Muchos
entrenadores, entre ellos algunos amigos míos, conocen por estas
fechas el equipo que entrenarán durante la temporada. Su principal
aliciente, en la mayor parte de los casos, es dirigir al conjunto con
mayores posibilidades deportivas, el que parte con mayores
aspiraciones en la competición autonómica, el que, tal vez, bien
entrenado y no exento de fortuna, puede llegar a jugar un campeonato
de España: un bonito reto, no cabe duda.
A
partir de ahí se interesan por el funcionamiento global del grupo,
por el bagaje técnico-táctico, la capacidad física de cada uno de
los individuos. También por la metodología de enseñanza-aprendizaje
que con ellos se ha seguido con vistas a mantenerla (y ahorrar
“costes” de transacción) o renovarla (aportando un elemento
nuevo de motivación). Solo unos pocos se interesan por cómo van sus
estudios, cuáles son sus otras aficiones, cuál es el perfil de sus
padres, cómo se trasladan al lugar de entrenamiento, en qué momento
se encontraron con el baloncesto o su historial de lesiones, esas que
siempre dejan una huella, ya sea física o mental.
Lo
sé porque me ha pasado, porque yo he sido ese entrenador únicamente
preocupado por el aspecto deportivo, un científico absorto tras la
lente de un microscopio que ignora que fuera de su edificio se está
produciendo un tsunami. Yo he sido el primero que ha corregido
detalles técnicos e ignorado demandas emocionales mucho más serias
o relevantes. Yo he intentado entrenar con métodos cuasi
profesionales a chicos que nunca lo serán.
Y no
está mal, no quiero decir eso. Creo que “las cosas bien hechas
bien parecen” y que el compromiso con la inalcanzable perfección,
sin obsesionarse, es un buen punto de partida, siempre que se
disfrute del proceso y siempre que esa búsqueda abarque también
aspectos extradeportivos. Creo, eso sí, que una temporada tiene
que dejar un recuerdo imborrable por la calidad de las conexiones que
se establecen entre los individuos, calidad que bien puede medirse a
partir de la nitidez con que la memoria fabrica y conserva los
recuerdos. En junio de 2019 prevalecerán los resultados; en junio de
2045 la atmósfera, las anécdotas, una enseñanza concreta.
Todo
esto al hilo de una reflexión sobre el futuro del baloncesto de
cantera y su supervivencia en un contexto de cada vez mayor
competencia por el bien más preciado de todos: el tiempo. Los
jóvenes tienen que repartir su agenda entre actividades que les
serán objetivamente útiles en el futuro (o eso creemos) como la
programación o los idiomas, las tareas escolares, vocaciones de tipo
artístico cuya enseñanza está mucho más individualizada (pintura,
música), una oferta de ocio multimedia muy atractiva y sus
necesidades de socialización, apenas cubiertas durante el recreo,
los descansos entre clases y la salida del instituto que el baloncesto, es cierto, ofrece de un modo supletorio.
Con
esto no pretendo decir que debamos mercadear con nuestros valores,
negociar con todo aquello que siempre nos ha caracterizado, llámese
esfuerzo o disciplina. Es más, creo que ellos nos ayudarán a
singularizarnos y hacernos visibles en medio de esta tómbola. Sin
embargo, no creo que esté de más hablar en voz alta sobre la
delgada línea roja en la que nos movemos, siempre a caballo entre la
educación y la competición, aunque no sean términos opuestos ni
antónimos.
Las
posibilidades de que un jugador de una ciudad media llegue a ser
profesional son objetivamente pequeñas, no tengo los datos. Sin
embargo, los entrenadores, educados desde el prisma de las grandes
ligas, ignoran este hecho y simulan rutinas que han visto en los
equipos que salen en la tele, el comportamiento y la actitud de
técnicos que se juegan el sueldo en cada partido: calcan sus estilos
de comunicación, la estructura de sus rotaciones, el diseño táctico
(para que la acabe jugando el bueno),… Eso nos funcionará un
tiempo, no digo que no, la sociedad es competitiva y la mayor parte
de los padres comparten con nosotros esta herencia de querer ganar
hasta a las chapas, pero tiene fecha de caducidad.
Si
no hacemos de la experiencia deportiva algo mucho más transversal,
si no conectamos con los jugadores en un nivel de profundidad mayor
convirtiéndonos, en función de sus características y demandas, en
una suerte de mentor responsable y distinguido (distinguido, digo,
por su talla moral), no tendremos nada que hacer. Si nuestros equipos
siguen pareciendo malos equipos de la NBA, y entrenando como tales,
el aliciente que ofreceremos dejará de ser suficiente.
Ojo,
esto no es una llamada a la revolución, a la introducción de
complejos mecanismos didácticos o psicopedagógicos. Todo lo
contrario, si algo reclamo es simpleza, un regreso a esa arcadia que
en cierta medida fue el deporte en los ochenta y noventa en cuanto
que actividad esencialmente lúdica, origen de amistades
imperecederas y refugio indestructible frente a las adversidades
sentimentales, académicas o familiares.
Solo
si formamos parte de la solución, si los chicos encuentran un motivo
poderoso para asistir (mucho más poderoso que el compromiso o la
responsabilidad) el deporte de cantera seguirá siendo la elección
de nuestros jóvenes para las tardes de invierno y de verano. Pongámonos a ello o será tarde.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS