Qué invento este, el de la
globalización, tan inevitable como sorprendente, tan abrumador como sutil. Nunca
un juguete duró tanto en las manos de un niño; supongo que se trata de su
habilidad para mutar, evolucionar y reproducirse, cada día, a partir de sus propios
esquejes.
A la globalización le debemos estar
agradecidos. En su vertiente de comunicaciones y transportes, posibilitó el
intercambio que hizo que el baloncesto llegara a nuestras fronteras y le
diéramos la bienvenida, primero como instrumento escolar y educativo y, poco a
poco, como servicio de entretenimiento, obra de teatro sin guion protagonizada por
seres inusualmente hábiles, atléticos y especialmente altos.
Pero sobre la globalización, al mismo
tiempo, podemos emitir muchos y variados reproches, sobre todo en su faceta
estandarizante, esa que da valor a las modas, lo uniforme, homogéneo o correcto
censurando, con el silencio, al diferente. Cuesta creer que, ahora que todos
los seres conectados en red son portavoces cualificados de opiniones y
pensamientos, estas sean todas tan parecidas entre sí, tan políticamente
correctas o tan semejantes a las de los líderes y abanderados.
Lo mismo ocurre en baloncesto, donde se
analizan datos sobre el pasado para predecir comportamientos futuros, donde
el peso de la tradición sigue marcando la enseñanza de los fundamentos, con
escaso sentido crítico, y donde la respuesta para todas las preguntas, que
también son las mismas, por supuesto, sigue siendo el “citius, altius, fortius”
que pronunciara el Barón de Coubertin hace casi ya 125 años.
Está claro. Sin Claver, su físico
portentoso y su intuición para acudir donde se le necesita, hoy no hubiéramos
ganado a una Serbia más fuerte, más alta y más rápida. Pero, no sé si coinciden,
hoy hemos ganado por “creativitas”, una palabra inventada que encuentra su
definición en cada control sin sujetar el balón, en cada acción con agarre a una
mano, en cada solución táctica de Rudy para jugar contra la sobremarca de las
líneas de pase (pase al siguiente y triangulación, trayectorias en curva hacia
el balón para recibir tras bloqueo,…) o en cada toma de decisiones en defensa
contra todo manual o sentido común baloncestístico, yendo a robar en muchísimas
situaciones donde el pensamiento único recomienda ser conservador y poner,
simplemente, un cuerpo entre el balón y la canasta, no saltar o solo fintar.
Y me alegro. Me alegro por todos los
poetas del 98 y el 27 que quedaron fuera del canon de Bloom, entre otras cosas
por no hablar el idioma de la nueva religión. Y por todos los jugadores que
vieron cortada su progresión por un entrenador que no alcanzaba a ver tan lejos
como ellos, ni a la misma velocidad (y les pidió ver menos cosas, y jugar más despacio). Y un poquito, solo un poquito, por
oposición a los correligionarios del nuevo dogma del Big Data y la estadística avanzada, a quienes me declaro deportivamente enfrentado, no en la búsqueda de la
razón, que sin duda los avala, sino por quererme explicar punto por punto un juego que me
enamoró cuando, precisamente, no entendía nada.
Para esta España del siglo XXI, que
aún vive de los genios que rozan o pasan de los 30, ser competitiva es sinónimo
de ser más creativa. También de ponerle eso que hace falta, un poco más de
sacrificio, un tanto de mala leche y mucha concentración, por supuesto. Pero sobre
todo creatividad para dar respuestas técnico-tácticas distintas donde otros
ponen siempre un poco más de lo mismo, aunque más rápido, más alto y más
fuerte.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS