Hay
entradas que deben ser escritas a la una de la madrugada de un sábado
por la noche, con los amigos de fiesta y tras diez horas de
baloncesto en vena, debiendo madrugar al día siguiente e incubando
un resfriado. Digo deben porque, si no, quedarían flecos por atar,
verdades por decir y todo se edulcoraría con el sol de la mañana y
la diplomacia con la que, dicen, debemos acompañar nuestros actos.
Les
explico, vengo de sufrir un partido con más de ochenta violaciones
por “avance ilegal” en 48 minutos de juego. Y sí, era un partido
de chavales de diez y once años. Pero no, no era su primer día de
baloncesto. Es más, se supone que eran los doce mejores jugadores de
sus respectivas provincias en sus respectivas generaciones, en sus
respectivas… No, no hay más respectivas, solo pasos una y otra
vez, balones lanzados a la izquierda con la mano derecha, posiciones
de ataque propias del toreo, pases de lanzadores de peso (¿quizá
por la paronimia entre “pase” y “peso”?), tiros cruzando las
manos,… Y así respectivamente; perdón, sucesivamente.
Mientras
conducía y cenaba he llegado a la conclusión de que ya nadie quiere
ser Michael Jordan. Como nadie quiere ser Niccolo Paganini, Ludovico
Einaudi, Oliver Sacks o Valle-Inclán. Ahora todo el mundo quiere
“disfrutar”. Los niños de un rato con los amigos, alejados de la
agenda de ministro en la que se ha convertido su infancia. Los
padres, de un rato sin hijos, aferrados a la agenda de obrero del
siglo XIX en la que se ha convertido su vida para que la de sus hijos
sea aún peor (aunque ellos crean que es mucho mejor), o con hijos,
pero transformados estos en medallas de las que presumir saliendo de
tapas con los amigos. Y aunque puedo llegar a comprender a unos y a
otros, de verdad, que “disfruten” con actividades menos serias
que el baloncesto; que intercambien cromos, que jueguen a la Play,
que miren culos si hace falta y que los padres presuman del buen
gusto de sus hijos y no de lo bien que se lo pasan haciendo
terrorismo baloncestístico por culpa de un sistema que no se
preocupa de enseñar bien y sí, únicamente, de albergar niños en
la guardería con balones en la que se han convertido muchos patios
de colegio de mi ciudad (salvo honrosas excepciones).
Es
una frase manida aquella con la que los entrenadores criticamos al
padre por creer (querer) que su hijo pueda llegar a ser Michael
Jordan. El único problema de esos padres es el intervencionismo,
querer ir más allá de su papel saturando de información a los
niños e impidiendo a los entrenadores hacer su trabajo. Pero no está
mal que un padre, o una madre, quieran que su hijo sea Michael
Jordan, sobre todo si el chaval también lo quiere. Siendo esto así,
el padre se informará y no aceptará que el entrenador no planifique
las sesiones, que desconozca los fundamentos técnicos de su deporte
o que se pase por alto los valores más básicos que van asociados al
mismo. Siendo esto así, el padre comprenderá que su hijo llegue
reventado (y feliz por ello) a casa, que no es más importante que el
resto de sus compañeros, y que afronta un proceso, el de mejora, que
es lento y que puede ser doloroso.
Y es
que solo los padres de hijos que se tomen suficientemente en serio el
baloncesto estarán capacitados para exigir que mejoren las
estructuras, las competiciones (que hasta ahora, al menos en la
provincia desde la que os escribo, deben ir entrecomilladas), la
formación de los entrenadores y los árbitros,… Porque solo niños
que quieran ser Michael Jordan deberían alcanzar la oportunidad de
representar a una selección provincial, por menor que pueda ser este
hecho dentro de nuestra dimensión espacio-temporal.
Prometo,
por lo tanto, no volverme a quejar de los padres que quieren que sus
hijos sean Michael Jordan como no lo hago de los chicos que, aunque
nunca serán Michael Jordan, abordan cada minuto de entrenamiento con
la convicción interna y, a su juicio, bien fundamentada, de poder
llegar a serlo.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
0 comentarios:
Publicar un comentario