No creo que al profesor Naismith le importara demasiado que aquel
deporte que ideó para motivar hacia la actividad física a
estudiantes que se formaban para administrativos, cumpliera en el día
de ayer ciento veinticinco años. Haciendo de la necesidad –del
frío invierno de la costa este norteamericana y lo angosto del
gimnasio del YMCA en el que trabajaba– virtud, este docente
canadiense afincado en Massachusetts, convirtió un juego
colaborativo en el germen de uno de los tres deportes más populares
del mundo en nuestros días. Trece simples reglas bastaron. Trece
preceptos planificados en una tarde de encierro en la habitación. En
la soledad de su cuarto, practicando el aburrimiento y la
imaginación –actividades relegadas por incómodas en nuestros
días–, sentó las bases del baloncesto como deporte de
cooperación, promotor de una filosofía humanista cristiana, y
fundado en la base de la primacía de la habilidad sobre la fuerza,
de la destreza en oposición a la violencia.
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