¿Y si fuera más sencillo?
Cuando hace casi
doce años tuve la sensación, y por momentos la certeza, de morir en un
accidente de avión sobre el Mediterráneo, de regreso de Túnez, me abracé a mi
compañero de asiento y recé, ahora bromeamos sobre aquello. Sin embargo, de nuevo
en la antigua Cartago, donde aterrizó de regreso la aeronave averiada, en lo
que pensaba era en la pericia del piloto para resolver la situación, en cuánto
nos habían ayudado sus kilómetros de vuelo, su veteranía. Cada Navidad le mando
una tarjeta dándole las gracias. No, en realidad esto no, no tengo ni idea de
dónde vive, pero sin duda, a pesar de llevar más de un mes en cuarentena, le estoy
muy agradecido.
Si entrenar fuera
como pilotar un avión lo tendría claro, elegiría a un comandante de vuelo con
muchas millas a sus espaldas aunque lo suficientemente joven como para mantener
intactas ciertas facultades físicas: la resistencia a la somnolencia, los
reflejos, un corazón sano,… Si entrenar fuera un saber procedimental, un mero “saber
cómo” entendería que se nos diera un manual al comienzo de la carrera y un
tutorial para desentrañarlo.
Si entrenar
fuera la tarea de un estadístico, el análisis de una realidad que se comporta
con parámetros regularmente ordenados, o desordenados, elegiría a un matemático
para ello. Ellos sabrían predecir con un escaso margen de aleatoriedad o
incertidumbre lo que va a pasar. Si fuera únicamente una rama de la preparación
física, de la gimnasia, elegiría a un experto en biomecánica orientado al
máximo rendimiento muscular, a incrementar la eficiencia energética de los
distintos procesos. Pero esto supondría reducir el baloncesto a un “saber qué”,
un saber al que también podrían acceder especialistas de otras áreas.
Cuando escucho a
entrenadores decir, probablemente con buen criterio, que el baloncesto es un
juego de espacios, me tienta llamar a un geómetra. Y cuando me dicen que es
una cosa de espacios y tiempos, me tienda ponerlo en contacto con el viejo
relojero de mi barrio. Lo que no haría, en ningún caso, es rebuscar entre los
materiales que fuimos acumulando a lo largo de los cursos de formación, y no
porque los crea obsoletos, que tal vez, sino porque creo que nos limitaron
muchísimo la visión del baloncesto.
Si para regresar
a salvo a Madrid tuvimos que echar mano de un experto piloto y un poco de
suerte, para triunfar en el baloncesto me aferraría antes a un extraterrestre inteligente,
capacitado para la comunicación y el liderazgo de personas al que le comentaría
la misma mañana del primer entrenamiento de la pretemporada las normas básicas
del juego: “pues mira, hay dos canastas, diez jugadores, cinco de cada equipo,
y se juega con un balón como ese, ¿lo ves?” Ah, bueno, le daría los mejores
jugadores del mercado y me aseguraría que viniera amparado por la fortuna y los
árbitros, quienes, aun siendo impecables profesionales, nadie lo duda, ejercen,
efectivamente, una influencia en el resultado de los partidos.
Sirva esta
exageración para concluir la siguiente tesis. Me parece que hay una sobreconceptualización
que contamina nuestra mirada, que nos hace poner el foco en determinadas
anécdotas y no en otras, y no en cualquier anécdota, sino en aquella que tiende
a confirmar nuestras teorías. Cuánto nos alegra compartir vocabulario,
soluciones o metáforas con los ponentes de las diferentes charlas que inundan
la red estos días, pero, ¿esto es bueno? Casi siempre que hacemos una
inferencia en baloncesto y pensamos que algo funciona partimos de supuestos no
extrapolables, los asumimos, los creemos y los confirmamos hasta el punto de
autoengañarnos sin revisar la validez de las premisas: "usted no tiene los jugadores de Obradovic, tal vez su defensa de pick and roll no sea la mejor para su equipo".
Nos olvidamos
muchas veces de la simpleza fundacional del juego: dos canastas, un balón, diez
jugadores. Tal vez si nos desnudáramos de todo el lastre de conceptos,
categorías, anécdotas, pudiéramos llegar a formas nuevas y más eficaces de
anotar y evitar canastas. No, no me digan que si nadie las descubrió en 129
años de historia es imposible hacerlo ahora. Llevamos 129 años mirando igual,
bautizando Kevin a todos los varones y Lucy a todas las mujeres de nuestro
país. Llevamos 129 años conduciendo bajo el manual o, gracias a dios, copiando
a los que un día se olvidaron de él y provocaron cambios repentinos en la
deriva. Y a expensas de los jugadores (que son los que más cambios provocan en
la práctica), el azar y las posibles equivocaciones de los árbitros, menos mal.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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