Ayer
asistí a las finales del Campeonato de España cadete de selecciones
autonómicas en las que la Comunidad de Madrid se impuso con claridad
a Andalucía sirviéndose de un juego roto (o por conceptos, como prefieran) y,
especialmente, de unas mucho mejores aptitudes atléticas (citius,
altius, fortius). En la grada, imagino, muchos de sus familiares,
expectantes ante la cita y conscientes, supongo, de contar con un
deportista excepcional en sus casas: estar entre los doce mejores (no
siempre) de su generación en una comunidad autónoma de esas
características deja margen para soñar.
Eso
sí, a esos padres habría que decirles que el baile no ha hecho más
que empezar y que, contra todo pronóstico, hay una alta proporción
de jugadores en ligas profesionales o semiprofesionales que no
participaron de este tipo de campeonatos porque aún no se habían
desarrollado físicamente, pero también porque ese tiempo en el que
los técnicos de las federaciones primaban los objetivos
competitivos, estos, los excluidos, lo dedicaron a mejorar sus
habilidades individuales, su manejo de balón, el control de su
cuerpo; los fundamentos, en definitiva. Pero tampoco canten victoria
esos padres cuyos hijos se han pasado las navidades tecnificando en
sus clubes o acudiendo a campus. Seguro que ahora pasan y tiran
mejor, pero hay tantas variables que entran en juego que lo mejor es
resumirlas brevemente antes de hacer una apuesta arriesgada. Seguro
que me dejo muchas, así que ayúdenme, si lo desean, con sus
comentarios.
1.
Preguntar, o averiguar si preguntar le parece demasiado
impertinente, el historial genético de su pareja antes de ponerse al
lío. Lo siento, pero el porcentaje de personas por encima de
1,90 se invierte cuando comparamos la sociedad y la cancha. De las
doce plazas que componen un equipo, solo dos, tres en el mejor de los
casos, quedan reservadas para pequeños. Luego el 80 por ciento de la
población se pelea por el 20 por ciento de las plazas en el
“backcourt” a la inversa de lo que sucede en las posiciones de
alero. Echen cuentas y tengan presente que la tendencia de poblar
la pista de jugadores espigados de gran envergadura es imparable y empieza a afectar al tradicional nicho de los pequeños: la posición de base.
2.
Tener suerte (o saber elegir) con los
primeros entrenadores de sus hijos. Un buen entrenador sembrará
de entusiasmo el camino. Un mal entrenador puede, directamente, hacer
que lo abandone. Un mal entrenador hará todo lo posible para ganar.
Uno bueno, todo lo que esté en su mano por formar. Subraye este
punto si su hijo destaca por su tamaño en las fotografías de la
escuela. De ello depende que se pase su infancia yendo de aro a aro
abusando de su tamaño o que pueda llegar a ser un jugador completo.
3.
Colaborar con el entrenador (si este es como debe ser),
reforzar sus mensajes de esfuerzo, disciplina y humildad. Aceptar que
una persona ajena a la familia se ocupe de una parte esencial de su
educación y poner todos los medios –es decir, ninguno– para que
pueda llevar a cabo su labor. Practique la invisibilidad en las
gradas.
4.
Compartir los sueños de su hijo o hija. Hacerles partícipes
de las dificultades, pero visualizar con ellos la meta. Nadie ha
alcanzado un objetivo que no haya imaginado antes. Si su hijo tiene
las aptitudes y actitudes necesarias y un entusiasmo
desproporcionado, los miedos y precauciones propios deben quedar bien
sellados en una caja fuerte. Todo ello sin perder el equilibrio y
evitando mezclar las agendas: su felicidad no puede depender nunca
del rendimiento deportivo de su niño o niña.
5.
Tener las maletas preparadas. El determinismo geográfico
choca con todas las teorías del “si quieres, puedes”. No es lo
mismo que cada dos domingos haya un partido profesional de baloncesto
o que no lo haya, que tu club pueda ofrecerte entrenamientos
individuales y un trabajo especializado de gimnasio que hacer
dinámicas de grupo y recibir las indicaciones como un miembro más.
No es lo mismo ser el mejor de tu equipo, dominar cada entrenamiento
casi sin esfuerzo, que tener que superarte cada día para coger un
rebote, generar un lanzamiento o conseguir una línea de pase. Y eso,
muchas veces, solo lo ofrecen determinadas ciudades y clubes.
6.
Educar en la humildad, pero no en la
modestia. La humildad es siempre buena consejera, amiga íntima
del trabajo y de la atención a los consejos bienintencionados. La
modestia, en cambio, en cuanto que “carencia de vanidad” es
limitante, familia de la profecía autocumplida y de la explicación
que tranquiliza al mismo tiempo que nos mantiene anclados en el mismo
lugar. El límite, como la distinción semántica entre ambos
vocablos, es casi inapreciable, pero definitivo. Aplique esto en la
educación de sus hijos, premiando los primeros comportamientos y
cortando los segundos. De la soberbia y el engreimiento ni hablo. Hay
jugadores investidos de estos valores, es verdad, pero no los querría
ni en mi equipo ni en mi casa.
7.
Practicar el optimismo en la vida diaria, al afrontar los
inevitables contratiempos relacionados con la salud, la economía o
los afectos. Generar un entorno libre de drama o susceptibilidades
exageradas, normalizar lo excepcional. No sé por qué, pero llegado
a este punto pienso en la familia Gasol.
8.
Tirarse con paracaídas. Primar la educación, hacerla
compatible con los entrenamientos, aunque ello implique madrugar o
trasnochar. Si algo ha caracterizado al baloncesto, en la comparación
con otros deportes, es su vinculación con la escuela, la formación
de muchos de sus mejores representantes. Esta seguridad restará trascendencia
a los pequeños fracasos, esos que son necesarios como parte del aprendizaje pero que, mal
interpretados, llevados a su última expresión, pueden comportar el
abandono.
9. No olvidar la primera.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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