La escritura no brota de forma espontánea, requiere de un esfuerzo. Hay
que pensar. Pero pensar puede ser difícil, una tortura, incluso extenuante. La
naturaleza humana se resiste a este esfuerzo. En palabras del pintor inglés
Joshua Reynolds (1723-1792), “una persona recurrirá a cualquier tipo de táctica
con tal de evitar el auténtico trabajo de pensar”.
(Leído en “La escritura
transparente, cómo contar historias”)
Últimamente he estado leyendo
sobre diferentes temas que, sin saber muy bien cómo, se entrelazan e intersectan
con sorpresiva naturalidad. Voy de la cancha a la biblioteca procurando encontrar
qué hay detrás de estos nudos y siempre termino rindiéndome cuando me asalta el
hambre y me detengo en la cafetería a pedir un café con leche y un pincho de
tortilla. Nada me empuja a llegar al final del razonamiento, a buscar nuevas
conexiones, por locas que parezcan, entre el pick and roll, la educación
sentimental y la creación literaria. Requiere menos esfuerzo hundir el tenedor
sobre el huevo apenas cuajado y mirar al frente con un falso aire de curiosidad
–en realidad, lo reconozco, solo pienso en saborear la tortilla--.
Berta de Vega, con su artículo “Ni notas en clase ni marcadores en baloncesto: el fin de la competitividad de los niños burbuja”, publicado en El Mundo papel el pasado 3 de enero, ha abierto de
nuevo el viejo debate de la competitividad, una suerte de Caja de Pandora donde
tantos unos como otros nos posicionamos en función del sistema con el que fuimos
enseñados y su posterior evaluación. Así pues, es posible que fuéramos educados
en el rigor y la competitividad y nos sintamos orgullosos por ello, o que
detestemos el monstruo en el que nos convirtió (cuando uno no es competitivo tiende
a exculparse de todo lo que le pasa, siendo los culpables el sistema, los
padres o el cometa Halley en el mejor de los casos). Por otro lado, tal vez sintamos
la nostalgia de todas aquellas redes de cuidado en las que fuimos educados sin
la necesidad de ser los mejores. Aun desafinando, golpeando el balón con la uña
o bailando fuera de ritmo, nuestras familias, tal vez aceptando su cuota de
responsabilidad, nos dieron cariño y asilo.
El problema, una vez más, es que
el debate se plantea en términos de máximos y por competir se hacen equivaler sinónimos
de corte belicista como machacar o aniquilar, creyendo ver en cada partido,
evaluación o casting un todo o nada que en realidad nunca es tal. En todo caso,
y hablo ya de baloncesto, la derrota es solo la antesala de una nueva
oportunidad para demostrar las mejoras, los frutos visibles de un trabajo
silencioso que es, en definitiva, la verdadera recompensa. Ya saben, “un
esfuerzo total es una victoria completa”.
Estoy convencido de que
competir es la mejor forma de aprender las reglas, pues solo en el fragor de la
batalla se observa la necesidad de pelear bajo unas leyes, usos o costumbres
que eviten comportamientos caprichosos o arbitrarios del rival (¿se acuerdan de
aquel listo cuyos tiros siempre entraban, aunque pasaran por encima de la
sudadera que hacía de poste?). También de aprender la compasión, quién mejor
que quien ha sido derrotado para comprender el dolor de quien se encuentra sobre la arena.
Compitiendo uno aprende a
responsabilizarse de sus acciones, se explora a sí mismo, lo que le lleva a
conocerse mejor, se compara, sí, lo que de la mano de un buen maestro puede
llevar a un aprendizaje por imitación o referencia (y no a envidias o
hundimiento de la autoestima). Y si además lo hace en un deporte de equipo aprenderá
a poner al servicio de los demás su talento, se sentirá arropado para probar
nuevas habilidades y adquirirá otras impulsado por el afán de contribuir más y
mejor al colectivo.
Estoy de acuerdo en el que el
suspenso no puede ser una pena pública o sambenito, y en que es de buen
profesor corregir en privado (también elogiar, desde mi punto de vista) evitando
cualquier sombra de escarnio innecesario. También en que la motivación debe
surgir del interior de cada individuo y el trabajo y la mejora ser fines en sí
mismos, no medios ni herramientas. Pero no veo que todo esto sea incompatible
con que un marcador, una nota o un rechazo nos digan dónde estamos (no quiénes
somos) en comparación con un rival, la media de una clase o la opinión de un
experto.
La verdadera derrota del sistema
es abandonar la competición como laboratorio de ensayo o escenario de una obra de teatro que se parece, aunque vagamente, a la vida. Plegarse a este buenismo que conduce
a la pereza y la inacción, al “qué hay de lo mío” y “a ver quién me salva el
culo esta vez”. Quizá no sea más que otra forma de conducirnos lentamente a la
apatía y la aquiescencia con la que aceptamos que nos llamen gilipollas a
diario.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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