El baloncesto
español tiene sobrados motivos para iniciar 2020 subido en el tren del optimismo.
Los resultados de las selecciones nacionales absolutas, campeonas del mundo y
Europa, sumados a los que seguimos cosechando en categorías inferiores, hablan
por sí solos de la buena salud de que goza nuestra élite. Buena parte del
mérito, por cierto, hay que atribuírsela a la gestión del director técnico de
la Federación, José Ignacio Hernández, un salmantino dotado de una excepcional
intuición para la toma de decisiones estratégica y la resolución de problemas;
hábil, muy hábil, en la gestión de grupos humanos y en colocar a cada cual en
el sitio correcto, en el puesto para el que está mejor preparado.
Obviamente,
Lucas Mondelo y Sergio Scariolo son dos apuestas seguras, quién se arriesgaría
a decir lo contrario una vez observados su currículo e historial. En ambos
casos, además, se puede destacar una notable evolución, más reconocible en el
terreno táctico en el primero y en la dirección de grupos en el segundo, aunque
lo más relevante sea, en ambos casos, el modo en que sacan partido a sus
cuerpos técnicos, integrados por profesionales altamente preparados e indudablemente
comprometidos con la consecución de los objetivos.
Sin embargo, aunque
no me cabe duda de que las chicas conseguirán la plaza y ambos conjuntos serán competitivos
en Tokio, creo que la agenda de prioridades de todos los elementos vinculados
al baloncesto de modo más o menos profesional debe mirar más allá, tanto en el
espacio como en el tiempo. Entre otras cosas porque se avecina una crisis de
carácter estructural, claramente conectada con el modo en el que la sociedad de
concibe a sí misma y fija sus prioridades. Alguien, dotado a partes iguales de
información e imaginación, debe trasladarnos inmediatamente al año 2030 en el
supuesto de que, como viene ocurriendo hasta ahora, no haya cambios
sustanciales, nadie se siente a hacer este ejercicio prospectivo y todos, sin
excepción, se dediquen a librar sus particulares batallas diarias por un cuenco
de sopa, o un Ferrari (siempre ha habido clases).
Como muchos intelectuales
ya mencionan en sus obras, el principal mal del futuro próximo no será el
desempleo, que existirá pero no será observado como tal mal, sino la
irrelevancia. Una irrelevancia para la cual, por cierto, estamos creando un
caldo de cultivo inmejorable al haber encumbrado al individuo haciéndole sentir
dueño de su destino sin exigirle que se prepare para ello. Sí, me temo la irrelevancia
del baloncesto, en general, como alternativa de ocio, más aún la de las
competiciones domésticas, toda vez que el domicilio se haya convertido en un
parque de atracciones virtual, desde el que poder ver la NBA con las mismas
sensaciones que Woody Allen tiene cuando sigue a los Knicks en su asiento a pie
de pista (aunque creo que ahora no puede ir, por si lo linchan).
Alguien debería explicarles
a los gerentes de negocios pequeños, y la ACB y las competiciones FEB, más aún,
lo son, que es necesario asociarse para sobrevivir; cooperar y, desde luego,
ser pacientes en el reparto de los beneficios. Comprendo que todas las partes quieran
asegurarse el pan de cada día, y que es difícil remodelar una estructura
heredada, con una red de intercambio de favores que se pierde en el tiempo hasta
volverse infinita, pero alguien lo tendrá que hacer.
Si me preguntan,
en 2030 no deberían existir más que dos ligas masculinas de baloncesto, de 16 o
18 equipos cada una, en proyectos vinculados no tanto con estructuras anticuadas
como los clubes, como sociedades multifuncionales que entiendan el baloncesto
como una rama que les aporta valor en áreas relacionadas con el
entretenimiento, pero también la educación o la simple imagen de la marca. Sociedades
en las que los gobiernos locales puedan participar, dentro de su propia agenda
de marketing urbano, aunque para entonces este haya cambiado también dramáticamente.
Dos ligas regidas por un estamento superior cuya supervivencia esté íntimamente
unida al éxito económico del modelo: no es sostenible una Federación operando
al margen de los clubes, pidiendo antes que dando.
No veo a más de
36 sociedades financieramente viables, saneadas y responsables en los pagos y
en la garantía de unas condiciones adecuadas para sus empleados, tampoco con una gestión profesional en áreas relacionadas como el marketing o la contabilidad: ahora tenemos
60 equipos entre LEB Plata y ACB. No veo a más de 15 jugadores por generación
con nivel para jugar profesionalmente, aspirando a ofrecer, al mismo tiempo, un
espectáculo suficiente para competir con las series, la realidad virtual, los
juegos electrónicos, el poker o el satisfyer. Si la media de años en activo es
diez, 150 jugadores españoles podrían jugar al mismo tiempo en esta nueva
competición, entre cuatro y cinco por equipo. Y lo mismo puedo decir de los
colegas entrenadores, para quienes el corte se nos debe volver a todas luces más
exigente. No veo otra forma de huir de la autocomplacencia y de dejar de
ofrecer un producto tan mediocre.
Ahora bien,
retomo mi lado romántico: en paralelo debe avanzar la asignatura baloncesto, un
modo de acceder a conocimientos transversales (habilidades motrices, comunicación
no verbal, geometría, inglés, la capacidad de trabajar en equipo, la resolución
de problemas, la toma de decisiones en tiempo real,…) a través de un juego, con
el aval que ello supone en términos de motivación. Allí deben caer los mejores
pedagogos, las personas más desprendidas, los egos menos inflamados; allí, a la
escuela, pública o privada, deben acudir nuestros mejores hombres (y mujeres)
armados de estrategias motivadoras y marcadores sin pilas, pilas que no pondrán
hasta que los chicos (y chicas) se exploren a sí mismos y se conozcan también a
través del otro, hasta que no conozcan, no las reglas, sino su sentido, y hasta
que amen entrenar por entrenar.
Luego déjenme
marcar dos puntos para la agenda 2020:
1. Jibarización del actual modelo de competiciones,
artificialmente inflamado por asunción de una herencia insostenible. ¿Cómo?
Incrementando, con sus correspondientes medidas transitorias, los estándares de
exigencia a los diferentes proyectos (pagar un aval y un canon no es garantía
ninguna de que se van a hacer bien las cosas). Este hecho repercutirá en una
mejora radical del nivel de las competiciones, de los departamentos de
comunicación, marketing, medicina, fisioterapia,… de los clubes. También de sus
cuerpos técnicos, obligados a sacar lo mejor de sus jugadores, que tendrán un mayor aliciente, pero al mismo tiempo una mayor responsabilidad.
2.
Desarrollar un documento de “Baloncesto en la escuela”
como proyecto de asignatura, extraescolar si se quiere (para qué condenarnos a
seguir un currículo decimonónico), o alternativa para que los padres puedan
llevar a sus hijos a formarse en mil competencias transversales mientras juegan
al baloncesto, un deporte que en sus 128 años de historia se ha caracterizado
por su natural fusión con la academia sin renunciar, al mismo tiempo, a ser un
ascensor social determinante en áreas de alta pobreza y (por ende)
criminalidad. Este documento deberá incluir una formación para que pedagogos,
por un lado, y entrenadores superiores de baloncesto, que deseen participar de
este gran programa, subvencionado por fondos públicos, puedan acceder a ella. Y
este programa, al contrario que el curso de entrenador superior o el Máster de
Secundaria, deben capacitar y certificar convenientemente, sin que a nadie le
tiemble el pulso, a los pocos perfiles capaces de convertir al baloncesto en
esa varita mágica que puede llegar a ser y que a veces reducimos al pobre arte, muchas veces aburrido, como dice Popovich, de meter o fallar canastas.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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