Durante
la temporada NBA he guardado un respetuoso silencio basado en dos
hechos incontestables: no he podido seguirla con la atención de
otros años y, en relación con la anterior, no tenía nada que
aportar a la visión del aficionado, una visión cada vez más
experta gracias a la ayuda de divulgadores del nivel de Piti Hurtado.
Algo parecido me sucede tras haber asistido a unas finales de
relumbrón, un evento que ha citado en la misma pista a los dos
jugadores más relevantes de la década junto a los dos bases mejor
dotados técnicamente (en conjunto) de la historia del baloncesto.
Pero
la NBA tiene un problema, o eso me parece a mí. La coincidencia en
el tiempo de la ampliación de los límites salariales y la cultura
del “si no puedes con tu enemigo, únete a él” ha generado dos
“trusts” en Cleveland y San Francisco que se saltan todas las
leyes de la competencia e invalidan el equilibrio que propicia el
sistema de draft. La NBA tiene un amplio arsenal de talento a
disposición de las franquicias, pero el más despampanante se
concentra en solo dos. Esto ha conducido a unos playoff claramente
aburridos, a una liga a la escocesa que no ha dejado margen a las
“Cincerella stories”.
Ahora
bien, si en el choque de trenes en que se convirtió la final ganaron
los Warriors fue por la dosis extra de talento, sí, por la mayor
profundidad de banquillo, claro, pero especialmente por estar mucho
más rodados tácticamente, especialmente en defensa. Más rodados y
más implicados. Más responsabilizados de que no hubiera tiros
abiertos, canastas debajo del aro o en transición. Se demuestra una
vez más que los tipos de traje en el banquillo tienen mucho que ver
en el juego de sus equipos, también en la gestión de los egos. Si
en los Cavaliers todo pasa por Lebron, por las caras que pone, por su
lenguaje corporal; en los Warriors todo pasa por Kerr, un entrenador
que ha hecho de la modestia y un liderazgo tranquilo e inteligente
las bases de su carisma.
Estas
finales han puesto a prueba también la resistencia de los
nostálgicos, su capacidad para no pulsar el botón rojo de los
mandos de su televisor. La ausencia de interiores de verdad,
canalizadores del juego ofensivo de sus equipos, el ritmo
desenfrenado, alocado que dirían mis amigos noventeros, y el abuso
del triple, aunque amparado por la estadística, les lleva a proponer
medidas reglamentarias que limiten el circo en que se ha convertido
este deporte tan serio. No sé, quizá pueda alejarse la línea o
elevarse la canasta, pero la tendencia es imparable. La polivalencia,
la capacidad de jugar a 105-110 posesiones por partido, la precisión
para ejecutar acciones a este ritmo y el tiro exterior como amenaza
habilitadora de espacios, son las cualidades que necesita todo
jugador de élite, mida 1,80 o 2,21, para disputar unas finales de la
NBA.
Si
Boston no lo remedia dando buen uso a la primera elección del
próximo draft, si Houston no acompaña y adapta el talento de Harden
hacia el logro colectivo o si San Antonio no rodea mejor a Kawhi
Leonard, apuesten por una cuarta entrega de las finales, por la
consolidación de una rivalidad que, si bien puede equipararse en
números a la de Celtics y Lakers en los 80 nada tiene que ver, en
cambio, en cuanto a la pasión desplegada o el “odio” deportivo
que se profesaban unos y otros. Nuevos tiempos.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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