Junio siempre ha
sido mi mes favorito. Los vencejos apuran sus últimos vuelos en estas
latitudes, los aromas de plantas como el romero o la madreselva alcanzan su apogeo,
los días son largos y calurosos y las noches breves pero intensas. Durante la
infancia, el mes de junio inauguraba la temporada de juegos estivales, los
partidos al caer la tarde, los escarceos amorosos, protoeróticos, al filo de la
medianoche. Junio era el comienzo de un largo verano en chanclas y bañador, en
moto o bicicleta.
Junio era, al
menos en los años pares, el mes de mundiales y eurocopas, el epílogo del Giro, la ACB y
Roland Garros, el prólogo de Wimbledon y el Tour. Es decir, época de héroes
inalcanzables, ídolos de tez ennegrecida y gotas de sudor que, desde la sien,
descienden por los carrillos hasta acabar mezcladas con el polvo o el asfalto.
Junio encendía la imaginación de quienes ensayábamos burdas imitaciones de Baggio,
Edberg o Indurain en los parques del barrio.
Hablo en pasado. No de los vencejos y los olores, tampoco de las circunstancias meteorológicas
estacionales. Sí del deporte, claro, aunque los calendarios, más allá de las
circunstancias pandémicas, se repitan con estudiada cadencia, convocándonos al ejercicio
ritual del sacrificio, de la contemplación extasiada de los hombres en
el ejercicio agonístico, de la guerra en las modernas trincheras. Cerrado por
mundiales, se leía en la puerta de Eduardo Galeano, cuando llegaba tal
acontecimiento.
Hablo en pasado
porque la emoción ya no es la misma. Uno crece, claro, y humaniza, por la vía
de la comprensión, lo que le rodea, empezando por la divinidad de sus
progenitores. Uno estudia y analiza, escruta y valora, piensa y contempla desde
todos los puntos de vista la realidad hasta acabar amoldándola a unos esquemas
mucho más primarios, que son los que nos ponen cachondos y nos alinean,
irracionalmente, del lado de una bandera, un escudo o una idea. Los
argumentarios relacionados con el deporte se han sofisticado tanto como los de los políticos, tanto como se
ha domesticado la emoción, sujeta a cuestiones tan triviales como el lucro o la
necesidad.
Y entonces perdimos
junio. No el recuerdo de aquellos junios, ni de aquellos veranos, pero sí los
junios de emoción inenarrable, de alegría anticipatoria por todas las promesas que
anunciaban los sonidos y los olores de aquel mes en el que nos pasábamos la vida
mirando fútbol, tenis o ciclismo, recreando las imágenes en la cama, justo
antes de dormir. La culpa la tuvimos nosotros, que le contamos el secreto a los
adultos, que compartimos la información, el contenido del baúl, la fórmula de
la emoción incontenible.
Ignorábamos que
la utilizarían para transformar la batalla en un campo de batalla, la emoción
en un escenario para la emoción, el deporte en un espectáculo, los sueños en
una pesadilla con forma de casa de apuestas y tertulias infumables; junio en
una sucursal del Banco Hispano Americano.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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