Releo
emocionado la carta que el Ray Allen de hoy dirigió al chico de
trece años recién aterrizado en Dalzell, Carolina del Sur, que era
él hace casi tres décadas, y que fue publicada en The Players´s Tribune pocas horas después del anuncio de su retirada definitiva de
las canchas. Con cuarenta y un años, este hijo de padre militar, que
aprendió el inglés en Londres y que al regresar fue criticado entre
los suyos por tener las maneras y acento propios de un hombre blanco,
pone fin a una carrera de diecinueve temporadas, dos anillos y
múltiples reconocimientos. Con él, y a sabiendas de que Paul Pierce
afronta la que será su última campaña, se extingue la última
generación de jugadores americanos que coincidieron en pista con el
Michael Jordan de los Bulls, el indiscutible mejor jugador de todos
los tiempos y, por ello, el ejemplo último de excelencia, la siempre
odiosa medida de comparación de cualquier escolta-alero con
aspiraciones.
En
su carta, amén de demostrar su exquisita educación, muy por encima
de la media del jugador NBA, Ray Allen nos deja numerosas enseñanzas.
En ella, sin necesidad de avanzar demasiado en su lectura, insiste en
la necesidad de separarnos de las opiniones de los demás,
habitualmente tendentes a disminuir méritos y vaticinar fracasos,
algo que no deja de ser lógico, pues su valoración parte de unas
capacidades que son limitadas por oposición al infinito radio de
acción por el que se expande su envidia. En cualquier caso, el ex
jugador de Milwaukee, Seattle, Boston y Miami nos invita a grabar
cada una de estas insidias en la mente, con el ánimo de que actúen
como acicate para llevar a término las duras jornadas de trabajo.
Muy
interesante es el capítulo que le dedica a recordar los partidos que
disputaba con los compañeros de su padre en el ejército, algunos
muy buenos jugadores en el pasado. De ellos, además de lo exigentes
que eran en el plano físico, recuerda las letanías que esos hombres
adultos pronunciaban queriendo retrotraerse, dar marcha atrás en el
tiempo para poder, así, trabajar más duro y alcanzar un contrato
profesional en el mundo de la canasta. “Tan solo si...” “Si
pudiera...” Y es que, frente al hombre mediano, experto en excusas
y ensoñaciones, el jugador NBA, no digamos ya la estrella de NBA,
aunque esto pueda suponer alimentar un mito que no siempre se cumple,
complementa la posesión de un talento excepcional y la concurrencia
de circunstancias favorables, con una ética del esfuerzo casi
siempre “innegociable”.
No
miente Ray Allen al decir que los Boston Celtics de 2008 y los Miami
Heat de 2013, conjuntos con los que conquistó el campeonato, aun
siendo muy diferentes, compartían los mismos viejos y aburridos
hábitos: ser puntuales en el esfuerzo, obsesivos con las rutinas,
competitivos hasta niveles patológicos,… “The same old and
boring habits”, insiste, por oposición a aquellos equipos
anárquicos que quieren ganar sin hacer méritos o a aquellos
jugadores que se conforman con lo que tienen creyendo que el del
éxito es un camino mucho más despejado.
Esto
va de trabajar cada día cuando nadie te está mirando, afirma con
una convicción que, en su caso, viene respaldada por el ejemplo. Ahí
reside la diferencia entre los que llegan y los que se extravían por
el camino, también en el baloncesto. Integrar esta autodisciplina
debe ser el gran reto de los entrenadores, también de los de
cantera. Desarrollar en la mente de los jugadores una sana obsesión
por el juego y la mejora individual les permitirá comprender mejor
el valor de esos “old and boring habits” y practicarlos hasta la
extenuación convencidos de que no hay otra fórmula, de que así
construyeron su éxito (cada uno en su escala de posibilidades) los
que estuvieron antes.
El
reto, es evidente, no es menor. Las tentaciones se han multiplicado,
la autoridad de padres, maestros y entrenadores se ha erosionado tras
la ruptura de viejos consensos, por ficticias que fueran sus bases
ontológicas, y, por todo ello, a los jóvenes les cuesta encontrar
la motivación hacia tareas que implican doblegar el dolor y la
fatiga. Ello, al parecer, nos obliga a reformular las sesiones de
entrenamiento, fomentando la diversión en detrimento de la
repetición, y a alterar los mecanismos de motivación, pues estos ya
no residen en el fuero interno del individuo, mucho más pendiente de
otras cosas (personas del otro sexo, posición social dentro del
grupo de iguales, imagen,…). Se vuelve necesario introducir
recompensas, metas a corto plazo. Engañar al cerebro y a la
omnipresente pereza.
Todo
porque ya no quedan estoicos, tipos que firmen, al final de sus
carreras, haber alcanzado la paz consigo mismo o que acepten con
entereza la soledad que es necesaria para alcanzar la excelencia. Con
Ray Allen se fue el último representante de esa estirpe de jugadores
que afirmaban poder realizarse como individuos en una pista de
baloncesto. Go to the court, stay on the court. You can build your
whole personality there.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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