Estoy
eufórico y necesito compartirlo con todos vosotros. Hoy me he
levantado temprano para ver la final del Torneo de la NCAA entre
Villanova y North Carolina y he terminado derramando lágrimas de
emoción. La secuencia final, con el triple tras rectificado de
Marcus Paige para empatar un partido que llevaban dominado los
Wildcats, y el último lanzamiento, ya sobre la bocina, de Chris
Jenkins, para decantarlo del lado de los de las afueras de
Philadelphia ha sido espectacular, una dura prueba en cualquier caso
para los que nos creemos con la capacidad de narrarlo todo con
palabras.
Tras
la euforia y la emoción desatada he tenido que sentarme unos minutos
en el sillón. Allí me embargó una rara sensación de envidia hacia
todo lo que mueve el deporte universitario en Estados Unidos. Viendo
cómo un encuentro amateur puede llenar un gran estadio de fútbol
americano reconvertido en recinto de baloncesto y movilizar a todas
las fuerzas vivas (y también a algunos fantasmas) de la universidad
en torno a unos colores, uno se pregunta si es necesario recuperar en
Europa el gusto por la mitología y el respeto a los símbolos que llevan a gala los americanos y
que tanto nos rechina por hiperbólico e irracional.
Lógicamente,
para movilizar a las masas a través del deporte universitario, sería
necesario actuar en una escala superior a la de las naciones, hablar
al fin de Europa como de un único espacio, no solo económico, sino
también educativo y social. Por el momento, Bolonia, a juzgar por
los resultados evidenciados en España, solo ha unificado la
mediocridad de las enseñanzas, del profesorado y de la vida
universitaria en general a través de convalidaciones y
equiparaciones meramente burocráticas. Así, el recuerdo que
habitualmente nos queda de nuestro paso por la universidad es solo el
de las juergas y los amores furtivos; el de las agobiantes épocas de
exámenes y la de la inutilidad del título obtenido. Créanme, nunca
me atrevería a ir diciendo por ahí que fui a la Universidad de
Salamanca y nunca iría a ver un partido de sus equipos, instalados
en el régimen de “tengo x funcionarios (desmotivados) que mantener
en el servicio de deportes” (régimen del que se salvan sus
románticos entrenadores), pintado con sus colores.
Cuestión
aparte es la ausencia total de una cultura deportiva. En España toda
fuente de inspiración, más allá del escabroso fútbol, ha pasado
por la genialidad de casos aislados que un día se llamaron Ángel
Nieto, Manolo Santana o Seve Ballesteros, como ahora pueden llamarse
Fernando Alonso, Rafa Nadal o Javier Fernández. Pero si la
inspiración es casual y aleatoria, peor aún es el tejido
administrativo sobre el que se deben asentar los sueños de esos
niños que, contra todo pronóstico, prefieren luchar por ser
deportistas en vez de por ser funcionarios. El deporte en la escuela
es colaborativo, los clubes andan escasos de medios y financiación y
las federaciones, salvo excepciones, están en manos de tipos a los
que ya, desde lejos, se les puede reconocer entumecidos y faltos de
ambición.
Si
con algo me quedo del precioso encuentro de anoche entre Villanova y
North Carolina, es con la sinceridad de los abrazos que se
repartieron sobre el parqué. Y no solo entre vencedores
entusiasmados, también entre vencedores y vencidos en una clara
muestra del respeto que se enseña en estos centros. Y si algo me
emocionó, a mí que hace cuatro años escribía sobre la gesta de Villanova en 1985 poniendo especial énfasis en la figura de su
entrenador, Rollie Massimino, fue ver a este, ya octogenario, sentado
tras el banquillo dando brincos tras cada canasta, emocionado tras el
triple de Jenkins al comprobar que, treinta y un años después, el
cuento que las madres de Philadelphia les cuentan a sus hijos todas
las primaveras ha visto renovadas sus tapas y brilla ahora con nuevo
lustre.
Felicidades
Villanova. Felicidades NCAA por brindarnos un año más “one
shining moment” como este. Qué envidia.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
Amén hermano!
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