La
mayor parte de los viajes que emprendemos, por mucho que nos queramos
parecer al despistado Odiseo, implican una partida y un regreso. Todo
regreso, a su vez, exige una ardua labor de supervivencia, más aún
si el puerto en el que hemos atracado por unos días no es un
estercolero; o si la dársena de llegada, en la que pasaremos gran
parte de nuestras vidas, no se parece precisamente a un vergel (real
o figurado). La primera paradoja que debemos afrontar a la vuelta
encuentra su razón de ser en el propio concepto “vacaciones”,
cuya mera existencia revela, tal vez, el fracaso de un modelo que
quiso convertir a la felicidad en su eje motor. Durante su disfrute,
los seres humanos descubren que el mundo es más que una oficina o
una estación de metro, pero se percatan, también, de que no les
pertenece, llegándose a esta posible conclusión: “Pudiendo
disponer de paraísos naturales o culturales, el ser humano se
condena a vivir en junglas de asfalto”. Sí, ya sé lo que está
pensando, que invente, si me atrevo, una solución mejor. Denme tiempo.
Situado
sobre un acantilado, uno se da cuenta de la existencia de un tiempo
geológico prácticamente inconcebible desde la perspectiva humana.
Viendo al mar cincelar la roca caliza uno se percata de su propia
nimiedad, no ya solo en términos espaciales, también temporales. Es
curioso, seres que no son nada –apenas un eructo de la naturaleza–
lo quieren todo deprisa. Curioso pero lógico: el mar tiene todo el
tiempo del mundo, morirá con el planeta. Pero ello no elimina la
paradoja. Si la naturaleza acepta firmar una obra inacabada ¿por qué
estos seres diminutos se empeñan en quererlo todo ya, en dar por
terminados miles de bosquejos imperfectos? ¿Por qué no se conforman
con sobrevivir?
Tal vez porque trascender sea también pervivir, inmortalizar una obra que entierra a
un cuerpo y se desvincula de su triste penar. Una suerte de progenie
surgida de regiones inhóspitas de nuestro cerebro. Y de trascender sabe un poco Gaudí, de quien
me enamoré aún un poco más tras ver su “opera prima”, El
capricho, en la localidad cántabra de Comillas. La que pretendía
ser la residencia de Máximo Díaz de Quijano, abogado, músico y
filántropo (pero que moriría siete días después de su
inauguración), es, no cabe duda, la obra de un genio. Si vista desde
lejos parece una casa de fantasía, examinada al detalle fascina por
sus guiños a la melomanía de su inquilino o por la sutil fusión de
pragmatismo y belleza. Sin embargo, mirarse en el ejemplo de Gaudí supone una
cura de humildad dolorosa. También una lección de matemáticas.
Probablemente, su existencia elimina la posibilidad de que
nazca otro arquitecto de su envergadura en su mismo contexto cultural
hasta finales de este siglo, por mucho que se hayan acortado los ciclos económicos o tecnológicos, que no el que atañe a los genios (menos aún el que afecta a
los “clásicos”).
Ligo
aquí, a duras penas, con la temática de este blog. Entrar en íntimo
contacto con la obra de la naturaleza, y con aquella otra de un
maestro de la arquitectura, me ha dificultado el poder disfrutar de
los partidos de la selección de baloncesto. Escuchando como una
lejana banda sonora los comentarios de Pepu Hernández sobre tipos de
arrancada, sistemas o toma de decisiones, encontraba grandes
dificultades para prestar atención a semejante banalidad. En la
época en la que mayores y más variadas son las posibilidades para
el aprendizaje, el ser humano se empeña en levantar su edificio
sobre cimientos del tamaño de un átomo. Estudiamos con un
microscopio la anécdota más irrisoria de las que conforman el
universo y pretendemos obtener, por ello, una medalla. Y lo peor es
que muchos lo creen. Y los demás nos lo tenemos que creer.
Y
sin embargo hay que seguir, aunque aquello de darle sentido a la vida
deba de ser un sinónimo de autoengañarse. Toca olvidar la visión
del mar enfurecido y quedarse con el inopinado afán del pescador de
bonito. Es hora de dejar de aspirar a ser Gaudí y de conformarse con poseer
una millonésima parte de su talento. Un nuevo reto baloncestístico
espera a la vuelta de las verbenas y sus miembros, para su fortuna,
aún no se han hecho estas preguntas. Solo quieren aprender a vivir
jugando al baloncesto. Sin paradojas que se lo impidan.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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