La noche del pasado sábado la pasé realmente afectado por la imagen
que había dado mi equipo cadete en la liga autonómica de Castilla y
León, por lo mal que competimos en la segunda parte, cuando todo
estaba en juego al descanso. No me servían como excusas las lesiones
ni la superioridad física del rival. Habíamos fallado en la
comprensión de aspectos muy básicos de la vida de un equipo: no
habíamos peleado unidos ni aceptado el reto de competir hasta el
final.
Por
eso apenas presté atención a una corrección técnica que al final
del encuentro un árbitro, de forma bien intencionada, le hacía a
uno de los jugadores de mi equipo por su manera de botar. “Hace
acompañamiento siempre” (se lo habrán señalado dos veces en toda
la temporada), me comentaba y yo le aceptaba agradecido el consejo
enterrándolo en el fondo del saco donde guardo todo lo que tenemos
que entrenar y mejorar. Y por supuesto no voy a pedirle a mi jugador
que cambie su naturalidad, esa adaptación que le permite suplir su falta de
explosividad, de exuberancia física. También es talento forzar los
límites del reglamento.
Sirva
esta anécdota para ilustrar la diferente concepción de árbitros y
entrenadores, actores igualmente necesarios para que el baloncesto
pueda seguir desplegando sus alas. Yo me llevaba a casa numerosos
aspectos sociológicos, psicológicos, también técnicos y tácticos
sobre los que reflexionar y él, además de un acta que entregar a la
entidad gestora de la competición, la conciencia de haber ayudado a
un jugador a adaptar su juego a la norma. Yo me iba jodido y él
satisfecho; él con todo hecho, yo con todo por hacer.
Escribo
esto desde el respeto que profeso por los árbitros como colectivo y
también, faltaría más, de manera particular. Condeno cualquier
protesta de mis jugadores y procuro ser educado y generoso con su
actuación desde la convicción de que ambos estamos aquí para hacer
mejor el baloncesto. Hace dos años que no recibo una técnica y no
creo, en absoluto, en la función catártica de una exageración
histriónica como la que tantos practican tratando de encontrar en el
fondo del colegiado una señal de debilidad que le incite a alterar
el criterio a favor de los intereses de su equipo. Todo esto es
verdad, pero estoy con Jota.
Sí,
estoy con el entrenador del Tecnyconta Zaragoza, con quien comparto
mucho más que una consonante en el nombre: al menos una inmensa
pasión por el baloncesto, la competición y la enseñanza. De Jota
admiro su capacidad de trabajo –qué no habrá hecho por llegar
donde está–, el haberlo arriesgado todo por conseguir su propósito
en el mundo del baloncesto. Ahora también la claridad con la que se
expresó ante una situación que consideraba injusta (el diferente
criterio a la hora de juzgar la agresividad defensiva en ambos lados
de la cancha), que empezó sacando de quicio a uno de sus mejores
jugadores y afectando al estado de ánimo general de su equipo, lo
que, entre otras muchas cosas, que también comentó en rueda de
prensa (soluciones individuales, pérdida de concentración), terminó
costándole, además de una expulsión por doble técnica, una
derrota que los mantiene en la parte baja de la tabla, allí donde se
duerme infinitamente peor y empieza a correr riesgo el pan de los
hijos.
El
tono de su rueda de prensa fue duro, pero sus palabras estuvieron
bien seleccionadas. Quizá sobró la alusión personal, pero lo hizo
desde el convencimiento de que el asunto se estaba desarrollando en
dichos términos: de nombre propio a nombre propio. Jota reclamó
para su equipo, que es también el de una ciudad, unos patrocinadores
y una masa social respeto, solo eso. Jota, aunque puede que
influenciado por una visión parcial, pidió igualdad de criterio
(algo complicado, es cierto) y una comunicación abierta con los
árbitros, no para convertirlos en protagonistas, sino para poder
saber a qué atenerse (¿por qué aquella mano sujetando el antebrazo
se señaló y aquella otra no? ¿qué vio distinto?) en la búsqueda
de una uniformidad de criterio que permita disolver toda sombra de
duda, pensar que a alguien pueda provocarle dentera su mera presencia
lo que, a la postre, provocará, de forma consciente o inconsciente,
decisiones equivocadas que perjudicarán a su equipo.
No
hay duda: los mejores árbitros son aquellos que entienden el origen
de las ojeras, la tensión de los jugadores; los que se comunican con
naturalidad, seguros de sí mismos, y no solo por su conocimiento del
reglamento, sino también por la capacidad para gestionar las
emociones que suscita la competición, el encuentro agonístico entre
dos contendientes que han aceptado medirse en igualdad de
condiciones, cinco contra cinco a lo largo de cuarenta minutos. Estoy
seguro de que la mayor parte de árbitros ACB son los mejores de
nuestro país también en estos aspectos, pero a pesar de todo estoy
con Jota, pues no dudo de
la génesis de su enfado ni
de la esencia de su queja.
Él
es mucho mejor entrenador que yo, pero, en otra escala, en otra
ciudad, y con
mucho más en común que una simple J en el nombre, yo
sé mejor que ningún árbitro cómo pudo pasar esta noche Don José
Ramón Cuspinera. Mucho ánimo, coach.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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