Lo que significa... y lo que no




El correo de esta mañana incorporaba una pequeña sorpresa: el título de entrenador superior correspondiente al curso de 2014 y al proyecto y las prácticas realizadas durante la temporada 2014-2015. Pequeña, digo, porque el secretario de la federación regional y del área de entrenadores ya había contactado conmigo para advertirme de su inminente llegada. Pequeña, digo, también, porque, una vez finalizado, el curso deja de ser un horizonte o una meta para pasar a ser un recuerdo, una agenda repleta de teléfonos o una diminuta semilla en medio de un vasto campo recién arado.

Muchas veces el título es como esa felicitación navideña que se extravía y llega por Carnaval, o como esa cita del médico para curar ese tobillo que, o ya está curado o listo para amputar. Quiero decir que hace la ilusión justa, pues uno ya está al corriente de su significado. A esta generación ya no le coge por sorpresa el hecho de que las credenciales, a las que tanto valor otorgaban nuestros padres, tengan en realidad un sentido simbólico o que sean, como mucho, un punto de partida, una invitación a seguir bregando en el barro, pues cuanto más conocido el camino, más enfangado se vuelve ante nuestros ojos.

Es más, diría que el diploma no tiene ni siquiera un significado filosófico profundo. Su carga de identidad es más bien sucinta. Yo no supe que era entrenador de baloncesto al matricularme del primer curso allá por el otoño de 2009, sino la primera noche que dormí mal tras una derrota, o al sonreír de forma bastante estúpida (a ojos de la gente) tras ver a un chico probar un nuevo gesto técnico o demostrar que había incorporado a su juego un concepto enseñado.

El título, como cualquier otro, es habilitante, pero ni siquiera diferenciador. Si España se caracteriza por ser uno de los países donde menos margen existe entre los salarios en función del grado de formación, en el baloncesto de cantera, por una suerte de acuerdo tácito que encierra en sí mismo muchas virtudes que no debemos olvidar, esta se reduce a la mínima expresión. Este modelo, a priori desincentivador, se sustenta sobre la base vocacional que nos conmina, sobre el desapego hacia lo material que se presupone en quien osa dedicarse a una cuestión tan secundaria en el ranking de “importancia” que las sociedades creen darse a sí mismas. La inversión en formación debe redundar necesariamente en un mejor rendimiento y este mejor rendimiento debe ser, en sí mismo, suficientemente satisfactorio: los chicos aprenden más rápido, el equipo juega mejor, el entrenador está más contento.

Pero claro, también es verdad que el curso no hizo sino aportarnos más dudas, más elementos para el debate que certezas sobre las que elaborar un método didáctico definitivo. En su propia identidad está la ausencia de un principio o método científico. Muchos caminos conducen al éxito y es amplio el poder que se le otorga al azar en un juego en el que diez voluntades distintas libran pequeñas batallas por el tiempo, por el espacio y por ese ser distraído que es el balón. Esta ausencia de sistemática, sumada a la incomprensible minusvaloración de los elementos pedagógicos en el currículum, hacen que los titulados lo seamos única y exclusivamente de baloncesto y que solo de baloncesto se nos permita hablar en sociedad. Pues de baloncesto, y no de educación, es de lo que sabemos; de ganar, y no de enseñar, piensan que es de lo que se trata (y a veces no damos a entender lo contrario).

Así que ahí está el título. Y mi padre, el hombre, quiere enmarcarlo como si su obtención hubiera sido un gran logro, como si ello me permitiera abrir un despacho y cobrar, como un profesional liberal cualquiera, sesenta euros por sesión terapéutica o de asesoramiento legal. Pero está bien que así sea. Verlo cada día en el frente de mi escritorio me permitirá recordar a aquellos amigos que hice en Zaragoza y la suerte que tengo de poder dedicar gran parte de mi tiempo y de mis energías a educar a través del baloncesto. Que eso es lo que intento hacer lo mejor que puedo. Gracias o a pesar del título. Y aunque al vecino del tercero no le resulte suficiente y siempre pregunte: ¿Y qué más haces?


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS