2018, estamos en paz





“Muy cerca de mi ocaso yo te bendigo, vida”. Con este verso comienza uno de los más bellos poemas que he leído. Su nombre, En paz, revela una posición hacia la existencia que, tal vez, solo podamos alcanzar hacia el final de la misma, ese momento en el que el lánguido transitar por sus senderos conduce a un otero desde el que contemplar el trayecto. Desde lo alto quizá cobre sentido el serpenteante camino que nos lleva entre cimas y vaguadas concediéndonos, solamente, la posibilidad de la marcha atrás o el abandono (a eso lo llaman libertad). Y es que no me refiero al cambio estético u ornamental de ciudad, trabajo o pareja, sino al recorrido interior que emprende el alma desde que se despereza en una habitación de hospital hasta que duerme para siempre, puede que agitada y esperanzada, o de un modo simplemente sereno.

2018, por usar una medida cualquiera de tiempo, ha sido un buen año baloncestístico. A vista de pájaro, y sin entrar en detalles, vencieron dos propuestas atractivas y valientes. Tanto Real Madrid como Golden State Warriors creen, contra la lógica cartesiana, que una canasta anotada vale más que una no recibida. Ello sin desdeñar el valor de la defensa como catalizador de la energía grupal, reconociendo a figuras como Taylor, Rudy, Iguodala o Green que entienden mejor que nadie eso de “hacer lo necesario”. A esta tendencia se unió Villanova Wildcats, un equipo que ha hecho del juego de 4 y 1, sencillo en sus fundamentos pero obsesivo en los detalles, una auténtica obra de arte. Pablo Laso, Steve Kerr y Jay Wright deberían estar en las quinielas de “hombre del año”. Créanme, necesitamos autoestima ante la atención mediática que reciben los monstruos con quienes compartimos cromosoma XY.

Por otra parte, perdonen mi incoherencia, 2018 ha sido un mal año baloncestístico. Coincido con Popovich en este punto. El triunfo de los algoritmos, la comprobación de su efectividad, aleja al baloncesto de su condición de juego, automatiza conductas y resta valor a la enseñanza y el aprendizaje de los fundamentos. El baloncesto se empresarializa, quién lo desempresarializará, podría ser el inicio de un trabalenguas pero es más bien una pregunta retórica por más que los Spurs se empeñen. La tendencia, como sucede con todos los avances tecnológicos (que no con los progresos sociales), es irreversible. En fin, como diría César Vallejo, hoy me gusta la vida un poco menos…

En el día de ayer experimenté las dos caras del baloncesto que han presidido mi vida en este año. Por la mañana asistía con el corazón paralizado a cada uno de los lanzamientos abiertos del equipo rival, puñaladas en los sistemas fisiológicos de un equipo profesional, donde siempre es difícil tratar de impostoras a las victorias y las derrotas cuando tantas veces explican lo que sucede con implacable dogmatismo. Por la tarde, reunido con viejos amigos con los que compartí experiencia en San Fernando, en el Campeonato de España Mini, y por la noche, reunido con los chicos que tuve la suerte de entrenar (perdonen que use siempre la misma expresión) durante la temporada pasada en el Cadete A de C.B. Tormes recuperé el pulso de eso que hace tan especial este juego, a pesar de las matemáticas, los medidores de rendimiento y las clasificaciones. O gracias a ello, pues solo en el intento obstinado de ser mejores cada día se alcanzan los niveles de emotividad que permiten que las relaciones que traba el baloncesto sean tan de verdad.



De ahí que 2018, año en el que se mezclaron las aproximaciones vocacionales al baloncesto (C.B. Tormes, selección mini de Castilla y León) con otras de carácter profesional (Synergy Sports, Bodegas Rioja Vega C.B. Clavijo), sea una invitación a seguir dando valor a cada pequeño gesto de los que se compone el juego sin perder de vista la dimensión humana que lo rodea, a explicar cada pequeño paso como indispensable para llegar a la meta, pero también, y sobre todo, como parte inseparable del camino que un día emprendimos y al que un día me gustaría referirme en los términos en que lo hizo Amado Nervo en el poema antes mencionado: Amé, fui amado. El sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Contra el entusiasmo





Desde el primer momento vi en aquellos chicos, en sus aptitudes atléticas y en su voluntarioso afán por mejorar, también en su enorme corazón adolescente, a jóvenes a los que el baloncesto les podría ayudar a canalizar su inmensa energía. El magma de que se componían sus almas, rebeldes y en cierta medida cautivas, podía correr como lava quemando su propia piel o solidificar como basalto que cimienta un volcán. Los conocí una tarde de septiembre, jugando al fútbol sala como diez individuos solitarios que se juntan en torno a una ruleta y apuestan su suerte al rojo o al negro. Aún sigo viéndolos, de vez en cuando quedamos a cenar, pero ahora forman una unidad sentada junto a la llama que alumbra los recuerdos de aquellos tiempos en los que fueron un fantástico equipo defendiendo una misma canasta, pasándose un único balón (es lo que lo hace tan especial).

Los tres años que entrené en el Colegio Trinitarios, alma máter que dirían los americanos, fueron magníficos. Muchos de esos chicos son hoy mis amigos. Nos hacemos confidencias, intercambiamos opiniones y consejos (pocos) y vamos bregando, como podemos, con los envites de la vida. Cuando nos va mal, como si nos trasladáramos de pronto al sillón de una famosa teleserie norteamericana, echamos mano de la memoria de aquella remontada, o de esa otra actuación inverosímil, y de la anécdota, esa anécdota, que jamás olvidaremos.

Tanta pasión para nada, que diría Julio Llamazares. Trescientas horas si acaso, siendo generosos, si en la comunidad autónoma en la que tuviera que ejercer de entrenador, copiaran las legislaciones de Cataluña y Madrid, lo que terminará sucediendo, y fuera necesario demostrar una experiencia profesional ante esa Corte Suprema de la Burocracia Mediocre y Absurda que, de repente, ha declarado que nuestros títulos y nuestras actividades de formación complementaria, avaladas por la Federación Española de Baloncesto e impartidas por profesionales de indudable conocimiento, son mero papel serigrafiado, un adorno en nuestras paredes, una postal de Benidorm (Zaragoza, en este caso) que deberá ser homologada por una más cara (tal vez de Dubai). No sé cuantas mil horas en una profesión que nunca lo ha sido, con contratos que reducían el tiempo efectivamente empleado para que los colegios y clubes, de presupuestos modestos, pudieran hacer frente a las obligaciones con la Seguridad Social y uno, rey de los gilipollas, cumpliera su sueño de entrenar baloncesto.




Lo lamento, pero aborrezco que los estados, representados por sus técnicos de puro y gabardina, o blusa y cigarro, contribuyan con sus omisiones a depauperar actividades económicas y luego las regulen con puño de hierro. No se puede deforestar una ladera y pedirle al eucalipto que sea roble o castaño. Lo que pudiera parecer un saludable ejercicio de fumigación y desintoxicación de las cloacas (la regulación de una profesión) es, por contraste con la fría y dura realidad de los hechos (presupuestos paupérrimos, sueldos irrisorios, ausencia de estructuras), una muestra de arbitrariedad inadmisible que nos lleva a pensar que detrás de las nuevas exigencias de homologación y convalidación de títulos, de esta esterilización de la aguja en el pajar, no hay más que un afán recaudatorio.

Pero no quiero detenerme en los pasajes jurídicos, en los vericuetos de este lenguaje administrativo que nos deja mudos ante un uso tan mezquino de un idioma tan bello como el español. Lo que más me asombra, a fin de cuentas, es que a todo lo llamen oficio o profesión, que estos legisladores ateos todo lo quieran reglar con severos versículos que dictan lo debido o lo apropiado y se atrevan a llamar ciencia a lo que no es más que el germen de una contradicción. No niego que haya una faceta que nos equipare a carpinteros o arquitectos en las fases de programación y planificación ni desecho el valor de todos aquellos conocimientos relacionados con el juego y sus afueras, lo que avala las largas jornadas de observación y estudio. Pero si algo me sigue fascinando en toda esta labor de entrenar es el apartado artístico, ligado con la seducción y la manera de conectar con las personas, con sus debilidades y fortalezas, traspasando su armadura de bronce.

El baloncesto es logos, sí, pero también ética y pasión (ethos y pathos), retórica del dribling, el pase y el tiro, agon en la defensa de la causa de esa pequeña polis que es el equipo, ludus ante todo, por fortuna. La cancha es domos (hogar) y es escuela (gymnos y liceo), y como tal se basta para decidir quiénes son dignos de comer en su mesa y enseñar en sus aulas. El baloncesto es una cosa griega que se aprende con método socrático, preguntas y diálogos, maestros, mentores y discípulos y no francesa: ni códigos ni enciclopedias. Así, al menos, lo concibo, queden estas palabras como prueba aunque me pliegue a estas y otras sandeces, homologue mis títulos, pague mis deudas y guarde, por lo demás, silencio ante esta y otras tantas injusticias que golpean el hígado de los entusiastas y detienen el pulso de las naciones, el que un día, cada vez más remoto, latía en el corazón de un niño que jugaba a la pelota.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

La delgada línea roja





Muchos entrenadores, entre ellos algunos amigos míos, conocen por estas fechas el equipo que entrenarán durante la temporada. Su principal aliciente, en la mayor parte de los casos, es dirigir al conjunto con mayores posibilidades deportivas, el que parte con mayores aspiraciones en la competición autonómica, el que, tal vez, bien entrenado y no exento de fortuna, puede llegar a jugar un campeonato de España: un bonito reto, no cabe duda.

A partir de ahí se interesan por el funcionamiento global del grupo, por el bagaje técnico-táctico, la capacidad física de cada uno de los individuos. También por la metodología de enseñanza-aprendizaje que con ellos se ha seguido con vistas a mantenerla (y ahorrar “costes” de transacción) o renovarla (aportando un elemento nuevo de motivación). Solo unos pocos se interesan por cómo van sus estudios, cuáles son sus otras aficiones, cuál es el perfil de sus padres, cómo se trasladan al lugar de entrenamiento, en qué momento se encontraron con el baloncesto o su historial de lesiones, esas que siempre dejan una huella, ya sea física o mental.

Lo sé porque me ha pasado, porque yo he sido ese entrenador únicamente preocupado por el aspecto deportivo, un científico absorto tras la lente de un microscopio que ignora que fuera de su edificio se está produciendo un tsunami. Yo he sido el primero que ha corregido detalles técnicos e ignorado demandas emocionales mucho más serias o relevantes. Yo he intentado entrenar con métodos cuasi profesionales a chicos que nunca lo serán.

Y no está mal, no quiero decir eso. Creo que “las cosas bien hechas bien parecen” y que el compromiso con la inalcanzable perfección, sin obsesionarse, es un buen punto de partida, siempre que se disfrute del proceso y siempre que esa búsqueda abarque también aspectos extradeportivos. Creo, eso sí, que una temporada tiene que dejar un recuerdo imborrable por la calidad de las conexiones que se establecen entre los individuos, calidad que bien puede medirse a partir de la nitidez con que la memoria fabrica y conserva los recuerdos. En junio de 2019 prevalecerán los resultados; en junio de 2045 la atmósfera, las anécdotas, una enseñanza concreta.

Todo esto al hilo de una reflexión sobre el futuro del baloncesto de cantera y su supervivencia en un contexto de cada vez mayor competencia por el bien más preciado de todos: el tiempo. Los jóvenes tienen que repartir su agenda entre actividades que les serán objetivamente útiles en el futuro (o eso creemos) como la programación o los idiomas, las tareas escolares, vocaciones de tipo artístico cuya enseñanza está mucho más individualizada (pintura, música), una oferta de ocio multimedia muy atractiva y sus necesidades de socialización, apenas cubiertas durante el recreo, los descansos entre clases y la salida del instituto que el baloncesto, es cierto, ofrece de un modo supletorio. 

Con esto no pretendo decir que debamos mercadear con nuestros valores, negociar con todo aquello que siempre nos ha caracterizado, llámese esfuerzo o disciplina. Es más, creo que ellos nos ayudarán a singularizarnos y hacernos visibles en medio de esta tómbola. Sin embargo, no creo que esté de más hablar en voz alta sobre la delgada línea roja en la que nos movemos, siempre a caballo entre la educación y la competición, aunque no sean términos opuestos ni antónimos.

Las posibilidades de que un jugador de una ciudad media llegue a ser profesional son objetivamente pequeñas, no tengo los datos. Sin embargo, los entrenadores, educados desde el prisma de las grandes ligas, ignoran este hecho y simulan rutinas que han visto en los equipos que salen en la tele, el comportamiento y la actitud de técnicos que se juegan el sueldo en cada partido: calcan sus estilos de comunicación, la estructura de sus rotaciones, el diseño táctico (para que la acabe jugando el bueno),… Eso nos funcionará un tiempo, no digo que no, la sociedad es competitiva y la mayor parte de los padres comparten con nosotros esta herencia de querer ganar hasta a las chapas, pero tiene fecha de caducidad.

Si no hacemos de la experiencia deportiva algo mucho más transversal, si no conectamos con los jugadores en un nivel de profundidad mayor convirtiéndonos, en función de sus características y demandas, en una suerte de mentor responsable y distinguido (distinguido, digo, por su talla moral), no tendremos nada que hacer. Si nuestros equipos siguen pareciendo malos equipos de la NBA, y entrenando como tales, el aliciente que ofreceremos dejará de ser suficiente.

Ojo, esto no es una llamada a la revolución, a la introducción de complejos mecanismos didácticos o psicopedagógicos. Todo lo contrario, si algo reclamo es simpleza, un regreso a esa arcadia que en cierta medida fue el deporte en los ochenta y noventa en cuanto que actividad esencialmente lúdica, origen de amistades imperecederas y refugio indestructible frente a las adversidades sentimentales, académicas o familiares.

Solo si formamos parte de la solución, si los chicos encuentran un motivo poderoso para asistir (mucho más poderoso que el compromiso o la responsabilidad) el deporte de cantera seguirá siendo la elección de nuestros jóvenes para las tardes de invierno y de verano. Pongámonos a ello o será tarde. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Ocho años, mayor de edad



El pasado 23 de junio este blog cumplió ocho años de vida cibernética. Ocho primaveras dejando constancia de las andanzas baloncestísticas de quien lo redacta, no solo a través de los textos diarísticos o autobiográficos, también con los artículos de opinión y toda la miscelánea genérica de la que se ha alimentado tratando, en cualquier caso, de mostrar responsabilidad y gratitud hacia los casi trescientos mil visitantes que han querido curiosear sus tapas virtuales, su lomo invisible.

Ocho años que no pretenden ser la crónica de una década que empezaron dominando los Lakers y el Barcelona y que ahora gobiernan los Warriors y el Madrid, de un período en el que Lebron (con billete para Los Angeles) cruzó el país de este a oeste con escala en Cleveland y en el que vimos envejecer de forma muy distinta a los Junior de Oro, con Felipe Reyes siendo cada día mejor, Gasol estirando su inagotable dosis de talento y otros, en cambio, retirados o pidiendo la hora. Ocho años que han consolidado la fortaleza del baloncesto femenino en nuestro país, una fortaleza que, redondeada con múltiples medallas internacionales, ha hecho palidecer una estructura que al fin parece haber captado el mensaje y anuncia nuevos tiempos.

Cuando comenzaba con la redacción del primer artículo éramos todos muy distintos. Yo, por ejemplo, entrenaba en el Colegio Trinitarios, disfrutaba ensayando metodologías con chicos a los que aún intento reunir para fomentar el sentido de comunidad que el baloncesto, como lugar de encuentro, debe propiciar. Al igual que ahora, pero de un modo mucho más natural, el baloncesto era el mecanismo de expresión que mejor cubría mis demandas. Este deporte, a priori banal, me permitió liberarme de la máscara social, del paso rutinario de los días. En la banda ya intentaba inculcar aquello en lo que aún creo, por mucho que el mundo fuera, y siga yendo, en dirección contraria.

Ocho años después lo correcto me sigue pareciendo un lastre que arrastramos como herencia. Lo correcto estandariza, nos robotiza en un tiempo en el que ya sabemos que habrá androides mucho más hábiles y diestros que nosotros. Yo lo soy por exceso, lo sé, aunque el camino que sigo es justamente el de un desprendimiento. Un desprendimiento no solo de costumbres y máximas que asimilamos sin derecho a crítica, también de todos los vicios del espíritu que nos impiden entregarnos en esa plenitud que alcanza el que nada espera o ambiciona, aunque solo sea en instantes muy precisos, en una fecha y hora concretas; los suficientes para justificar una vida.

Por eso mismo, al soplar las ocho velas de la tarta, solo pedí memoria. Memoria para recordar el error y no volver a cometerlo, al menos por ignorancia. Memoria para tener presente dónde y cómo empezamos, cómo éramos, por si lo mejor no es siempre evolucionar o cambiar, sino ser lo que fuimos o regresar. Y memoria, por supuesto, para resucitar a través de esos instantes que impregnaron nuestras camisas, embadurnaron nuestras pizarras y nos hicieron derramar alguna lágrima de satisfacción.

De todos ellos seguirá alimentándose este blog, aunque sea en dosis cada vez más puntuales, con motivo de nuevas aventuras que exigen, para sí, su propio tiempo. Una de ellas es Sport Coach Academy, una empresa que oferta formación continua y online para entrenadores y en la que colaboro en la parcela de comunicación, haciendo algo parecido a aquello que llevo ocho años practicando en vuestra compañía: generar debates sobre baloncesto, colocar espejos planos, o deformantes, delante de sus múltiples caras, transmitir emoción y pasión, motores del mundo.



Allí os espero para seguir cumpliendo años y cubrir etapas sin descontar ningún día del camino por intrascendente o insulso. También aquí, en este blog que se ha hecho mayor de edad y purga los males de la adultez poniéndose al día con sus amigos muy de vez en cuando, muchas menos veces de lo que me gustaría.

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Difícil de creer





Yo tampoco hubiera votado por mí en vez de por los otros 29 entrenadores de la liga. Así quitaba hierro al asunto Brad Stevens, después de haber sido ignorado por sus colegas y no obtener ni un solo voto en la elección del mejor técnico del año en la NBA, en una temporada en la que los Boston Celtics han firmado 55 victorias después de perder a Gordon Hayward en el minuto cinco del partido inaugural y a Kyrie Irving, ausente en varios períodos intermitentes, definitivamente desde mediados de marzo. Siempre estoy robando ideas de estos tipos, es un lujo ser uno de los treinta. Y lo mejor, o lo peor, es que no parpadea mientras lo dice, que lo cree firmemente, y todos lo creemos con él. En ese desprendimiento, en esa ausencia de ego, radica gran parte del éxito de su equipo, fiel reflejo de esta humildad y capacidad de trabajo.

Aun así cuesta creer que ninguno de los técnicos rivales aportaran uno de sus votos (disponían de uno solo, es verdad, lo que dificulta la operación) a la causa del chico de Zionsville, Indiana. Menos aún después de haber situado a los Celtics por segunda vez consecutiva en las finales de conferencia, algo que no ocurría desde 1987, con un rookie, un jugador de segundo año y otro de tercero –Tatum, Brown y Rozier– asumiendo una elevada responsabilidad en la pista. Cuesta imaginar, salvo que pensemos de un modo muy humano, que ninguno de los entrenadores cuyos equipos han sido derrotados con una jugada de pizarra de Stevens, no haya apostado por este gurú, tal y como lo definía Marcus Morris tras ganar el tercer partido en Philadelphia y ser el tercer mejor equipo de la liga en el “clutch time” en la temporada regular y el segundo en playoff con una cantidad de partidos (46 y 7 respectivamente) que anula cualquier explicación ligada al factor azar.

La cosa se complica si además repasamos las estadísticas defensivas del equipo con mejor “rating” del campeonato, un indicador muy completo que estima los puntos por cada cien posesiones del rival. Cabe destacar, además, el compromiso renovado del equipo en la faceta del rebote, uno de los grandes “debes” en anteriores temporadas. Los cero votos también nos sonrojan si analizamos el rendimiento de los jugadores que han salido del redil y que, fuera del sistema Stevens, han visto desnudadas todas sus carencias. Precisamente, la revalorización de activos ha sido una de las claves en la confección de la plantilla, al incrementar el valor de mercado de jugadores que, a la postre, lejos de Nueva Inglaterra, han demostrado ser mediocres.

Es evidente, los seguidores de los Celtics no entendemos la decisión. Bajo el liderazgo de Stevens hemos visto crecer jugadores que venían con muy pobres credenciales y hemos disfrutado de un equipo desprovisto de egoísmo que ocupa los espacios y circula el balón con velocidad en ataque y que se sacrifica en las parcelas menos vistosas del juego, como la defensa y el rebote. En cualquier caso, en la medida en que a él no le ha importado este hecho, nosotros también debemos dejarlo correr y centrarnos en intentar “el más difícil todavía”, eliminar a los Cavaliers de un Lebron que ha alcanzado el punto óptimo de madurez en su carrera. El mejor aval para conseguirlo es, sin duda, tener al mejor entrenador del año en la NBA.



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Entrenar era esto



                               

Ayer, tras la derrota ante Colegio Leonés en un partido que suponía un todo o nada en la lucha por la final a cuatro, tocó a su fin la temporada en la competición autonómica de Castilla y León. Lo hizo con un quinto puesto final que habríamos firmado en septiembre y que ahora, en cambio, nos deja un sabor amargo, el de sabernos, vano consuelo, merecedores, por juego y sensaciones, de una plaza que ocuparán otros. Así es el deporte, enemigo de los estériles condicionales, de un realismo tan brutal que a veces abruma.

Lo cierto es que llegamos unos días tarde a nuestro mejor nivel, hecho provocado por una sucesión de lesiones que, aunque no fueran determinantes al caer en la mitad de la temporada, retrasaron la preparación de varios jugadores. Lo cruel es que llegamos a la meta con capacidad para correr otra maratón, pero nos encontramos con que ya habían quitado los carteles publicitarios. También nos quedamos seis puntos cortos de recuperar un average que a la postre resultó determinante, una renta de doce que se fabricó en unos pocos y fatídicos minutos de un parcial que no supimos atajar (yo el primero) en la ida.

Pero qué placer entrenar a los catorce chicos que componen el grueso de la plantilla, y a los otros cinco, pertenecientes al equipo de primer año, que en un momento u otro nos han ayudado a entrenar y han participado en algún partido. Con su respeto, su atención y su genuino amor al baloncesto hicieron de cada práctica un espacio de recreo, de cada hora dedicada a su preparación, una inversión productiva en la que era muy fácil poner lo mejor de uno mismo. Este grupo hizo de la necesidad virtud, de la ausencia de expectativas un revulsivo para creer y crecer (y a fe que creyeron y crecieron).

Qué imprescindible es, en una dinámica de grupo, que la fe y la confianza fluyan por una autovía despejada en ambos sentidos y en todas las direcciones. Del tronco a las ramas y de cada rama a las otras ramas que integran el árbol. Tanto como el hecho de valorar por igual las canastas anotadas como las no recibidas. Y los medios por encima, incluso, de los resultados: las ayudas defensivas, los bloqueos, los rebotes, los buenos balances y los segundos esfuerzos por encima de la postrera canasta. Sin desdeñar el talento, por supuesto, merecedor de alabanzas, claro. Pero para eso ya están todos los demás.

Acabada la temporada brindo por cada dedo ofrecido en gesto de agradecimiento al autor de un generoso y preciso pase. Y por los ocho brazos que levantaron al compañero tendido en el suelo tras un esfuerzo por atrapar el balón. Y por cada cuerpo que se puso delante de un rival más alto y fuerte ofreciendo el pecho, en perfecta posición defensiva, para provocar un error o una falta ofensiva. En esos detalles residió la base de nuestra ostensible mejora.

Por primera vez en mi carrera he logrado poner un símbolo de “checked” en cada objetivo programado, aunque tras una semana de merecido descanso para todos, afrontaré con motivación renovada la obsesión por los detalles y la lectura de situaciones tácticas universales, esa de las que se compusieron nuestros movimientos, series cortas en las que buscábamos colocar el balón donde queríamos para que fueran los jugadores, protagonistas del juego, los que decidieran qué, cómo y cuándo. No por ello dejo de hacer autocrítica, sabedor de que pude aprovechar mejor algunos minutos de entrenamiento, calcular mejor las progresiones, dar a cada uno lo suyo de forma más individualizada, reconocer mejor los momentos claves de un partido, sacar más rendimiento a alguno de los chicos,…

No quiero olvidarme de agradecer a Rodrigo Valladares su inestimable colaboración, por más que en ocasiones no le hiciera suficientemente partícipe de mis porqués, error que sigo cometiendo. Él ha sido clave en este pequeño éxito ejerciendo de algo más que un ayudante para mí y de mucho más que un soporte espiritual para todos los chicos que encontraron en él un confidente en el que sus propios mensajes rebotaron, mejorados por su experiencia y valores.

Y despido emocionado esta entrada que hace las veces de obituario de una temporada que recordaré toda mi vida y que, después de un año muy difícil, en el que fue complicado encontrar momentos de disfrute, me ha reunido de nuevo con los motivos que un día de septiembre de 2008 me llevaron a reunir al equipo de fútbol sala que entrenaba en el colegio con el objetivo de convencerlos de que lo pasaríamos mejor jugando al baloncesto. Sirva esta entrada como prueba documental de que lo hicimos. Y de que lo hemos vuelto a hacer.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Celebrar para recordarla





Vivir para contarla es, junto a El mundo de ayer de Stefan Zweig, mi libro de memorias favorito. En él Gabriel García Márquez rememora su infancia y primera juventud partiendo de los siempre difíciles días en los que un clan pone en venta la casa familiar, sumidero de recuerdos, de vivencias experimentadas cada cual a su manera pero siempre en el mismo marco geográfico y cultural, entre unas mismas paredes y bajo un mismo techo. Vivir para contarla es un lema para quienes nos gusta sentarnos en un escritorio y juntar un par de letras aquí y allá. Pero otro lema que yo practico, y que hoy me viene a la cabeza tras asistir a la charla La construcción de hábitos en formación impartida por Javier Torralba, técnico de Siglo XXI y de categorías inferiores de la selección española, es el de “escribir para recordarla”.

Porque precisamente con esta intención rememoratoria compongo hoy este pequeño post en resumen de todo lo que me sedujeron las palabras de este entrenador catalán. Para no olvidarlas y para poder repasarlas algún día sin temor a que el folio que empleé ayer, reverso de un billete de tren, desaparezca llevándose inscritas en él algunas claves que, seguro, me ayudarán a ser mejor entrenador.

El baloncesto tiene que contestar a mis porqués”. Nada por nada, sin criterio o sin estar encaminado a un objetivo. Todo por algo, dentro de un método y hacia un fin que, paradójicamente, debe estar en la génesis de la planificación. Nuevamente aquí se juntan mis dos grandes pasiones –el baloncesto y la escritura–, pues programar no es otra cosa que componer un relato partiendo de un final preconcebido y, eso sí, con unos jugadores/personajes, que muchas veces no podemos elegir, y que, teoría narrativa básica, no pueden ser los mismos al final de la novela (en este caso tienen que ser mejores, deportiva y personalmente).

Javier Torralba fue fiel en su exposición al título de la charla, muchas veces un reclamo o mcguffin que no adelanta nada de su contenido. En esta ocasión se incidió con suficiente detalle en la “construcción de hábitos” y se hizo, además, desde una óptica y una perspectiva muy próxima a la de nuestras realidades cotidianas. Y es que no hay otra manera de conseguir que un jugador se acostumbre a realizar dos esfuerzos consecutivos, tirarse por cada balón, cerrar el rebote, ser un buen compañero, contactar en ataque y en defensa, que introduciendo estas componentes en nuestras tareas y ejercicios, aunque se basen, por economía de medios, en la enseñanza de un fundamento o en dinámicas más globales. Creo que de forma plenamente consciente rescató de las nuevas corrientes pedagógicas un término que fue cediendo paso a la hiperespecialización en la que se basó la economía durante las dos primeras revoluciones industriales y presente hasta hace poco en nuestra “querida” universidad: la transversalidad. Y es que toda una serie de hábitos, principios o rutinas deben aparecer en cada una de nuestras tareas si queremos que modifiquen cromosoma a cromosoma el código genético de nuestros jugadores.

Uno de esos hábitos debe ser el de competir, por mal que les parezca a algunos. Competir para sacar lo mejor de nosotros mismos y de quienes tenemos alrededor, lo que implica sentir dolor en ocasiones y celebrar cada pequeño paso, que no se nos olvide celebrar. Porque celebrar comparte con la escritura ese don de traer al presente los sentimientos de gozo y autoestima que nos permiten creer en lo que hacemos, sin titubear o temblar ante la grandeza de un rival u objetivo. De ahí que a la salida del clínic, tomando algo de distancia respecto de mis compañeros entrenadores, me otorgase el lujo de sacar el puño y gritar, aunque fuera en bajito, un "¡vamos!" que me recordó por qué me gusta ser entrenador y cuánto hay aún de excitante y retador en el camino. 

P.D. Gracias, Javi. Quede constancia gráfica de este ¡Vamos! que escribiría con el puño si las teclas fueran más grandes.

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Niños, sí, pero jugadores de baloncesto




“Sois adolescentes, es verdad, pero sois adolescentes que han decidido jugar al baloncesto”. Esta frase se la repito a menudo a los cadetes que tengo la fortuna de ayudar, humildes y respetuosos en el noventa y nueve por ciento de las ocasiones, cuando se dejan atrapar por la pereza o lamentan en voz alta los planes que han tenido que dejar de hacer por acudir a entrenar. Ricardo y Salva estarán en la Operación Bocata o en el evento de moda, les digo, pero Ricardo y Salva no tienen ni idea de lo que representa sacrificarse por una causa común, disfrutar con el esfuerzo, pelear hombro con hombro con los compañeros de equipo por jugar cada día mejor, sin recompensas aparentes más allá de esa satisfacción interna que no otorgan las grajeas ni los máster regalados: la del trabajo bien hecho, la piel en la pista y los pulmones vacíos.

Al hilo del Campeonato de España de Minibasket, han sido varias las opiniones vertidas acerca de la sobrexcitación de los chicos, la agitación provocada por los entrenadores, criticando a estos por erigirse en protagonistas de un cuento del que no debieran ser más que un narrador omnisciente, un observador privilegiado, un guía, todo lo más. He de decir que estos comentarios y artículos me han hecho reflexionar, es verdad, y puede que en algún caso estén suficientemente motivados y que hubiera más de un ejemplo, en San Fernando, de lo que no se debe hacer, con protestas y aspavientos excesivos. Pero, sinceramente, creo que dan una visión exagerada poniendo el foco en lo llamativo y no en lo general, pues entiendo que, ante todo, por encima de la presión del resultado, primaron la diversión y la deportividad. 

En mi opinión es esencial formar niños y adolescentes comprometidos, a los que les importe lo que está ocurriendo en la pista –que animen desde el banquillo y sientan como propios los esfuerzos de sus compañeros–, que sean generosos en el trabajo, para lo que hace falta un grado de concentración incompatible tanto con el estado de nerviosismo que critican como con el estado de relajación que promueven, y que muestren pasión por lo que hacen. Objetivamente, ninguna canasta, tapón, rebote o ayuda defensiva van a alterar la órbita elíptica que describe el planeta alrededor del Sol, pero no hay aprendizaje efectivo sin pasión, sin una inmersión en la tarea que linde con el estado de hipnosis. Frente a la asepsia generalizada en la que estamos instalados, con una juventud que no es tonta y observa la falta de sentido de sus esfuerzos, condenados a estrellarse con una tiránica realidad laboral, el deporte debe erigirse en bandera contra el nihilismo, en objeto de un idealismo que le gane la partida tanto al sentido común como a las tendencias sobreprotectoras que conducen a las nuevas generaciones a la cadena perpetua de la dependencia, a una peligrosa ausencia de autonomía, más aún cuando estamos a pocos años de asistir a una reconversión aún más brutal de las estructuras productivas en el marco de una nueva revolución tecnológica. ¿Qué profeta del buenismo les va a rescatar entonces? ¿Qué vida extra les va a conceder este videojuego?

El verbo competir reside en el barro del que está compuesto el ser humano, antes animal que cultural, resultado de una evolución guiada por el principio de la supervivencia del más fuerte. Celebro que la educación haya moderado alguno de nuestros instintos, que hayamos concedido a las fuerzas del estado el monopolio de la violencia y que existan mecanismos redistributivos de la riqueza, pero la realidad demuestra a diario que el talento y el trabajo, amén de contactos o trapacerías bochornosas, siguen siendo la base de la promoción social y laboral. El talento, el trabajo y también el entusiasmo.

He leído todas las opiniones con atención e interés. Me han hecho pensar y rememorar alguno de los pasajes que vivimos en San Fernando con espíritu crítico y autocrítico. Pero sigo pensando lo mismo: los niños que acudieron al campeonato son niños, sí, pero niños que han decidido jugar al baloncesto, con todo lo que ello les separa del resto de su cohorte de edad. No veo qué hay de malo en hacerlos competir exigiéndoles el cien por cien de sus capacidades, el máximo compromiso con la tarea colectiva, una generosidad sin atajos en el esfuerzo y una implicación emocional absoluta, no con la victoria en el marcador, sino con ser lo mejores que pueden llegar a ser.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El que lee mucho y...





Nada como viajar para quedar agotado y rendirse a los placeres cotidianos de una cama bien hecha o un café de sabor conocido. Nada como situarnos en otras coordenadas para mirar nuestro pequeño mundo con la perspectiva que merece, sin el hastío de lo hollado hasta el extremo ni el orgullo cateto y caricaturesco del que en ocasiones hacemos gala presumiendo de carácter o plaza mayor. Diez días a caballo entre San Fernando y Valencia me han recordado que he de hacer las maletas más a menudo, abrir mis humildes ventanas al aire de otras latitudes, al aroma de otros árboles y plantas, al sol de otros terruños.

Las recientes experiencias en el Campeonato de España de selecciones autonómicas de minibasket, como entrenador ayudante de Rafael Gil (con Elí Bayón y Cris, fundamentales también en el equipo), y en el Valencia Basketball Challenge, acompañado de Rodrigo Valladares al frente del Cadete “A” del Club Baloncesto Tormes han hecho más por mi conocimiento del baloncesto que muchos clínics a los que he acudido, que muchas horas de lectura en la soledad de mi "batcueva". Sobre todo porque una vez más se ha vuelto a demostrar que si el “qué” es importante, el “cómo” lo es mucho más.

En estos días he terminado de comprender la importancia de detalles que hasta ahora se me escapaban, que no estaban integrados en el concepto que tenía de “entrenador”, muy obsesionado con lo técnico y lo táctico y no con los matices que, a la postre, pueden hacerte ganar (o perder) un partido. También he adaptado al alza mi umbral de exigencia, insuficiente para los niveles de competición que te encuentras cuando rebasas los límites de la Meseta y te enfrentas con rivales más altos, más rápidos y más fuertes: todo nivel de atención y concentración es insuficiente, siempre puedes reaccionar una milésima de segundo antes –o anticiparte, que es aún mejor. De igual manera, he comprendido que la definición de los roles es también esencial en minibasket, al menos si el objetivo es competir y funcionar como un equipo armónico. Los chicos son los primeros que lo entienden.

También he terminado de convencerme de que el tiro es el fundamento esencial, aunque el pase nos encante a todos los entrenadores (con razón) y un jugón pueda levantar él solo un pabellón. El tiro y el rebote, una fase del juego que puede multiplicar (o dividir) el número de tus posesiones, golpear (o ser golpeado) anímicamente y del que depende el dominio del ritmo del partido. Y la defensa, por supuesto, que en mini se basa principalmente en ganar batallas individuales con el par, ser más rápido, o más listo, que el que tienes enfrente y quiere meter canasta. En eso y en ser más duro, también es verdad, pues el arbitraje tiende a ser permisivo, quizá por encima de lo que necesitarían chicos de doce años. Pero vuelvo a la importancia del tiro para autocensurarme y censurar a todos aquellos que se quejan de que sus equipos han fallado muchos tiros debajo del aro o en buenas posiciones. Tal vez nos saltamos el primer paso en su formación. Desde luego, tras enfrentarme a varios equipos durante el campeonato y el torneo posterior, creo que es en esta área donde más cojeamos en nuestra comunidad respecto de otras escuelas, principalmente la catalana.

Regreso a casa más convencido de la importancia del entrenador, pero también, al mismo tiempo y sin que quepa hablar de una paradoja, de que el verdadero protagonismo es de los chicos, tengan la edad que tengan. Eso hace que me relaje, que relativice mi posición y mi protagonismo. Este año, gracias al contacto con grandes entrenadores y a las vivencias acumuladas, he comprendido que la presión para un entrenador se termina cuando el balón es lanzado al aire y que, en el partido, aunque debamos aportar soluciones, poner luz allí donde los jugadores solo ven oscuridad, lo que debemos hacer es disfrutar y dejar disfrutar. En ese proceso estoy, aunque a veces me tropiece con el mismo trozo de cuarzo o granito. Aprendiendo de forma acelerada gracias a estas oportunidades que me han brindado la federación regional y mi club.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Pepe San Agustín, in memoriam


En estos días en los que el obituario se ha convertido en el subgénero periodístico más practicado, otra lúgubre noticia se ha cruzado en el camino de quienes nos dedicamos al baloncesto en nuestra ciudad: ha muerto Pepe San Agustín, árbitro especialmente querido por todos por su amor al juego, el sentido educativo que le daba a su labor y el buen humor que destilaba en cada encuentro.

En algún cajón, real o virtual, existe un álbum de fotos en el que todos los jugadores y entrenadores de la región aparecemos posando junto al conjunto rival con Pepe y su pareja arbitral, cuando no era el encargado de hacer la foto, en el centro. Reconozco que en mis inicios como preparador me parecía un fastidio tener que alterar el protocolo prepartido y que mi principal preocupación era que mis jugadores no se quedaran fríos esperando al inicio. No es que crea a pies juntillas aquello que decía Díaz Miguel (cuyo decimoctavo aniversario de su muerte conmemorábamos también ayer), pero siempre le he dado mucha importancia al inicio, por todo lo que tiene –teoría básica de la narrativa– de anticipo del desenlace. Sin embargo, con el paso de los años –¿será eso que llaman madurez?– empecé a valorar aquel rito, su simbolismo. Aquel retrato dotaba a cada partido de una singular relevancia. Pepe sabía mejor que nadie algo que por ignorante presunción solemos pasar por alto: nunca sabemos cuál será el último.

Así que nos hacíamos la foto y asistíamos con paciencia a su particular forma de arbitrar, a su repertorio de gestos (¿ha sido falta en defensa o en ataque? ¿fuera de nuestro equipo o del suyo?) y a la parsimonia con la que a veces acudía a entregar el balón para el saque. En los últimos años al menos, sabíamos que se le escaparía alguna acción por estar mal colocado, o que le parecería legal una mutilación braquial o un placaje de rugby, aunque el tono general del arbitraje fuera bueno y el criterio consistente, es decir, toda mutilación era permitida (como nos reiríamos bromeando al respecto). Charlábamos con él cuando le tocaba correr por nuestra banda y aceptábamos con humildad el consejo que nos daba sobre nuestra forma de dirigirnos al árbitro.

Y cual Forges, con las derechas y las izquierdas o los burgueses y los obreros, Pepe San Agustín también ha obrado el milagro de poner de acuerdo al mundo (mundillo) del baloncesto local, de natural cainita y poco agradecido. Su figura genera el consenso propio del hombre bueno en el sentido machadiano (79 años de su muerte también ayer), del apasionado que, sin embargo, comprende que su actividad, por quererla tanto, tiene que quedar al margen de los comportamientos cínicos, de la sucia contienda, del barro de twitter, los comentarios anónimos de la prensa local y la crítica malintencionada.

P. D. Es una pena, Pepe. No vernos de nuevo en las canchas (ya había comprado protecciones para los chicos ;) ), no hacernos de nuevo una foto o no poder mirar juntos el álbum e intentar descifrar quién era cada cual y especular sobre qué fue de su vida. Y, sé que tú entenderás esto que voy a decir, es una lástima que no puedas morirte todos los días poniendo de acuerdo a esta tribu que hoy, y tal vez mañana, te llorará con desconsuelo y respeto, pero que pasado, y el siguiente, volverá a comportarse como suele, por la fuerza de la costumbre y el olvido.


UN ABRAZO, PEPE, Y MUCHAS GRACIAS POR TODO

Su asignatura favorita (I)




Cada vez que me proponen dar una charla o participar de algún proyecto de formación de entrenadores, la primera reacción pasa por poner en tela de juicio mi propia capacidad para ello –en mi currículum no hay grandes victorias ni méritos semejantes. Sin embargo, no mucho después, acepto la propuesta poniendo de relieve, por encima de las dudas, la oportunidad que la elaboración de una exposición supone para quien la realiza.

En este caso, y aunque sin poder entrar aún en detalles, me encuentro preparando una pequeña ponencia sobre el diseño de una sesión de entrenamiento en categoría de minibasket, algo que pudiera parecer baladí, pero que, en realidad, es una cuestión básica a la que deberíamos prestar mucha atención. Y es que el entrenamiento es al jugador (y al equipo) de baloncesto, lo que el proyecto a un edificio o la receta a un plato de cocina, es decir, la base de su futura mejora y de los resultados que de ella se deriven. No en vano, preguntados numerosos entrenadores norteamericanos especializados en edades de formación, resaltaban como uno de los principales errores que habían observado entre los técnicos más jóvenes la falta de planificación, “the lack of purpose” de cada ejercicio en el conjunto de un entrenamiento y, peor aún, en el conjunto de un mesociclo o temporada.

Sin embargo, antes de plantearnos un esquema de sesión, el reparto de los tiempos, la fijación de los objetivos, o de dotarnos de una batería de ejercicios en función de estos propósitos, creo que debemos reflexionar sobre unas cuestiones preliminares que no son en absoluto peregrinas, pues de ellas pueden depender nuestro estilo de entrenar, la forma de comunicarnos con los jugadores, la ponderación de los diferentes conceptos a enseñar o la filosofía misma de un equipo. Todas ellas, aunque estaban latentes, han surgido en medio del proceso creativo en el que me hallo inmerso. Si las dejo por escrito es porque al materializarlas cobran una nueva dimensión y se quedan fijadas con más claridad en la memoria. Si las comparto no es porque crea que tenga algo nuevo que aportar, sino, más bien al contrario, porque entiendo que puedo hacer partícipe con ello a gente con mucha mayor experiencia que yo. En cualquier caso, si grito al aire es porque me importa el baloncesto, su entrenamiento y la formación que las nuevas generaciones reciben a través de esta, su asignatura favorita.

1. Entrenamos poco. El baloncesto ya no es la más importante de las cosas poco importantes, sino un complemento de toda una panoplia de actividades que preparan al niño para ser un trabajador o empresario exitoso, olvidando que muchas de las claves de este presunto éxito dependerán en mayor medida de valores y competencias que el deporte les puede enseñar que de los conocimientos concretos que hoy puedan adquirir. Entrenamos poco, además, en la era de la historia en la que los niños exploran menos sus habilidades atléticas a través del juego en el patio o el parque.

2. Entrenamos en condiciones muy precarias, a horas intempestivas (recién salidos del comedor o demasiado tarde, cuando los niveles de energía están por los suelos), con una ratio muy elevada de jugadores por entrenador y, cuando hablamos de colegios, con numerosas inferencias de las estructuras suprayacentes. Rara vez habrá un balón por jugador. Tal vez ni siquiera dos canastas a la altura reglamentaria.

3. No están los mejores. USA Basketball definió en su guía para entrenadores de baloncesto, el período que va entre los 9 y 12 años como la fase “fundacional” (foundational), la época de la trayectoria vital del jugador en la que este debe aprender a entrenar (higiene, concentración, capacidad de esfuerzo,...) y asentar, al mismo tiempo, las bases psicomotrices y técnico-tácticas sobre las que luego se ha de incidir. Sin embargo, sin ánimo de ser excesivamente crítico al respecto, creo que demasiadas veces nos encontramos con prácticas que deberían figurar en el apartado “lo que no se debe hacer”. Todos hemos sido osados ignorantes, pero al menos hay que intentar conocer los fundamentos. Frente al relativismo buenista que asegura que no hay verdades absolutas en una materia tan abierta como el entrenamiento deportivo, yo sí creo en la ortodoxia, en la tradición, aunque luego, desde un conocimiento profundo de ambas, podamos ser creativos y construir nuevas teorías. Ojalá, como clamaba Vittorio Gasman tuviéramos dos vidas, una para ensayar y otra para actuar. A cambio tenemos libros, vídeos y entrenadores con experiencia cerca. Acudamos a ellos con curiosidad, humildad y mente abierta.

4. Hemos renunciado a la exigencia. Como seres autocomplacientes que somos, como borrachos de las modas que a nivel discursivo se han impuesto, hemos olvidado que esto va de sacrificarse, de jugar por encima de las posibilidades, a veces con dolor. Alejemos nuestros umbrales de exigencia de nuestro punto de partida y, predicando con el ejemplo, exijamos también a nuestros jugadores. El buen deportista, el de verdad, la demanda. El mal jugador no la soporta. Hecha está la tan necesaria criba, no entre buenos y malos, sino entre deportistas y no deportistas.

5. No se planifica. En edades de minibasket la competición debe ser un aliciente, no una meta. De ahí que los entrenadores deban concebir su tarea más como la de un educador que la de un preparador en sentido estricto. El entrenador es un maestro que debe enseñar competencias, valores y contenidos que pueden ser fácilmente categorizados y catalogados en dos ejes –jerárquico el de las competencias y valores, y de complejidad creciente el de los contenidos– que respondan, a su vez, a las necesidades individuales de cada jugador. En fin, sé que estoy pidiendo mucho. Bastaría con que se eligiera para la enseñanza de un concepto los ejercicios apropiados. O con que quienes están empezando se formaran y preguntaran, en una actitud de honestidad que siempre contará con nuestro aplauso, a los que más saben.


Es cierto, el baloncesto no aparece en los currículos oficiales, es una actividad escasamente valorada y muy pocos de los jugadores que entrenemos contarán con la capacidad de ser profesionales en un futuro. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a esta tarea y a diez, doce o quince niños expectantes, conviene recordar que gran parte de ellos no acude a pasar el rato o cumplir con la obligación que le han puesto los padres, sino a aprender y a ser cada día mejores en su asignatura favorita.  

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Zidane miente


Créanme, tengo varios motivos objetivamente más graves para pasar una mala noche que haber perdido un partido de liga autonómica en Palencia. Es más, cualquiera los tendría, la vida es complicada, el trabajo escasea y se ciernen diferentes amenazas sobre la libertad y el bienestar social. Y, sin embargo, a lo único que se ha dedicado mi cerebro la pasada noche de domingo es a repasar mentalmente el partido, a analizar una a una las jugadas, la toma de decisiones, la capacidad estratégica que uno tiene como entrenador, también a planificar el próximo, una posible revancha. Y aunque de vez en cuando me aliviaba a mí mismo repitiendo como un mantra las palabras que está empleando Zinedine Zidane para no naufragar en medio de la mayor crisis de resultados que ha vivido el Real Madrid en décadas, me parece que el francés está más jodido de lo que aparenta.

Tenía que confesarlo. Estoy hasta los cojones de que las victorias me dejen un leve regusto de satisfacción que apenas alimenta la motivación antes de encarar la semana y las derrotas, en cambio, estos dolores de cabeza que hipotecan el descanso y, en última instancia, la salud. De verdad, cuando empiezo a repasar los partidos perdidos por mi equipo, sobre todo los igualados, aceptaría ser el responsable de crímenes abominables cometidos contra la humanidad, no tendría dudas de haber colocado los explosivos nucleares a bordo del Enola Gay. La noche después de una derrota nunca me contento con las explicaciones salvíficas; soy incapaz de dar por buenas las razones que me exculpan, que me hablan de una capacidad de acción limitada (ya saben, uno no puede meter los tiros).

Maldito ego el del entrenador, qué autodestructivo se vuelve cuando te lleva a considerar que victorias y derrotas (más estas últimas) pasan únicamente por tus manos. Y sabes que son dos impostoras, enemigas del proceso y del trabajo, pero también que lo mediatizan todo y terminan afectándote. Cuando juegas, juegas a ganar y cuando pierdes, es evidente que algo se pudo hacer mejor. Pero no es probable que tengas siempre razón cuando piensas que fulano debió jugar más. Y también aquel otro y, por supuesto, el otro. O sí, pero vaya, que al final solo puede haber cinco jugadores en el campo y no hay constancia de una mejora obligatoria del rendimiento.


Así que “seguir trabajando”, “perseverar” o “insistir” son las fórmulas correctas para abandonar este estéril circunloquio y seguir avanzando. Sobre todo porque lo que toca es demostrar que mantienes intacta la fe, lo que ahora vuelve a ser cierto, aunque no lo fuera durante la noche, y contagiar a los jugadores para que suban el nivel en los entrenamientos, defiendan más duro y metan más tiros en los partidos. Toca asumir este discurso, actuar con una inquebrantable firmeza en tus posibilidades y en las del equipo e ignorar lo que tú, entrenador de club de baloncesto en Castilla y León sabes muy bien. Que Zidane, entrenador del equipo con mayor presión del mundo, miente cuando dice que está tranquilo. Y que no es fácil, ni siquiera muchas veces divertido. Puta droga esta.

Cómo tener un hijo profesional


Ayer asistí a las finales del Campeonato de España cadete de selecciones autonómicas en las que la Comunidad de Madrid se impuso con claridad a Andalucía sirviéndose de un juego roto (o por conceptos, como prefieran) y, especialmente, de unas mucho mejores aptitudes atléticas (citius, altius, fortius). En la grada, imagino, muchos de sus familiares, expectantes ante la cita y conscientes, supongo, de contar con un deportista excepcional en sus casas: estar entre los doce mejores (no siempre) de su generación en una comunidad autónoma de esas características deja margen para soñar.

Eso sí, a esos padres habría que decirles que el baile no ha hecho más que empezar y que, contra todo pronóstico, hay una alta proporción de jugadores en ligas profesionales o semiprofesionales que no participaron de este tipo de campeonatos porque aún no se habían desarrollado físicamente, pero también porque ese tiempo en el que los técnicos de las federaciones primaban los objetivos competitivos, estos, los excluidos, lo dedicaron a mejorar sus habilidades individuales, su manejo de balón, el control de su cuerpo; los fundamentos, en definitiva. Pero tampoco canten victoria esos padres cuyos hijos se han pasado las navidades tecnificando en sus clubes o acudiendo a campus. Seguro que ahora pasan y tiran mejor, pero hay tantas variables que entran en juego que lo mejor es resumirlas brevemente antes de hacer una apuesta arriesgada. Seguro que me dejo muchas, así que ayúdenme, si lo desean, con sus comentarios.

1. Preguntar, o averiguar si preguntar le parece demasiado impertinente, el historial genético de su pareja antes de ponerse al lío. Lo siento, pero el porcentaje de personas por encima de 1,90 se invierte cuando comparamos la sociedad y la cancha. De las doce plazas que componen un equipo, solo dos, tres en el mejor de los casos, quedan reservadas para pequeños. Luego el 80 por ciento de la población se pelea por el 20 por ciento de las plazas en el “backcourt” a la inversa de lo que sucede en las posiciones de alero. Echen cuentas y tengan presente que la tendencia de poblar la pista de jugadores espigados de gran envergadura es imparable y empieza a afectar al tradicional nicho de los pequeños: la posición de base.

2. Tener suerte (o saber elegir) con los primeros entrenadores de sus hijos. Un buen entrenador sembrará de entusiasmo el camino. Un mal entrenador puede, directamente, hacer que lo abandone. Un mal entrenador hará todo lo posible para ganar. Uno bueno, todo lo que esté en su mano por formar. Subraye este punto si su hijo destaca por su tamaño en las fotografías de la escuela. De ello depende que se pase su infancia yendo de aro a aro abusando de su tamaño o que pueda llegar a ser un jugador completo.

3. Colaborar con el entrenador (si este es como debe ser), reforzar sus mensajes de esfuerzo, disciplina y humildad. Aceptar que una persona ajena a la familia se ocupe de una parte esencial de su educación y poner todos los medios –es decir, ninguno– para que pueda llevar a cabo su labor. Practique la invisibilidad en las gradas.

4. Compartir los sueños de su hijo o hija. Hacerles partícipes de las dificultades, pero visualizar con ellos la meta. Nadie ha alcanzado un objetivo que no haya imaginado antes. Si su hijo tiene las aptitudes y actitudes necesarias y un entusiasmo desproporcionado, los miedos y precauciones propios deben quedar bien sellados en una caja fuerte. Todo ello sin perder el equilibrio y evitando mezclar las agendas: su felicidad no puede depender nunca del rendimiento deportivo de su niño o niña.

5. Tener las maletas preparadas. El determinismo geográfico choca con todas las teorías del “si quieres, puedes”. No es lo mismo que cada dos domingos haya un partido profesional de baloncesto o que no lo haya, que tu club pueda ofrecerte entrenamientos individuales y un trabajo especializado de gimnasio que hacer dinámicas de grupo y recibir las indicaciones como un miembro más. No es lo mismo ser el mejor de tu equipo, dominar cada entrenamiento casi sin esfuerzo, que tener que superarte cada día para coger un rebote, generar un lanzamiento o conseguir una línea de pase. Y eso, muchas veces, solo lo ofrecen determinadas ciudades y clubes.

6. Educar en la humildad, pero no en la modestia. La humildad es siempre buena consejera, amiga íntima del trabajo y de la atención a los consejos bienintencionados. La modestia, en cambio, en cuanto que “carencia de vanidad” es limitante, familia de la profecía autocumplida y de la explicación que tranquiliza al mismo tiempo que nos mantiene anclados en el mismo lugar. El límite, como la distinción semántica entre ambos vocablos, es casi inapreciable, pero definitivo. Aplique esto en la educación de sus hijos, premiando los primeros comportamientos y cortando los segundos. De la soberbia y el engreimiento ni hablo. Hay jugadores investidos de estos valores, es verdad, pero no los querría ni en mi equipo ni en mi casa.

7. Practicar el optimismo en la vida diaria, al afrontar los inevitables contratiempos relacionados con la salud, la economía o los afectos. Generar un entorno libre de drama o susceptibilidades exageradas, normalizar lo excepcional. No sé por qué, pero llegado a este punto pienso en la familia Gasol.

8. Tirarse con paracaídas. Primar la educación, hacerla compatible con los entrenamientos, aunque ello implique madrugar o trasnochar. Si algo ha caracterizado al baloncesto, en la comparación con otros deportes, es su vinculación con la escuela, la formación de muchos de sus mejores representantes. Esta seguridad restará trascendencia a los pequeños fracasos, esos que son necesarios como parte del aprendizaje pero que, mal interpretados, llevados a su última expresión, pueden comportar el abandono.

9. No olvidar la primera




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS