En
estos días en los que el obituario se ha convertido en el subgénero
periodístico más practicado, otra lúgubre noticia se ha cruzado en
el camino de quienes nos dedicamos al baloncesto en nuestra ciudad:
ha muerto Pepe San Agustín, árbitro especialmente querido por todos
por su amor al juego, el sentido educativo que le daba a su labor y
el buen humor que destilaba en cada encuentro.
En
algún cajón, real o virtual, existe un álbum de fotos en el que
todos los jugadores y entrenadores de la región aparecemos posando
junto al conjunto rival con Pepe y su pareja arbitral, cuando no era
el encargado de hacer la foto, en el centro. Reconozco que en mis
inicios como preparador me parecía un fastidio tener que alterar el
protocolo prepartido y que mi principal preocupación era que mis
jugadores no se quedaran fríos esperando al inicio. No es que crea a
pies juntillas aquello que decía Díaz Miguel (cuyo decimoctavo
aniversario de su muerte conmemorábamos también ayer), pero siempre
le he dado mucha importancia al inicio, por todo lo que tiene –teoría
básica de la narrativa– de anticipo del desenlace. Sin embargo,
con el paso de los años –¿será eso que llaman madurez?– empecé
a valorar aquel rito, su simbolismo. Aquel retrato dotaba a cada
partido de una singular relevancia. Pepe sabía mejor que nadie algo
que por ignorante presunción solemos pasar por alto: nunca sabemos
cuál será el último.
Así
que nos hacíamos la foto y asistíamos con paciencia a su particular
forma de arbitrar, a su repertorio de gestos (¿ha sido falta en
defensa o en ataque? ¿fuera de nuestro equipo o del suyo?) y a la
parsimonia con la que a veces acudía a entregar el balón para el
saque. En los últimos años al menos, sabíamos que se le escaparía
alguna acción por estar mal colocado, o que le parecería legal una
mutilación braquial o un placaje de rugby, aunque el tono general
del arbitraje fuera bueno y el criterio consistente, es decir, toda
mutilación era permitida (como nos reiríamos bromeando al respecto). Charlábamos con él cuando le tocaba
correr por nuestra banda y aceptábamos con humildad el consejo que
nos daba sobre nuestra forma de dirigirnos al árbitro.
Y
cual Forges, con las derechas y las izquierdas o los burgueses y los
obreros, Pepe San Agustín también ha obrado el milagro de poner de
acuerdo al mundo (mundillo) del baloncesto local, de natural cainita
y poco agradecido. Su figura genera el consenso propio del hombre
bueno en el sentido machadiano (79 años de su muerte también ayer),
del apasionado que, sin embargo, comprende que su actividad, por
quererla tanto, tiene que quedar al margen de los comportamientos
cínicos, de la sucia contienda, del barro de twitter, los
comentarios anónimos de la prensa local y la crítica
malintencionada.
P.
D. Es una pena, Pepe. No vernos de nuevo en las canchas (ya había
comprado protecciones para los chicos ;) ), no hacernos de nuevo una
foto o no poder mirar juntos el álbum e intentar descifrar quién era
cada cual y especular sobre qué fue de su vida. Y, sé que tú
entenderás esto que voy a decir, es una lástima que no puedas
morirte todos los días poniendo de acuerdo a esta tribu que hoy, y
tal vez mañana, te llorará con desconsuelo y respeto, pero que
pasado, y el siguiente, volverá a comportarse como suele, por la
fuerza de la costumbre y el olvido.
UN
ABRAZO, PEPE, Y MUCHAS GRACIAS POR TODO