El
amor a la NBA lo puede todo: la ingenuidad infantil, la evanescencia
adolescente, los escarceos de la recién estrenada edad adulta, la
rutina condenatoria de la madurez, las ausencias y los olvidos de la
senectud,... El amor a la NBA confirma aquello de “no hay amor como
el primero”, pero también da pie a la promiscuidad, a enamorarse
de unos y otros y a comparar entre jugadores, eras y equipos que
marcaron época. Hoy, fecha en la que da comienzo una nueva
temporada, todo es nuevo y viejo al mismo tiempo. El gusto por la NBA
es nostálgico, sí, pero se renueva cada verano con la ilusión que
generan las elecciones en el draft y los jugadores adquiridos vía
traspaso.
En
el caso de los chicos de mi generación, el amor por la liga
americana de baloncesto no fue heredado ni transmitido –nuestros
padres apenas seguían la NBA. Surgió una mañana, o una tarde,
nadie lo recuerda exactamente, escuchando un nombre, leyendo una
estadística, viendo el pasaje fugaz de un mate o un triple ganador.
O pudo ser una estadística recogida en la revista Gigantes, una
cifra monstruosa de puntos a la que ni siquiera Oscar Schmidt podía
aspirar en su virreinato de Valladolid. O el símbolo de una
franquicia, o la aparición de algún jugador haciendo un cameo en
alguna de las series que nos hicieron perder la inocencia antes de
descubrir la farsa de los reyes magos –puede que fuera Space Jam.
Los
sonidos anglófonos, la melodía que suena de fondo en el Madison
cuando atacan los Knicks, la moda ochentera y noventera con las
chaquetas a cuadros, las blusas escotadas y los vaqueros entallados a
la altura de la cintura de las mujeres. Una cultura que aún nos era
ajena, exótica y por ello, si cabe, más atractiva que ahora. Un
horizonte lejano del que nos llegaban los ecos del rock y el metal,
los Cadillac y los Mustang y el cine de acción, con efectos
especiales y del que solo echábamos en falta una pizca de erotismo
(y a Maribel Verdú).
Después
llegaron Montes y Daimiel a consolidar el flechazo. Qué pronto
entendió el primero aquello de “that´s entertainment”, tema
popularizado en el musical “The Band Wagon”, y qué bien se
adaptó el segundo al ritmo frenético de narración de Andrés. De
mote en mote, de anécdota culinaria en anécdota culinaria, fueron
pasando las madrugadas y la era post Jordan se hizo menos dura a
pesar de que el nivel baloncestístico tocara fondo. Todo lo demás
fue engancharse a algún jugador con carisma, asumir los colores de
alguna franquicia, su historia, y ligar a ella la propia felicidad.
Eso
y disfrutar con la irrupción de dos jugadores especiales, y nunca
antes vistos, como Lebron James y Kevin Durant, de una amplia gama de
bases, del clasicismo hecho baloncesto de los Spurs de la temporada
2013-2014 y de la última evolución del "Showtime" en manos de un
equipo, los Golden State Warriors, que ha contribuido decisivamente a
definir una nueva forma de jugar al baloncesto basada en el acierto
desde el perímetro, la constante movilidad de sus cinco jugadores
(esto es lo nuevo, que sean los cinco), la ausencia de posiciones
definidas en el campo y la apuesta por la versatilidad y polivalencia
como clave de su defensa.
Así,
pasados más de veinte años (aunque no sean nada) desde aquel
enamoramiento infantil, una semana antes de la fecha habitual (que
antes era el último martes del mes de octubre), renuevo mis votos de
fidelidad a una liga que me ha hecho pasar alguno de los mejores
momentos de mi vida. Queden, de paso, depositadas mis esperanzas en
los Celtics, mis expectativas en un partido de ochenta puntos de
Kevin Durant o Stephen Curry o en algún cuádruple doble de Anthony
Davis y el deseo de que la NBA, aunque ya sin ese elemento de
exotismo y desconocimiento que la volvía tan atractiva cuando éramos
pequeños, siga enamorando a niños y jóvenes y enganchándolos al
baloncesto de una vez y para siempre.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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