"Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor".
(Samuel Beckett)
Ayer
tarde di con un artículo sumamente interesante en la página personal de Daniel Barreña, coach deportivo, en el que reflexiona
sobre el excesivo valor que concedemos al error desde todos los
puntos de vista, es decir, tanto si somos nosotros los que los
cometemos, como a la hora de juzgar aquellos en los que puedan
incurrir los demás. En él plantea el sobrepeso cultural que
acumulamos, siendo la culpa una cuantiosa herencia de la tradición
judeocristiana, esa que aprendemos a mamar desde muy chiquitos
dándonos golpes en el pecho (ya saben, “por mi culpa, por mi
culpa, por mi gran culpa”) o asumiendo alegremente que un hombre
–no cualquier hombre, se supone– tuvo que dar su vida para
redimir nuestros pecados.
Esto,
trasladado al ámbito de la enseñanza de un deporte y, más en
concreto, a una sesión de entrenamiento de un equipo de baloncesto,
debe conducirnos a los formadores a una suerte de toma de conciencia:
El error es inherente a la práctica del juego, a la ejecución de
gestos técnicos, a la toma de decisiones, a la existencia de un
equipo rival cuyo éxito, en defensa, pasa por llevarte a cometer el
mayor número de ellos. Conviene tenerlo en cuenta para convivir con
él evitando caer, y hacer caer a los jugadores, en el pozo de la
frustración. Ahora bien, convivir no es olvidar, dejar pasar sin más
un material tan importante, pues, ante todo, el fallo es una fuente
fundamental de información, y así debe ser percibida por el equipo
y los jugadores. Preguntarse qué se pudo hacer distinto es el
anticipo necesario de eso que Samuel Beckett bautizó como “fracasar
mejor”. Así viene avanzando la ciencia desde los tiempos de
Arquímedes.
En
el artículo, Daniel Barreña nos propone observar detenidamente la
reacción de los jugadores a los posibles fallos cometidos en el
pase, el lanzamiento, el seguimiento de un sistema,… De esta
manera, afirma que todos llegaríamos a la conclusión de que cada
vez más jugadores crecen obsesionados por no cometer errores. Ello,
que puede tener que ver con factores sociológicos y de psicología
social que nos van empujando hacia la dictadura del perfeccionismo
(un entorno cada vez más global y competitivo exige cada vez mayor
excelencia), también puede entroncar con el ambiente que como
entrenadores generamos en la pista de entrenamiento.
Ahora
bien, es muy fina la línea que separa la convivencia pacífica y
amable con el error con la desidia a la hora de corregir ejecuciones
o elecciones poco apropiadas en una pista de baloncesto, más aún
teniendo en cuenta que el objetivo último de toda acción ofensiva
pasa por anotar un móvil en un aro poco mayor que él. Y no solo
eso, más allá de la precisión exigida por definición, todo
deporte de equipo requiere de un nivel de responsabilización con el
grupo. Cada individuo debe asumir su compromiso con la mejora
particular y ello, entre otras cosas, implica aumentar los
porcentajes de acierto.
Por
lo tanto, errores, sí, claro, en la búsqueda de la excelencia, en
el ejercicio de la libertad creativa y de una osadía espiritual.
Pero errores, no, ni en bromas, por falta de concentración, por
ambición mal entendida o desconectada de los objetivos del grupo, por
terquedad o incapacidad para la escucha atenta y, por supuesto, por
el mismo miedo al error.
P.D. Esta es mi visión sobre el error a fecha de 4 de noviembre. Y si no les gusta… No tengo otra, por el momento.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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