Aquí
me pillan, administrándome la dosis diaria de folio en blanco, la
que necesito después de varios días inmerso en tareas
baloncestísticas y, peor aún, tras una larga jornada tratando de
argumentar por qué lo hago, qué fue lo que se me perdió en la
sierra de Béjar o en los llanos de Alcalá para invertir siete días
de mi vida por aquellos lares. A veces hay que recurrir a eso de “se
trata de un sentimiento muy íntimo” o “no lo vas a entender”
para zanjar la conversación. Incluso darles la razón puede ser una
buena salida, antes de que te pregunten a qué te dedicas. A qué te
dedicas de verdad.
Pero
regreso contento. Mejor entrenador, diría, si ser mejor entrenador
es haber hallado más y mejores preguntas y alguna que otra posible
respuesta gracias al contacto con otros técnicos más experimentados
y al tener que enfrentar nuevos y diferentes retos. Uno de ellos fue
tener que cambiarme de uniforme y de máscara en menos de media hora,
en el lapso de tiempo que medió entre la concentración de
minibasket y la salida para el torneo cadete. En apenas treinta
minutos hube de mudar el lenguaje, las formas, los discursos, los
contenidos y los objetivos. En realidad no tanto –luego me di
cuenta–, pues no cambiaron las dos canastas, el balón (aunque
fuera más grande) y el amor de los chicos por la competición, por
el juego, esa cosa tan seria.
Cambian,
esto sí, las perspectivas, las dimensiones de los problemas, que se
agrandan con la edad, a pesar de observarlos desde más arriba. No la
convivencia entre iguales, creo, igualmente compleja por esta visión
tan extendida en la sociedad de que los bienes en disputa (canastas,
chicas guapas, minutos, reconocimiento,…) son necesariamente
escasos y, por lo tanto, objeto de competencia dentro del grupo. Para
mitigar esta creencia, hay que inculcar la “política” del
pequeño detalle, la de la igualdad bien entendida (dar a cada uno lo
suyo, no a todos lo mismo). Mejor antes que después, no vaya a ser
tarde.
Hay
que escuchar. Escuchar de verdad. Al otro y lo que dice el otro, no a
tu interpretación, llena de prejuicios. Para inculcar disciplina hay
que ser generoso y mostrar preocupación sincera. Para que doce
jugadores, de la edad que sea, vayan a muerte contigo tienes que
estar dispuesto a matar por ellos –y que lo vean. Liderar es un
verbo regular solo en su conjugación. En su significado, dada su
naturaleza polimorfa, está lleno de aristas.
Entrenar
es (también) solventar una cadena de problemas eslabón a eslabón,
comprendiendo la globalidad causal de los mismos, pero atendiendo su
particular idiosincrasia, atajándolos uno a uno hasta que la montaña
se desmorone. “A cada problema una solución” repetía una y otra
vez uno de los más experimentados entrenadores con los que he
compartido estos días. Y no hizo otra cosa que predicar con el
ejemplo.
Así
que lo volvería a hacer, sí, volvería a emplear otros siete días
de vacaciones relacionado con el baloncesto. Aquí, en este erial
donde todo esfuerzo vocacional, por el hecho de serlo, es
recompensado parcamente, o en China o Estados Unidos, donde el entrenador de
baloncesto, como el de gimnasia o atletismo, es un educador de
referencia. Con chicos de cualquier edad, pero preferiblemente con
chicos antes que con adultos. Pues, al fin y al cabo, se trata de un
juego, de un juego muy serio y que me encanta. Y que se llama
baloncesto.
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