Termino
la lectura de Open, la autobiografía de Andre Agassi, con una mezcla
de emoción y gratitud. El libro ha conseguido su objetivo, pues,
aunque no pasa desapercibida su intención deliberadamente
autocomplaciente, ha hecho que me involucre con los avatares de
su protagonista, que me identifique con muchos de los pensamientos
que lo recorrieron y angustiaron durante una carrera de más de
veinte años, durante una vida que se aproxima a los cincuenta y que incluye ocho torneos del Grand Slam y una
medalla de oro en los Juegos Olímpicos.
Ahora
comprendo lo absurdo de animar a Sampras en aquellas batallas, una
máquina mucho más perfecta, una máquina, el resto es pleonasmo. No
justifican aquella posición la elegancia de sus voleas, o la del
revés cortado, mucho menos aún la tiranía que ejerció sobre el
circuito en las pistas de hierba y cemento. Sampras era un monolito
siempre a cubierto, Agassi un desierto de arenas movedizas expuesto a
todos los agentes meteorológicos, a noches de helada y mediodías
abrasadores. Agassi representaba la existencia humana, con todas sus
contradicciones, mientras que Sampras era el paradigma del “deber
ser”, en cuya aspiración caemos siempre derrotados. Repito, no
había motivos para ser de Sampras.
Como
entrenadores, el constante carrusel emocional y, por lo tanto, la
inconsistencia de las rachas de juego de Andre, son una fuente de
información muy valiosa. El propio determinismo de su vida –nació
condenado a jugar al tenis– nos informa de un tipo particular de
individuo, cada vez más habitual, adoctrinado a conciencia y, bajo
el prisma del sentido común, en exceso. Sin embargo, al mismo
tiempo, su éxito, como el de otros tantos, nos informa del estrecho
espacio que la excelencia concede a los que aspiran a habitarla.
¿Estamos dispuestos a perseguirla obsesivamente?
Andre
odiaba el tenis porque la pista, que puede ser un universo de
infinitas posibilidades, por fijadas que estén sus medidas, adquirió
pronto el aspecto de una jaula. El “dragón” le enviaba las bolas
tal y como determinaba su padre y este había de devolverlas al lugar
que este nuevamente indicaba. No había espacio para la
creatividad. El juego encerraba unas reglas biomecánicas que el
cuerpo debía memorizar sin cuestionarse. Esta es una cuestión que
ha llegado hace poco al mundo del baloncesto, antes partícipe, a su
manera, de estos métodos de entrenamiento que ahora se debaten por
su falta de contexto, tanto que el trabajo por cero se reduce
drásticamente o se matiza con la inclusión de una toma de
decisiones que va más allá del “read & react” por incluir
nuestro juego, el baloncesto, una mayor suma de combinaciones
posibles. ¿Dónde está el equilibrio?
Acepto
como buena una realidad a priori objetiva que afirma que el tenis es
un deporte individual. Pero ojo, el tenista juega solo, sí, pero
entrena en equipo. Es más, diría que un jugador de tenis
profesional se encuentra más arropado que un jugador de baloncesto a
lo largo de todo el proceso. Durante un entrenamiento, cada pelota
lanzada, cada proceso de toma de decisiones particular, o la fijación
de una estrategia, es consensuada por un equipo, el mismo que estará
sentado en los palcos habilitados para ello actuando a favor de su
jugador, recordando con simples gestos, o con su mera presencia, todo
lo hablado durante días, meses o años.
El
jugador de baloncesto, sin embargo, se diluye en la masa informe que
representa el conjunto, se presta a lo que se le pide, es juzgado antes que acompañado.
Entra a la cancha sin una idea clara del orden del día y la abandona
sin un feedback concreto, no, al menos, tan completo como el que
recibe un tenista. Su soledad, contra todo pronóstico, es superior a
la del jugador de tenis, también en los partidos, donde no tiene un
palco al que mirar, ni siquiera un entrenador dedicado en exclusiva
a recordarle sus puntos fuertes. Creo que se ganarían más partidos
con un cuerpo técnico volcado en el trabajo de visualización de sus
jugadores, el entrenamiento individualizado y una comunicación a
medida que con cuatro hombres de traje rodeando al entrenador. ¿Qué
opináis?
Por
mucho que conozcamos a nuestros jugadores, su número nos obliga a
simplificar la información que tenemos de ellos, lo que conduce
inevitablemente al prejuicio. En la ausencia de comunicación, muchas
veces determinada por un calendario asfixiante, una y otra parte
inventan para alimentar las teorías que necesitan, rellenan como
pueden los huecos. De hecho, la imposibilidad de canalizar tantos
mensajes distintos, tantos metapensamientos, conduce a muchos
entrenadores a la opción de neutralizarlos. Disciplina máxima, aquí
nadie piensa, aquí se hace lo que yo digo, que soy el único que
valora la globalidad. ¿Cabe otra opción? Tal vez sí: fijar mensajes
grupales, autorregularnos desde la comprensión de nuestra
“humanidad”, con todos sus pecados capitales.
La
pregunta es obvia y se impone al discurso mantenido hasta ahora.
Quien se apunta a un deporte colectivo, quien acepta jugarlo,
¿renuncia a su individualidad, acepta no pensar, se encarama al
árbol y ocupa únicamente la rama que le ha sido asignada? Y si esto
es así, que me parece que en cierta medida puede serlo, ¿estarán
las nuevas generaciones preparadas para ello: para ser acompañantes
del héroe, testigos directos, sujetos “amaestrados” para la
realización de una labor muy concreta, sobre la que están impedidos
para emitir un juicio?
En
fin, mi consejo es que lean Open, un repaso a la carrera de uno de
los tenistas más interesantes de la historia, y que abran su mente a
extrapolar lo que allí se dice a una realidad muy distinta: la de su
día a día, también como entrenadores.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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