Cuando
uno comienza a entrenar equipos en el patio del colegio se dedica a
solventar problemas, a plantear retos inconexos a sus jugadores, a
trasladarles una visión del baloncesto necesariamente parcial. Son
días de inventar sobre la marcha, de probar lo último que se ha
visto o leído y de transmitir una pasión ingenua que puede, o tal
vez no, sobrevivir en el tiempo. Entonces uno carece de método –tal
vez ni siquiera se haya planteado que pueda existir uno–, desconoce
el destino y, por lo tanto, le da igual cómo sople el viento y hacia
dónde orientar sus velas. Repite dinámicas que ha probado como
jugador o traslada a su realidad, y sin adaptación alguna, el
entrenamiento individual del último MVP de la NBA y, a pesar de
todo, por estar cerca de sus jugadores en términos de edad y
aspiraciones, por gozar de un entusiasmo que aún no ha sido puesto a
prueba por las dificultades propias del camino, engancha a los
chicos.
Pasados
unos años aprende, a base de acumular experiencias, qué es lo que
hace falta para dirigir un grupo, crear un equipo competitivo y, por
eso mismo, se dota a sí mismo de un plan y un método, en prácticas
ambos, como es lógico. Adquiere también una mente analítica que va
más allá de lo que está sucediendo en apariencia y reacciona con
mayor prontitud ante los retos, de todo tipo, que inevitablemente
surgen a lo largo de una temporada. Poco a poco, a través de
charlas, diálogos con otros entrenadores, visualización de partidos
y autocrítica va conociendo el oficio y adquiriendo una mayor
variedad de respuestas. Así, al final de un largo proceso, con
avances y retrocesos, ensayos y errores, convivencia con la presión
exterior, pero también interna, podríamos llegar a hablar de un
entrenador.
Si
además se cuenta con un carisma especial, un don para la
comunicación y la motivación, un conocimiento profundo del alma
humana y de todos y cada uno de los fantasmas que la rodean; si uno
tiene una capacidad por encima de la media para encajar los golpes,
asumir los fracasos y extraer energías de la propia desesperación
y, además, se alía con su causa el azar, estaremos hablando de un
gran entrenador en términos profesionales. De un entrenador de talla
mundial, capacitado para entrenar en ligas internacionales,
universidades norteamericanas (si además aúna las virtudes éticas
y disciplinarias propias del maestro) e, incluso, en la NBA.
Pero
permítanme que reserve una categoría especial para aquellos que
conciben, o concibieron, esto de entrenar como algo casi místico,
una suerte de actividad artística desligada, si acaso, de alguno de
sus cánones fundacionales, pero análoga en muchas otras de sus
características. Aquí estaría el entrenador “genio”, enfermo
del detalle, escultor incansable de piezas impolutas, que concibe su
oficio como un ejercicio inevitablemente moral y deudor del que en el
pasado ejercieron los grandes maestros a los que, por respeto, no
aspira a imitar. Para ellos no importa tanto el método o el plan,
pues lo dominan hasta tal punto, como la filosofía que quieren
inspirar a través de su obra baloncestística. Y esta filosofía es
la de la perfección.
Todo
ello tras leer unas magníficas palabras que firma Stefan Zweig
dedicadas a Arturo Toscanini, de las que rescato algunos párrafos
que me hicieron pensar en todos los genios a los que he visto
entrenar, aunque haya sido en televisión. Pongan ustedes, si
quieren, los nombres.
Toscanini
odia la conciliación en todas sus formas. Desprecia en el arte como
en la vida la gentil conformidad, el compromiso, el mísero darse por
satisfecho (…). Toda voluntad que se obstina continuadamente en
alcanzar lo inalcanzable y en hacer posible lo imposible, logra en el
arte y en la vida un irresistible poder.
Tan
pronto como la voluntad de Toscanini se vierte sobre una obra,
adquiere de inmediato el poder de su santo terror, una fuerza que
primero paraliza el sentimiento extasiado y luego empuja hacia mucho
más allá de sus propios límites. Con la potencia de una descarga
agranda, como quien dice, el volumen sensitivo musical de cada
persona fuera de la medida en vigor hasta entonces; aumenta las
fuerzas y posibilidades de cada músico y, casi diríase, aún la del
instrumento muerto
Ensayar
no significa para él crear, sino nada más que adaptar los elementos
a esa magníficamente exacta visión interior, pues Toscanini siempre
ha terminado ya su labor plástica cuando los músicos inician la
suya
¡Trabajo
de titán, empresa aparentemente imposible: un grupo de temperamentos
y talentos heterogéneos llamado a sentir y a realizar con fidelidad
fotográfica, fonográfica, la visión general de uno solo! Pero
precisamente esa tarea, aunque mil veces ya realizada con gloria,
constituye el goce y el martirio de Toscanini; y todo el que venera
el arte en sus formas más elevadas como manifestación de lo moral,
percibe cual inolvidable lección el asistir a esa manera de
transformar, por asimilación, una multitud en unidad, y de elevar lo
informe, con fuerza tensísima, a la perfección.
Se
hace el silencio, rodéale aferrado un vacío, y en ese silencio
óyese la voz de Toscanini, un cansado, un malhumorado: “¡Ma no!
¡Ma no!”. Suena como un suspiro de desengaño ese reproche
doloroso. Algo le ha despertado, ha desilusionado a su visión; el
sonido vivo que vibraba perceptible a todos no era el mismo que él,
Toscanini, había oído con su órgano interno. Muy tranquilo aún,
atento, dominador, trata Toscanini de explicar a los músicos su
modo de ver. Después levanta la batuta, se recomienza en la parte
imperfecta, y ya la ejecucion se acerca más a lo que interiormente
desea, pero aún no se ha logrado la última concordancia, aún no se
ajusta la ejecución orquestal del todo a la visión interior. Vuelve
Toscanini a golpear, interrumpiendo; su explicación es ya más
agitada, más apasionada, más impaciente; deseoso de claridad, se
hace más explicativo y, poco a poco, desarrolla todas las fuerzas de
la convicción, y el don gesticulativo del italiano se convierte, en
su cuerpo magníficamente expresivo, en verdadero genio.
Sírvese
con creciente apasionamiento de todas sus fuerzas de convicción,
pide, conjura, mendiga, reclama, gesticula, cuenta, canta, se
transforma en cada uno de los instrumentos que se propone animar; se
forman en sus manos, visiblemente, los movimientos que deben realizar
los que tocan los instrumentos de cuerda, de viento y de percusión.
Y un escultor que quisiera representar simbólicamente la expresión
humana de ruego, impaciencia, ansia, tensión e insistencia, no
podría encontrar un modelo más maravillo que el de esos gestos
formadores de sonidos que realiza Toscanini.
Pero
cuando a pesar de su animación, de esa nerviosa manera de hacer
visible, la orquesta sigue sin comprender y sin alcanzar su visión
personal, la pena por esa imperfección humana, por ese no-alcanzar,
se convierte en Toscanini en verdadero dolor.
Este
espectáculo de la lucha resulta más y más conmovedor cuando
Toscanini pretende arrancar a los músicos la última, la extrema
forma de la obra, aquello con que él soñara y que él escuchara en
las esferas. Su cuerpo se estremece de emoción, tiembla como un
luchador durante la pelea, su voz se vuelve ronca de tanta animación,
el sudor corre por su frente; después de esas horas inconmensurables
de trabajo infinito parece siempre envejecido, exhausto; pero él no
cede ni una pulgada de la perfección, de su soñada perfección.
Empuja y exalta con una energía constantemente renovada hasta que,
por fin, la masa de los músicos se ha convertido íntegramente en
expresión de su voluntad y, su visión, intachablemente en obra.
Nunca
goza el presumido bienestar, nunca lo que Nietzsche llama “la dicha
parda” de la distensión, del estar encantado de sí mismo. (…)
Lo consume un indómito anhelo de siempre renovadas formas de la
perfección, y no es de modo alguno una pose de artista en ese hombre
sincerísimo cuando al final de cada concierto, en medio de aplausos
tumultuosos, se retira del atril como una mirada cohibida,
avergonzada, tímida y sorprendida, y cuando agradece el entusiasmo
atronador de la multitud a disgusto y solo para cumplir con la
urbanidad.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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