Tengo
muchos motivos para seguir acudiendo cada verano a diferentes campus.
En todos ellos, de manera más o menos casual, coincido con buenos
amigos (el concepto de amistad es más laxo cuando se trata de
basket, nos basta con respetarnos cuando hablamos de
baloncesto), me reencuentro con chavales –sí, aunque no sean los
mismos reencontrar es la palabra exacta– cuya ilusión aún no se
ha visto corrompida y entreno a mi cuerpo, entre otras cosas por el modo en que se alargan las reuniones nocturnas, para lo
que le espera durante la temporada. Tras tres semanas casi
consecutivas, agradezco el parón pero, al mismo tiempo, echo de
menos la pista y la enseñanza, también las bromas que nos cruzamos,
muchas de ellas ácidas, sobre esto que, no sin cierta sorna,
llamamos profesión.
Este
año, además, concretamente durante el Campus Gigantes que tuvo
lugar en Valladolid, sufrí una suerte de revelación. Una
epifanía que me ha llevado a replantearme el modo tradicional de
enseñanza, basado, por más que se debata (acompáñenme, si no, por
los colegios de cualquier ciudad), en la adquisición de una serie de
herramientas motrices relacionadas con los tres elementos que definen
el baloncesto respecto a otros deportes: el bote, el pase y el tiro.
Toda una putada para los chavales, cuya mano es infinitamente más
pequeña que la del balón y su musculatura se encuentra aún por
desarrollar. Toda una aberración desde el punto de vista del cuidado
de la autoestima, por más que haya que sembrar sin pensar en el
fruto, por más que crea firmemente en la idea de plantar árboles
que no veremos crecer.
Todo
lo que hacen los jugadores pequeños es compensar su falta de fuerza
con gestos que el día de mañana habrá que borrar de su memoria
muscular (giro de caderas, que
conduce a rodillas mal alineadas, y hombros, apertura exagerada y
posición heterodoxa de los pies, manos demasiado juntas en el balón,...). Cuando lleguen a tener
un cuerpo de adulto su tiro será totalmente diferente (un gran
entrenador de tiro les pedía quedarse cortos, pero tirar bien.
Quedarse cortos, repito), y lo mismo sucederá con cada uno de los
fundamentos, viciados de origen para no sufrir el ostracismo, el
aislamiento social que sufre el que no es hábil o diestro a juicio
de los demás (menos mal que somos libres). Menuda putada, insisto.
Con la cantidad de cosas que podrían aprender –tocar el piano,
hablar idiomas, relacionarse,…– mientras van de cono en cono
adquiriendo una coordinación excesivamente específica que, en el
mejor de los casos, les podría servir para imitar el
caminar de un borracho.
Ello
por no hablar de lo que les ocurre a los jugadores grandes.
Incapaces de poner un balón en el suelo sin que sea rapiñado por
los hambrientos roedores en esa selva de características
evidentemente darwinianas en que se convierte, demasiado pronto, la
cancha. Niños que tienen que hacer un esfuerzo enorme para mover
palancas excesivamente amplias sin tener la fuerza necesaria en el
otro extremo de las mismas. Niños que llegan tarde a todo porque
mientras accionan el movimiento de echar a andar, o a correr, los
demás ya han llegado a la otra pista. Para eso que les compren
entradas a pie de pista en el Staples.
Luego
te encuentras con que apenas cuatro o cinco gatos contados llegan a
selecciones sub 16 o sub 18 después de haber sido los mejores en
minibasket. Y con casos bastante habituales de chicos, más chicos
que chicas, que empezaron a jugar hacia el final de su adolescencia
(Embiid, Willy, Raúl Pérez, sí, el tirador) y que llegaron a
dominar las herramientas antes mencionadas en muy escaso tiempo Y te
llenas de argumentos para retrasar el inicio de la competición, como
ya hacen en algunos países avanzados como Canadá donde insisten en el "learn to train" y el "train to train", o para invertir
el tiempo que dedicamos a la técnica y a la táctica individual (y
hasta para cambiar el nombre de estos tecnicismos), priorizando la
práctica de la intuición, de la inteligencia espacial, del ingenio
en la búsqueda de soluciones, sobre los conceptos que, a veces sin
darnos cuenta, empezamos a implantar reduciendo el vasto número de
posibilidades que encontraría un niño si en vez de un mapa del
mundo le enseñáramos eso, el mundo.
Urge
sustituir el concepto por la metáfora (la puerta atrás es una
colleja al defensor despistado o una palmadita por lo bien que lo ha
hecho). Hay que celebrar el error como si fuera un triple sobre la bocina
en vez de ser conservadores para intentar ganar el partido del
próximo domingo, aunque sea la final del Campeonato de España mini
en San Fernando, pidiendo pases de pecho o consumir las posesiones. Hay que eliminar el sesgo
pavloviano con el que seguimos educando (silbatos, conos,
rutinas,...) en la búsqueda de un silencio absoluto, un orden
perfecto, un juego que se ajuste a las categorías que llevamos
preconcebidas, reduciéndolo a algo tan infinitamente pobre en
comparación con lo que podría llegar a ser que me doy hasta
vergüenza a mí mismo por haberlo hecho tantas veces (y las que vendrán).
Y
volveré a los campus, claro, a verme de nuevo con los viejos amigos,
a reencontrarme con los jóvenes aún enamorados del baloncesto.
Eso sí, si me dejan, y aunque no me dejen si consigo que siga grabada en mi piel esta
sensación que apenas me deja escribir, la próxima vez lo haré diferente. Al menos pretendo celebrar como un gol por la escuadra el pase que termine en la
grada buscando una línea de pase que yo no vi. Que no nos jugamos la vida en cada partido, coaches. Que seguimos sin gobierno y aquí no ha pasado nada.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS.