Ayer una persona
del baloncesto me decía que todo lo que tienen que hacer los chicos en una
pista es divertirse, regresar a casa con una sonrisa, contando anécdotas,
aunque sean sobre un compañero que se tropezó al ir a solicitar el cambio o sobre
las zapatillas rosas del árbitro (que, por supuesto, pedirá para su
cumpleaños). No le dije, porque suponía abrir un debate en un foro que no era
el apropiado, que para el tipo de diversión de la que él me hablaba existen piscinas
de bolas, hinchables, restaurantes de comida rápida, pintacaras,… Actividades y
centros de ocio que no deberían constituir una competencia para el baloncesto
de formación al que en otra entrada definí como “su asignatura favorita”.
Entre otras
cosas porque en un hinchable o en una piscina de bolas el entretenimiento es esencialmente
egocéntrico: gana el que se lo pasa mejor, aunque sea empujando al de al lado, no
respetando los turnos de juego o luciéndose de cara a los adultos, tres
comportamientos incompatibles con ser un buen jugador de baloncesto. Por el
contrario, en el seno de un equipo, la diversión o es colectiva o no es, porque
las satisfacciones derivan de acciones conjuntas en las que al menos dos jugadores
intervienen. Es más, incluso cuando los protoonanistas compulsivos amasan el
balón necesitan la colaboración de un segundo y un tercero que, con sus
movimientos le proporcionen espacio.
Es más, en
baloncesto, como en todos los deportes de equipo, un factor clave es la
concentración, incompatible a todas luces con esa diversión exhibicionista y
egocéntrica de la que esta persona me hablaba. La desconcentración vuelve
inútiles los esfuerzos de quienes hacen lo correcto, genera desconfianza,
siembra discordia y, por lo tanto, impide esa diversión colectiva de la que yo
hablo. Del mismo modo, para que el baloncesto sea entretenido, al menos desde
mi punto de vista, no caben comportamientos irresponsables, autovaloraciones
generosas de las acciones de uno mismo, la típica exculpación que sigue al
lloro de un niño que acaba de romper un recuerdo de Benidorm: “se habrá caído solo”.
Tampoco dedos que señalan, que apuntan como la mira del rifle a quien no dio un
pase que, en el noventa por ciento de los casos, no vio.
De ahí que el
entrenador deba convertirse en la pesadilla del ochenta por ciento de los
padres (aunque yo he dado casi siempre con el veinte restante), incómodos observadores de los sacrificios de sus hijos, sufridores por
cuenta ajena de sus minutos en el banquillo, de las correcciones tras una mala
decisión. Es lo que tiene asistir in situ a la reunión de evaluación, donde se
discuten las notas y, en este caso, se reparten los minutos, las oportunidades
de lanzar, el rol dentro del colectivo. Surgen así las comparaciones y, como
casi siempre, cuesta alegrarse por el vecino que se ha comprado un Mercedes y
aceptar que el 600 ya no funciona como antes.
Por eso huyo del
“que se diviertan”, de la ligereza con la que lo pronuncian aquellos que nunca
estuvieron en la trinchera defensiva o asediando el fuerte contrario. Los estándares
de exigencia, cada vez más bajos, son los mismos que los de la diversión, un
sustantivo que pierde peso cada día que lo convertimos en sinónimo de
distraimiento, pereza autocomplaciente o narcisismo. Ahora que tememos por un
retroceso en los derechos sociales, haríamos bien en alinearnos también en
contra de esta espiral de banalidad que impregna relaciones, compromisos laborales y,
quizá lo más grave, también el juego, esa cosa tan seria.
Pero que se
diviertan, claro, sacrificando el cuerpo para forzar una falta de ataque y
evitar una bandeja (aunque lleguen magullados a la comida familiar del domingo), esprintando para llegar los primeros al ataque, pero
también a la defensa (aunque lleguen reventados a casa), jugando sin balón, haciendo lo correcto (aunque no se vea); regulando los
impulsos egoístas, no los esfuerzos. Que se diviertan, claro, aplaudiendo las
buenas acciones de sus compañeros (también de los rivales, por qué no),
comunicando sus puntos de vista con humildad, no con soberbia, aceptando la
honestidad y la falibilidad del árbitro (cuestionarla es cuestionarnos a nosotros
mismos), entendiendo que si no crearon una ventaja otro lo podrá hacer por
ellos, pues no son superhéroes. Son humanos, felizmente humanos. Y jugadores de
baloncesto, no simplemente niños que confundieron, guiados por un mensaje equivocado, ese lugar sagrado de la
solidaridad y el sacrificio, que es una cancha, con una piscina de bolas.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
Perfecta explicación. Con una muy buena sintaxis, al nivel de la verdad que trasmite. Lo único que creo que debería haber aclarado e artículo es las edades que comprenden la "formación". ¿ Sirve el criterio igual para un benjamín que un cadete?
Saludos
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