Créanme,
tengo varios motivos objetivamente más graves para pasar una mala
noche que haber perdido un partido de liga autonómica en Palencia.
Es más, cualquiera los tendría, la vida es complicada, el trabajo
escasea y se ciernen diferentes amenazas sobre la libertad y el
bienestar social. Y, sin embargo, a lo único que se ha dedicado mi
cerebro la pasada noche de domingo es a repasar mentalmente el
partido, a analizar una a una las jugadas, la toma de decisiones, la
capacidad estratégica que uno tiene como entrenador, también a
planificar el próximo, una posible revancha. Y aunque de vez en
cuando me aliviaba a mí mismo repitiendo como un mantra las palabras
que está empleando Zinedine Zidane para no naufragar en medio de la
mayor crisis de resultados que ha vivido el Real Madrid en décadas,
me parece que el francés está más jodido de lo que aparenta.
Tenía
que confesarlo. Estoy hasta los cojones de que las victorias me dejen
un leve regusto de satisfacción que apenas alimenta la motivación
antes de encarar la semana y las derrotas, en cambio, estos dolores
de cabeza que hipotecan el descanso y, en última instancia, la
salud. De verdad, cuando empiezo a repasar los partidos perdidos por
mi equipo, sobre todo los igualados, aceptaría ser el responsable de
crímenes abominables cometidos contra la humanidad, no tendría
dudas de haber colocado los explosivos nucleares a bordo del Enola
Gay. La noche después de una derrota nunca me contento con las
explicaciones salvíficas; soy incapaz de dar por buenas las razones
que me exculpan, que me hablan de una capacidad de acción limitada
(ya saben, uno no puede meter los tiros).
Maldito
ego el del entrenador, qué autodestructivo se vuelve cuando te lleva
a considerar que victorias y derrotas (más estas últimas) pasan
únicamente por tus manos. Y sabes que son dos impostoras, enemigas
del proceso y del trabajo, pero también que lo mediatizan todo y
terminan afectándote. Cuando juegas, juegas a ganar y cuando
pierdes, es evidente que algo se pudo hacer mejor. Pero no es
probable que tengas siempre razón cuando piensas que fulano debió
jugar más. Y también aquel otro y, por supuesto, el otro. O sí,
pero vaya, que al final solo puede haber cinco jugadores en el campo
y no hay constancia de una mejora obligatoria del rendimiento.
Así
que “seguir trabajando”, “perseverar” o “insistir” son
las fórmulas correctas para abandonar este estéril circunloquio y
seguir avanzando. Sobre todo porque lo que toca es demostrar que
mantienes intacta la fe, lo que ahora vuelve a ser cierto, aunque no
lo fuera durante la noche, y contagiar a los jugadores para que suban
el nivel en los entrenamientos, defiendan más duro y metan más
tiros en los partidos. Toca asumir este discurso, actuar con una
inquebrantable firmeza en tus posibilidades y en las del equipo e
ignorar lo que tú, entrenador de club de baloncesto en Castilla y
León sabes muy bien. Que Zidane, entrenador del equipo con mayor presión del mundo, miente cuando dice que está
tranquilo. Y que no es fácil, ni siquiera muchas veces divertido.
Puta droga esta.