Los buenos
maestros no ejercen de maestros, recordaba Andreu Buenafuente en una entrevista
reciente con Álex Fidalgo, citando un consejo, que no era tal, de su buen amigo
Karlos Arguiñano. O no deberían, coincido con Buenafuente, partiendo de los
principios de modestia y humildad que encarnaban, precisamente, los buenos
maestros, los de antaño, guiados por una vocación impenitente que actuaba como
única recompensa a sus esfuerzos.
Los buenos
maestros, añadiría, no son conscientes de que lo son. No tienen tiempo para
autoafirmarse porque siguen en la búsqueda, continúan en la senda, explorando
la naturaleza, indagando en las lecturas, estudiando sin que nadie se entere.
Sin que necesiten que nadie se entere. Los buenos maestros no están seguros de
nada, de ahí que duden, de ahí que expresen y transmitan ciertas dudas y que necesiten
la complicidad de los alumnos, de los buenos alumnos, cuando, al borde del
abismo, otros, muchos otros, se limitarían a empujarlos enterrando así a la
duda y al que duda.
Zidane es un
gran maestro. Porque no ejerce, porque es humilde, porque en él es fácil seguir
viendo al niño que empezó a patear balones en los barrios de Marsella y no al producto
que Adidas convirtió en ZZ, lo que no ocurre en muchos otros casos. Zidane es
un buen maestro porque no se preocupa en autoafirmarse, porque respalda siempre
a los jugadores en público y los reprende, estoy seguro, en privado. Porque
durante cinco temporadas ha sabido rodearse de cómplices que, al borde del
abismo de las dudas, lo tomaron del hombro, lo miraron a los ojos y se
confabularon para seguir luchando unidos.
Zidane es un
buen maestro porque sabe que el Madrid estaba antes que Zidane, y el fútbol
antes que el Madrid y que Zidane. Y la comunidad antes que el fútbol, que el
Madrid y que Zidane. Y así hasta remontarnos hasta el núcleo primero de este
milagro que es la vida. Y por esto era y seguirá siendo, aunque no ejerza, el
entrenador perfecto para un club llamado a padecer megalomanía, con más o menos
fundamento: Zidane bajó del cielo de Glasgow aquel balón y ha hecho lo mismo
con su ego y el de todos sus jugadores.
Contra lo dicho
anteriormente, me atrevo a decir que el fútbol, y el deporte, y la sociedad,
incluso, necesitan a Zidane: su normalidad, su prudencia, su sonrisa
desprovista de ironía como respuesta a la provocación maledicente de los
mediocres portavoces del morbo y los morbosos. Su amor primigenio y agradecido
a lo que hace, al fútbol, el modo tranquilo con el que ha ido redimiéndose de
aquellos accesos de rabia que revelaban un primitivo rencor hacia el que jugaba
con el fútbol, su querido fútbol, de manera mezquina e insidiosa.
Disfruta del retiro,
Zizou. Tú, que de adolescentes nos hiciste creer en los cielos gracias a tus
controles imposibles, y que ahora, ya de adultos, nos elevaste a la superficie
desde los inmundos cenagales en los que el fútbol, como espectáculo, se empeña
en sumergirse de la mano de dirigentes, técnicos y jugadores que ya olvidaron
el primer día que patearon un balón, algo que tú nunca has hecho.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
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