Mi modelo de liderazgo.
En la educación
sentimental de los individuos, más que los sucesos de la edad adolescente, iconográfica
y sobreactuada por definición, influyen las señales recibidas de forma
intermitente e indiscriminada durante la niñez. Esa suma de colores, lenguaje
de adultos, nombres inventados, presunciones francamente fantasiosas; todos
esos códigos indescifrables terminarán definiéndonos del modo más sigiloso
posible: confundiendo la esencia con su interpretación y asumiendo esta última
como un todo inseparable de nuestro yo más íntimo.
Entre esas señales,
una de las más confesables es el asombro que me producía ver pedalear a Miguel
Indurain por las cumbres alpinas, pirenaicas, dolomíticas; por las calles de
Bergerac o Luxemburgo. Nada nos congregó de forma más ordinaria y regular
frente al televisor que sentarnos a ver ganar a Miguel las tres primeras semanas
de julio. A verlo ganar y a hacerlo de
ese modo tan particular, objetivamente feo pero francamente hermoso.
¿O no era bello
acaso verlo bajar el Tourmalet para iniciar fugas históricas o abortar otras
que intentaban serlo? ¿O doblar corredores sin amagar siquiera cogerles la
rueda para aprovecharse de la ventaja aerodinámica? ¿O situarse una y otra vez,
sentado en la bicicleta, junto a Bugno, Ugrumov, Zulle, Chiapucci anulando sin
alardes la penúltima actitud díscola de un pelotón del que se granjeó el
respeto a base de una magnanimidad cesárea, sin precedentes ni secuelas?
Lo comeré
cuando llegue, no hay problema, le decía a su mecánico, nervioso por la
lentitud con la que servían la pasta en el buffet del hotel. Tenemos que
cogerlo igual, no te preocupes, le comentaba a su archirrival, Manolo
Saiz, ante el retraso del TGV que los conduciría hasta parís. Todas estas citas
están contenidas en el libro de Alasdair Fotheringham, un recorrido bastante
descriptivo y sin alardes por una carrera construida a partir del sufrimiento,
el cálculo de las energías basado en las sensaciones y la prudencia, la
templanza y la normalidad del hombre de campo.
La culpa
la tuvo el viento. Así empieza Indurain, una pasión templada, de Javier
García Sánchez, periodista que siguió a pie de obra aquellas hazañas sin
sangre, sudor ni lágrimas, aunque estas se acumularan a su final, por las
cuestas de Larrau, las calles de Villava o el ascenso del Fito en un epílogo
muy mejorable, entre otras cosas por el codicioso comportamiento de sus mentores, Eusebio
Unzué y José Miguel Echávarri.
Todo lo anterior para
hablar de cómo esta coincidencia temporal, este crecer a la sombra de Miguel,
ha influido en mi concepción del liderazgo. Una concepción que hereda del
ciclismo sin pinganillos y pretecnológico la humildad de quien se sabe en un
coche a cien o doscientos metros de la acción y entiende que esto, como aquello, es
cosa de los jugadores, y que más vale tener un líder, aunque ejerza el
liderazgo de esa forma hermética en que lo hacía Indurain.
Está bien,
saldremos cuando sea posible, les debe estar diciendo Miguel a sus
íntimos, a ese pequeño círculo que cuida y guarda con delicado celo, ahora que sabemos que la cuarentena se extenderá al menos hasta el día 26. Solo se me
ocurre una figura así en la historia reciente del baloncesto, un liderazgo tan
eficaz y silencioso, un estoicismo tan ajeno a los focos y los titulares, un
carácter templado, medido y, definitivamente, por todo ello, ganador. Se llama
Tim Duncan. Normal que el Echávarri de los Spurs viajara hasta las Islas Vírgenes para reclutarlo.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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