Veinticinco días, un cuarto de siglo.
Ha llegado el momento de
volver a jugar. Dejaré que pasen un par de horas, miraré a ambos lados de la
calle para asegurarme de que no hay policías y caminaré bajo las cornisas de
los edificios hasta la pista del viejo descampado, ahora un parque con ínfulas
de jardín botánico. Será tan tarde que el eco de los rebotes del balón contra
el suelo, el aro o el tablero, serán interpretados por los vecinos como
aspectos psicodélicos de un mal sueño. Uno puede plantearse aprovechar la
cuarentena para pasar droga, irse a la residencia de la playa o abrir un local
clandestino donde verter la frustración y consumir la vida, pero, ¿quién se pondría
a jugar al baloncesto a las dos de la madrugada?
Ha llegado el momento, ya son
muchos años. Uno empieza a entrenar como de broma, coge a su primer equipo
porque alguien pensó que lo haría bien, o para cubrir una necesidad puntual de
un club o colegio. O, como en mi caso, para evangelizar en el baloncesto a unos
muchachos excelentes que jugaban bien al fútbol pero podían hacerlo mucho
mejor, y divertirse más, si se cambiaban de deporte. Y así, como de broma, van
pasando los años, y los triples, las asistencias, esos rebotes que le robabas a
los grandes palmeando el balón y atajándolo en dos tiempos, esos piques,… todo
va cayendo en el olvido.
Han pasado casi quince años desde
que nos tomáramos la foto que ha aparecido hoy en la mesilla de noche. En mi
caso la cuarentena ha supuesto volver a casa, saludar a los viejos muñecos y
ordenar los recuerdos de la habitación. No estamos todos, faltan algunos, también el chico de catorce
años que quería ser Paul Pierce y Raúl López. Antes de que lo pregunten, mi rey
favorito era Gaspar y cuando me hice del Madrid por mi hermano había un anuncio
que, en fin, han caído siete desde entonces.
Supongo que este tiempo de reciclaje,
de fiebre formativa, videoconferencias sobre lo humano y lo divino, debería ser
también un tiempo para echarle un pulso a nuestra propia vocación y comprobar
su fortaleza. Encerrados en nuestros domicilios, podemos explorar en qué medida
echamos de menos bajar a la cancha, situarnos al lado de nuestros jugadores y
prepararlos y formarlos para ser competitivos el día de partido, esa y no otra
es la naturaleza íntima del deporte, al menos en los niveles profesionales o
semiprofesionales donde se trata de ganar el último partido, como bien insiste
Billy Beane, gerente de los Oakland Athletics, o al menos su alter ego de la
película Moneyball.
Tengo la teoría de que solo las
personalidades obsesivas pueden llegar a ser excelentes en sus respectivas
profesiones. De ahí que me pregunte a menudo por mis propios límites en un
oficio como este, más aún si me comparo con algunos compañeros, con la energía
y el entusiasmo con los que abordan el análisis, la descripción, los detalles,…
Creo, me pasa con todo, que soy demasiado consciente de todo lo que ocurre
alrededor de lo que hacemos, de que no soy capaz de autoengañarme sin ayuda de
dopamina sintética, prozac o como quieran llamarlo.
Me gusta el baloncesto, me gusta hablar
con los jugadores, asistir en primera persona a su mejoría, participando, si es
posible, en ella. Me gusta el aspecto psicológico, su inevitable analogía con la
vida misma, la incertidumbre de esa bola que gira en torno al aro y hará bueno,
o pésimo, el argumento de la obra. Me gusta, sí, pero me gustaba más tratar de
imitar a Raül López, como me gustaba más aquel chico de catorce años que ocupaba
este cuarto que ahora abandono a hurtadillas para bajar al parque.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA
TODOS
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