Desde
el primer momento vi en aquellos chicos, en sus aptitudes atléticas
y en su voluntarioso afán por mejorar, también en su enorme corazón
adolescente, a jóvenes a los que el baloncesto les podría ayudar a
canalizar su inmensa energía. El magma de que se componían sus
almas, rebeldes y en cierta medida cautivas, podía correr como lava
quemando su propia piel o solidificar como basalto que cimienta un
volcán. Los conocí una tarde de septiembre, jugando al fútbol sala
como diez individuos solitarios que se juntan en torno a una ruleta y
apuestan su suerte al rojo o al negro. Aún sigo viéndolos, de vez
en cuando quedamos a cenar, pero ahora forman una unidad sentada
junto a la llama que alumbra los recuerdos de aquellos tiempos en los
que fueron un fantástico equipo defendiendo una misma canasta,
pasándose un único balón (es lo que lo hace tan especial).
Los
tres años que entrené en el Colegio Trinitarios, alma máter que dirían los
americanos, fueron magníficos. Muchos de esos chicos son hoy mis
amigos. Nos hacemos confidencias, intercambiamos opiniones y consejos
(pocos) y vamos bregando, como podemos, con los envites de la vida.
Cuando nos va mal, como si nos trasladáramos de pronto al sillón de
una famosa teleserie norteamericana, echamos mano de la memoria de
aquella remontada, o de esa otra actuación inverosímil, y de la
anécdota, esa anécdota, que jamás olvidaremos.
Tanta
pasión para nada, que diría Julio Llamazares. Trescientas horas si
acaso, siendo generosos, si en la comunidad autónoma en la que
tuviera que ejercer de entrenador, copiaran las legislaciones de
Cataluña y Madrid, lo que terminará sucediendo, y fuera necesario
demostrar una experiencia profesional ante esa Corte Suprema de la
Burocracia Mediocre y Absurda que, de repente, ha declarado que
nuestros títulos y nuestras actividades de formación
complementaria, avaladas por la Federación Española de Baloncesto e
impartidas por profesionales de indudable conocimiento, son mero
papel serigrafiado, un adorno en nuestras paredes, una postal de
Benidorm (Zaragoza, en este caso) que deberá ser homologada por una más cara (tal vez de Dubai). No sé cuantas mil horas en una
profesión que nunca lo ha sido, con contratos que reducían el tiempo efectivamente empleado para que los colegios y clubes, de presupuestos
modestos, pudieran hacer frente a las obligaciones con la Seguridad
Social y uno, rey de los gilipollas, cumpliera su sueño de entrenar
baloncesto.
Lo
lamento, pero aborrezco que los estados, representados por sus técnicos
de puro y gabardina, o blusa y cigarro, contribuyan con sus omisiones
a depauperar actividades económicas y luego las regulen con puño de
hierro. No se puede deforestar una ladera y pedirle al eucalipto que
sea roble o castaño. Lo que pudiera parecer un saludable ejercicio
de fumigación y desintoxicación de las cloacas (la regulación de
una profesión) es, por contraste con la fría y dura realidad de los
hechos (presupuestos paupérrimos, sueldos irrisorios, ausencia de
estructuras), una muestra de arbitrariedad inadmisible que nos lleva
a pensar que detrás de las nuevas exigencias de homologación y
convalidación de títulos, de esta esterilización de la aguja en el
pajar, no hay más que un afán recaudatorio.
Pero
no quiero detenerme en los pasajes jurídicos, en los vericuetos de
este lenguaje administrativo que nos deja mudos ante un uso tan
mezquino de un idioma tan bello como el español. Lo que más me
asombra, a fin de cuentas, es que a todo lo llamen oficio o
profesión, que estos legisladores ateos todo lo quieran reglar con
severos versículos que dictan lo debido o lo apropiado y se atrevan
a llamar ciencia a lo que no es más que el germen de una
contradicción. No niego que haya una faceta que nos equipare a
carpinteros o arquitectos en las fases de programación y
planificación ni desecho el valor de todos aquellos conocimientos
relacionados con el juego y sus afueras, lo que avala las largas
jornadas de observación y estudio. Pero si algo me sigue fascinando
en toda esta labor de entrenar es el apartado artístico, ligado con
la seducción y la manera de conectar con las personas, con sus
debilidades y fortalezas, traspasando su armadura de bronce.
El
baloncesto es logos, sí, pero también ética y pasión
(ethos y pathos), retórica del dribling, el pase y el tiro, agon
en la defensa de la causa de esa pequeña polis que es el
equipo, ludus ante todo, por
fortuna. La cancha es domos (hogar) y es escuela
(gymnos y liceo), y como tal se basta para decidir quiénes son
dignos de comer en su mesa y enseñar en sus aulas. El baloncesto es
una cosa griega que se aprende con método socrático, preguntas y
diálogos, maestros, mentores y discípulos y no francesa: ni códigos
ni enciclopedias. Así, al menos, lo concibo, queden estas palabras
como prueba aunque me pliegue a estas y otras sandeces, homologue mis
títulos, pague mis deudas y guarde, por lo demás, silencio ante
esta y otras tantas injusticias que golpean el hígado de los
entusiastas y detienen el pulso de las naciones, el que un día, cada
vez más remoto, latía en el corazón de un niño que jugaba a la pelota.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
6 comentarios:
Enhorabuena por un excelente artículo cargado de sensibilidad, de realidad, de buenos argumentos, de sensatez y de pasión por ser entrenador de baloncesto.
Imposible expresarlo mejor
Buena publicación
Muchas gracias, amigos. Saldremos adelante.
Muchísimas gracias, sólo queda ver la manera de organizarse, juntos somos muchos ( entrenadoras y entrenadores) y necesarios, esa es nuestra fuerza. Nuestro aval aún es más fuerte, lo conforman mil y una historias personales pertenecientes a todas y todos los que una vez estuvieron a nuestras ordenes. Ánimo camaradas.#yoyasoyentrenador ( Jose A. Núñez).
Totalmente de acuerdo, Jose. Muchas gracias.
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