A
veces olvidamos que circunstancias adversas han jalonado todas las
épocas de nuestra historia. Ya fueran crisis de subsistencia
provocadas por una prolongada sequía, pestes u otras epidemias, la
arbitrariedad de gobiernos autócratas y despóticos o guerras
provocadas por asuntos a cada cual más absurdo. Lo cierto es que
siempre ha habido motivos para enarbolar la bandera blanca y ceder
ante los avatares del destino o el devenir de las sociedades; para
integrarse en la masa y no separarse de ella, dejando que la
existencia se explique a sí misma su propio sinsentido.
Digamos
que lo que ha cambiado es el grado de conciencia acerca de la
situación. Ahora todos somos conocedores de la corrupción en las
altas esferas institucionales, de la incertidumbre que introducen los
avances tecnológicos en un mundo que se renueva con cada vez mayor
celeridad para desquicie de sus habitantes, de lo vacío de
significado que se encuentra el concepto “justicia”. Consciencia
y, al mismo tiempo, ignorancia, dialogan extrayendo de su propia
conversación conclusiones inevitablemente pesimistas de las que
corren a alimentarse los jóvenes, esos a los que se forma para un
trabajo que aún no ha sido inventado y que, tal vez por ello,
conocedores de lo que sucede, aceptan que su valor personal se mida
en menciones, retuits o followers, peligrosas aristas de un concepto
aún más controvertido, la popularidad, una meta para la que no
dudan en alterar su apariencia física o su forma de pensar.
Cualquier
otro objetivo es secundario. Progresar académicamente es simplemente
una concesión que la mayoría hace a sus familias en una suerte de
devolución de favores. No hay inclinación o motivación intrínseca
hacia nada que suponga un esfuerzo sin gratificación inmediata,
hacia objetivos a medio plazo que exijan temporadas de arado,siembra
y paciencia. Es paradójico, cuanto más culturales deberían ser las
sociedades, más se asemeja el comportamiento de sus miembros al del
perro de Pavlov. Al del perro de Pavlov, digo, sin la humildad que,
por definición, caracterizaba a este.
En
medio de este contexto, Manuel García Sánchez, luchador de
kickboxing instalado en la élite de este deporte desde hace años,
acudió a la llamada de Javier Paniagua, entrenador del Club
Baloncesto Tormes, para dirigirse a veinticuatro chicos en edad
cadete. De pie, ante todos ellos, les habló de su experiencia en el
mundo del deporte, de cómo fue dando uno a uno los pasos necesarios
para llegar a lo más alto, de cómo disfrutó cada uno de ellos,
aunque alguno exigiera irse a las diez y media a la cama para
levantarse a las seis. De cómo concilió el estudio de dos carreras
con los entrenamientos y los campeonatos. Fue fantástico escucharle,
desde su óptica de deportista, pero también en cuanto que
entrenador y técnico de su deporte.
Sin
embargo, el auditorio, impecablemente educado, no pudo disimular la
aparición de rostros que, traducidos al lenguaje verbal, serían
sinónimos de “para qué”, “tú estás loco”, “ni de coña
hago yo eso”, “el tuyo es otro nivel”. Todas las profecías
autocumplidas que actúan como motor, no ya de la juventud, sino de
la sociedad en general, se materializaron en la mirada de esos
veinticuatro chicos de 14 a 16 años que al terminar la charla
entrenaron, es cierto, a un nivel superior al habitual, pero que se
fueron a dormir, no hace falta ser experto en Tarot para ello,
pensando en lo bien que se lo van a pasar el viernes por la noche, en
la próxima salida de fin de curso o en alguna que otra circunstancia
más bien casual.
Manuel
lo intentó, como lo hacemos los demás todos los días del año, en
cada sesión de entrenamiento. Desde nuestras propias carencias y sin
poder desprendernos del todo de nuestros particulares miedos y
debilidades. De su charla extraje para mí la necesidad de seguir
intentándolo, de aprender nuevos métodos para motivar a
generaciones que el irremediable paso del tiempo me obliga a observar
desde un lugar cada vez más lejano. Es necesario, sí, combatir la
mediocridad a la que nos vemos abocados como individuos y grupos
sociales en base a los mensajes autocomplacientes que nos damos
constantemente a nosotros mismos y que nos llegan, reforzados, desde
todos los ángulos de nuestra existencia. Cada vez considero más
imprescindible visualizar metas, enfocarse hacia algún objetivo en
particular aunque ello suponga renunciar al resto de millones de
objetivos posibles y, por supuesto, pese a que exija acostarse
pronto, madrugar, hacer mil ejercicios que no nos gustan o tratar con
gente que enviarías, sin dudarlo, al cadalso. Es necesario, digo,
porque conduce a una vida más plena.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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