Me encanta la red, su papel de frontera,
una frontera que, como sucede con la línea divisoria entre dos estados, anuncia
un fluido intercambio entre dos realidades distintas. Un intercambio mediado por
esa malla que, situada a diferentes alturas, evita el contacto y exige nuevas y
creativas formas de intimidación. Una malla que garantiza el respeto entre los
contrincantes al fijar una distancia de seguridad y asegurar la inviolabilidad
del otro, de su sagrado cuerpo.
No me ha extrañado mucho leer que
William George Morgan, el creador del juego del voleibol había conocido a James
Naismith y era profesor, al igual que este, de una YMCA (Asociación Cristiana
de Jóvenes). Para su invención, precisamente, destacó la necesidad de encontrar
un deporte más sosegado que el baloncesto, hecho en el que resulta clave la ya
mencionada red. Tampoco extraña que se popularizara en Europa, de la mano de soldados
americanos, durante la I Guerra Mundial. Balones en vez de granadas, debían
pensar. Redes en lugar de trincheras. Qué alivio.
El origen cristiano se nota en su
carácter bienintencionado y en el comunitarismo (Avant la lettre) que promueve como
doctrina filosófica: la comunidad define al individuo. Así era también el
baloncesto antes de que los medios de comunicación y la sociedad que los
sustenta empezaran a demandar héroes, nombres concretos que ejemplificaran
determinadas virtudes casi divinas. Así era el baloncesto, un deporte que en
sus trece reglas originales no incluía la posibilidad de desplazarse con el
balón en la mano (tampoco regateándolo), hasta que el bote, recientemente, se
convirtiera en el gran protagonista de los ataques de los mejores equipos del
mundo, también de los principales programas de formación.
Ahora ya es tarde para querer
jugar a un toque, o a dos. Para fijar roles cerrados y, al mismo tiempo,
establecer rotaciones que eviten una especialización excesiva. Sí veo, en
cambio, cada vez más líberos en los equipos profesionales de baloncesto,
jugadores conminados a las tareas defensivas, profesionales de lo suyo, incluso
tan enérgicos y contagiosos como lo son estos especialistas del mundo del
voleibol, tan especialistas que ni siquiera visten el mismo color de camiseta.
Me sale el nombre de Matthew Dellavedova.
Pero nos costará ver en una pista
de baloncesto la naturalidad con la que se globaliza el error de un compañero,
no hay pausa para ello, es cierto, pero el siguiente balón muerto podría ser
una gran oportunidad. Y lo mismo sucede con el éxito, digerido con mucha mayor
indiferencia en el caso del baloncesto, donde la canasta se la apunta un
jugador, además del equipo. Eso a pesar de que, sin desdeñar la complejidad del
voleibol, el grado de cooperación que es necesario para anotar una canasta en
estático es superior, también mucho más sutil (un corte, una pantalla, un buen
pase previo al pase de canasta,…). Qué importante es la comunicación de todos
estos detalles: el agradecimiento expreso, la manifestación verbal, su
exposición pública. Y su reflejo en los contratos. Quizá también en las
estadísticas internas del equipo, una manera de contabilizar y poner en valor
el trabajo no visible, la cooperación necesaria en la comisión o evitación de
una canasta.
Hoy he estado viendo un partido
de voleibol a pie de pista y he captado muchos detalles (a buen seguro se me
han escapado otros) relacionados con la comunicación entre los jugadores que me
han mostrado, en las narices, las diferencias con el deporte hermano. Se me
antoja muy difícil que en el seno de un equipo de voleibol puedan surgir
rivalidades internas, pues todo se socializa hasta el extremo. Entiendo que
puede haber una cierta lucha por los minutos en determinadas posiciones, pero
hay sobradas variantes tácticas para que esto suceda en escasas ocasiones. He
visto numerosas disculpas aceptadas con naturalidad, responsabilidades
compartidas, méritos igualmente repartidos, una verdadera red de apoyo mutuo. No en vano, muchas veces el siguiente saque del equipo contrario busca hacer daño en la moral maltrecha de quien comtetió el error. Mejor que esté preparado.
Todo a cien pulsaciones por
minuto menos, con el cuerpo magullado por algún intento de salvar un balón,
nunca por la agresión legal o ilegal de un contrario. La clave es esa, el
sosiego que decía William George Morgan, pero también la colectivización de los
éxitos y los fracasos, algo que no ocurre en el baloncesto, donde el individuo
sube al cielo y baja a los infiernos arrastrando a su equipo, si es necesario.
Quizá debamos copiar algo del voleibol, aunque sea nuestro hermano pequeño.
Quizá haya que exigir cosas tan básicas como jugar a pocos toques (los tres
toques del equipo pasarlos al jugador: dos botes y un pase, un control y dos
botes), celebrar las canastas de cualquier compañero y aprovechar cualquier
balón parado para asumir globalmente el error de un jugador juntándonos en un
pequeño corro que exculpe al tiempo que responsabilice: fallamos todos, por lo tanto, les
fallo a todos. Y no solo a mí mismo. Y sin excusas que valgan. Y a por la
siguiente posesión. Juntos.
UN ABRAZO Y BUEN VOLLEYBASKETBALL
PARA TODOS