De
Perasovic a Ivanovic. De Ivanovic a Perasovic pasando por Ivanovic.
De Pesic a Pesic pasando por Ivanovic. ¿De Mourinho a Mourinho? Faltó poco. No
hace falta ser criminólogo para acertar con el perfil de las
personas que eligen a estas otras personas para hacerse cargo de
alguno de los más grandes proyectos deportivos de nuestro país. A
buen seguro son hombres de más de cuarenta años, o casi, con una
larga trayectoria empresarial y un espíritu profundamente
conservador. Todos estos factores explican los continuos
nombramientos de machos alfa con amplia experiencia y pasado en el
club, lo que implica una cierta relación personal, una afinidad que
puede resultar clave en períodos de crisis. También un poso de
pereza (y una agenda saturada), que les desaconseja abordar una búsqueda exhaustiva, iniciar
el proceso de selección que un proyecto de estas características
demandaría. A este por lo menos lo conocemos, piensan.
No
pretendo negar con ello la oportunidad de la experiencia; en la
segunda acepción del diccionario se define como práctica prolongada que
proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo. Me chirría
más la tercera: conocimiento de la vida adquirido por las
circunstancias o situaciones vividas, luego me explicaré. Admito
la experiencia como un valor a tener en cuenta, un añadido
indiscutible a la calidad de un entrenador que debe ser estimado por
la dirección deportiva de los clubes, pero niego la mayor.
Vean,
o no, este órdago. España gana dos Eurocopas y un mundial con una
selección bastante joven e inexperta, dotada de un talento inmenso
y, sobre todo, ignorante de la palabra “derrota”. La arrogancia
con la que Iniesta, Xavi, Ramos, Casillas, Villa y compañía
extinguieron los fantasmas del fútbol patrio se basó en una
cucharada de calidad y otra de inocencia. Otro, esta vez a pares. La
mejor temporada de la historia del fútbol de clubes la firma un
equipo entrenado por un entrenador novel, hecho que está a punto de
costarle el puesto en la tercera jornada. Pep Guardiola llegó del
filial, con la impronta de su carrera como jugador detrás, es
cierto, para demostrar que se puede jugar bien (muy bien) y ganar.
Laterales largos, dos centrales abiertos y un mediocentro acudiendo
muy atrás para salir de la presión sin patadones a seguir, juego a
dos toques y la estrella descolgada entre líneas. Y la estrella, he
dicho.
Retomo el tema que insinué y por el que me rebelo contra la experiencia, la misma que ha hecho mejor conocedor de mi “yo” y de mi entorno; la que me permite responder a situaciones conocidas y relativizar la tensión dramática de los conflictos y las pérdidas, pero la que me lastra, muchas veces de manera inconsciente, negándome la capacidad del asombro, entregándome al prejuicio, cuadriculando los redondeados contornos de una existencia que sería mucho más espléndida, aunque incierta, con los colores y las formas del Impresionismo, es decir, sin ninguna.
Matizo,
por lo tanto, el título de esta entrada, no para conseguir el favor
de quienes dejaron de leer hace tiempo, asqueados por la osadía de
esta juventud, sino porque, como tantas otras veces, no es el
concepto, sino el uso, el que define su valor. Lo que demanda una
gran trayectoria, para no ser reduccionista y avalar el factor experiencia es una flexibilidad
extrema, una capacidad para contextualizar cada evento en sus
coordenadas y traer al presente la dosis justa de ese realismo mágico
que es el recuerdo del pasado, un período de tiempo fantástico en
el que seres con nuestros nombres actuaban con personajes y
circunstancias que ya no existen.
Cualquier
excusa es buena para traer a colación la siguiente frase de Ramón
Gómez de la Serna, pero es cierto, cada día amanece todo el
tiempo. El alba renueva la necesidad de cuestionarnos, nos
permite/exige ser creativos, jugar a ser esos personajes sin nombre ni pasado
que tan bien interpretaba Humphrey Bogart, nacer a la vez que lo hace
el resto del mundo (y del tiempo) y alumbrar nuevos pactos y
compromisos con nuestro entorno más cercano, también con nuestro
equipo y con un deporte que tiene 128 años y plantea,
cada poco, nuevos desafíos, entre ellos el de la alegría en el quehacer diario. Luego experiencia, sí, como fuente de
interrogantes y no de certezas: el gato está y no está muerto.
Nunca pasó nada siempre. O sí.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS