad
en la que los jugadores tienen que creer con independencia de que se compartan, o no, las lecturas
sagradas.
Inspirar y
educar llevaría demasiado tiempo, tener un diálogo abierto y sincero con todos
los miembros de la colectividad, acudir cada poco al 3ºH, no solo a por sal o
aceite, es casi inviable en términos de eficiencia, así que nos vemos obligados a
homogeneizar, crear estructuras, categorías, ampliamente injustas, como lo son todas en sus márgenes. Y toca tratar como animales, claro, a los niños que no fueron
educados. Castigarlos para sacar rendimiento, sentarlos a rezar mirando a La Meca
o en el Muro de las Lamentaciones para conseguir esas victorias que lleven la
nave al puerto indicado. Y es así, me comentan, no sé si como lección o
recordatorio.
Pero uno duda,
aunque la duda sea enemiga del rendimiento y ganen siempre los chicos duros de
la clase, los que menos piensan o mejor se engañan. Y renuncia al silbato a la hora de entrenar porque en el principio
fue el verbo y porque el lenguaje, junto al uso de las herramientas, es la principal nota distintiva de nuestra subespecie. Y al pavlovianismo como método de mejorar el rendimiento porque
no sé si determinados medios justifican determinados fines, aunque medie una
relación contractual, un pacto que se firma en la quietud del verano y que
debería firmarse, para garantizar su validez, al concluir una serie de diez
suicidios.
Y se pregunta si esto es ser entrenador. Si puede serlo. Si quiere serlo. Si merece la pena.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
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