Esa puta sonrisa en la cara.
Los Bilardo y Mourinho del mundo
del fútbol, no creo que exista comparación posible en el baloncesto, pueden
acumular títulos, pero no son capaces de juntar las palabras del modo en el que
lo pueden hacer los Lillo, los Valdano, los Guardiola o los Menotti. Aquí
estoy, tratando de ordenar la tristeza, dice Azkargorta, en su perfil de Twitter, que le ha respondido
este último a la simple y protocolaria pregunta con la que se inicia cualquier
conversación: ¿qué tal?
Yo también estaría ordenando la
tristeza de haber sido capaz de semejante ocurrencia. En fin, el coronavirus
amenaza con llevarse por delante también la inspiración que otorgan los paseos,
los cambios de escenario, el sol, el aire y el contacto con el otro. Mi fortaleza
cede enteros, mi capacidad para seguir la oferta formativa, gratuita y de
calidad en su mayor parte, es cada vez menor. Siento que hay algo de obsceno en
que sigamos hablando del sexo de los ángeles, de la XIX encíclica papal o de técnica
y táctica individual con tantos muertos, enfermos y miseria económica y moral.
Entiendo que cada uno se distrae
como puede, y que hay que aferrarse a los cimientos de nuestra profesión para
justificar nuestra existencia, más aún cuando no dejan de llegar noticias alarmantes
que pospondrían un retorno a la antigua normalidad a 2021, 2022; sine die, en
cualquier caso. Se nos complica la obtención de pan por esta vía, se nos
estrecha el mapamundi. ¿Cómo podríamos aportar valor a la sociedad desde
nuestras humildes moradas? ¿Qué tipo de conocimiento atesoramos que no es
posible imaginarlo mejorando vidas, educando espíritus, disciplinando abusos de
libertad y excesos de ego, si no es con un balón en la mano?
Pero hablemos de la finta, y de
los límites de la finta. De los límites en la enseñanza de la finta, me
refiero. Enseñar a engañar es ofensivo. Si nuestros jugadores tuvieran calle,
cancha, barrio, nos mandarían al carajo. Como diría un antiguo presidente del
gobierno, ¿quién le ha dicho a usted que quiero que finten por mí? En fin, este
es el trigésimo cuarto día de encierro, y, aunque el país ya está regido de
facto por la Ley de O´Neal, a mí el número 34 me recuerda a Paul Pierce.
Paul Pierce es el tipo que me
enganchó definitivamente a los Celtics, de quienes ya me interesaba su
historia. Y lo hizo cuando perdíamos más que ganábamos y era incapaz de liderar
un proyecto. Lo cierto es que su físico nunca fue tan espléndido como para
poder situarse a la altura de las grandes figuras. Pero esa ausencia de
explosividad, precisamente, hizo el resto. Cada canasta de Paul Pierce era un
modesto truco de magia, un pasar de lento a más lento, o de lento a ligeramente
menos lento, como Valerón.
Y una finta por aquí, y un “parece
que me levanto pero no”, y un “¿lo ves? Ya no lo ves” y un constante duelo con
su defensor, con una enorme sonrisa en la cara. Y si queréis lo llamamos
técnica o táctica individual, lo encapsulamos y se lo enseñamos a quien lo
tiene todo menos esa puta sonrisa en la cara. En fin, les dejo, queda mucha
tristeza por ordenar.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA
TODOS
1 comentarios:
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