Hoy
es uno de esos días en los que el gris del cielo se basta para
explicar el sentimiento que embarga a la familia del baloncesto en
Salamanca y, más concretamente, a la del club en el que tengo la
suerte de trabajar. Una luctuosa noticia nos ha rescatado de la común
creencia de que todo seguirá igual cuando nos levantemos, de que
seguirán ordenadas las calles y de que resistirán, a nuestro lado,
para siempre, los seres queridos. Suspendidos en el éter de lo
cotidiano, narcotizados por el constante flujo de banalidad,
secuestramos la idea de la muerte concediéndosela únicamente, a
modo de dudosa gracia, a ese otro, lejano y desconocido, al que no le
ponemos rostro y por el que no podemos sentir dolor alguno.
Sin
embargo, pese al duelo implícito a la noticia, alivia, al menos,
poder comprobar el efecto unificador que tienen estos tristes acontecimientos, ver cómo suspenden durante un tiempo el curso de
rivalidades que solo percibimos como absurdas (aunque lo sean por
definición) en estos días fatalmente señalados. Por fortuna, en el
mundo del baloncesto, el cainismo admite límites y no nos impide
reconocer, aunque debamos esperar (en virtud de nuestra estúpida
pero inseparable condición humana) a un trágico desenlace, que es
mucho más lo que nos une que lo que nos separa.
Todo
esto me lleva a hablar de la amistad; ese sentimiento que sobrevive a
matrimonios e infidelidades, a despidos y fracasos empresariales. De
la amistad que surge, en este caso, dentro de la fraternidad que
aspira a ser un equipo de baloncesto; un buen equipo, matizo. Pienso
en los lazos que unen a los miembros de esos conjuntos universitarios
estadounidenses, capaces de reunirse años más tarde para recordar
sus victorias y sus derrotas. Pienso, y me emociono, en esa promoción
de North Carolina State reunida para conmemorar el aniversario de la
muerte de un amigo y para recordar, de paso, la figura de ese
vitalista enamorado del baloncesto que fue siempre Jim Valvano. Y
pienso en Mike Krzyzewski, Coach K, acompañándole en su cama de
hospital, tras haber librado innumerables batallas en la cancha al
frente de Duke.
Y
pienso en Audie Norris, en sus lágrimas en el funeral de Fernando
Martín, con quien compartió, además de numerosos rasguños y
empujones, una gran pasión. Y en Magic Johnson portando debajo del
chándal de los Lakers la camiseta de Larry Bird el día en que la
camiseta de éste pasaba a formar parte del cielo del Garden. Y se me
viene a la cabeza, también, la amistad entre Vlade Divac y Drazen
Petrovic, inútilmente segada por la guerra y una lucha de banderas
que nunca debió quebrar lo que el baloncesto había unido. Cuánto
se arrepiente aún, Vlade, de no haberse podido reconciliar a tiempo…
Y lamento lo poco que, en general, cuidamos de este bien que es la
amistad, lo mucho que nos dejamos llevar por las imposiciones de la
agenda y por las prebendas de la modernidad. Lamento que detrás de
cada intento por generar un vínculo irrompible se esconda la sombra
de la suspicacia, la reserva mental, el as bajo la manga. Me duele
que se impongan menudencias y que estas hayan hecho de la soledad una
de las grandes enfermedades de nuestro tiempo.
Finalmente,
me pregunto, como entrenador, cuál es mi papel en la enseñanza de
este valor, cuánta importancia le brindo a la construcción de
afinidades, a la incentivación de la camaradería en los equipos que
entreno. Me cuestiono cuánto sé sobre la amistad y si la he
cultivado lo suficiente durante mi vida como para poder permitirme
enseñarla. Hoy, en un día triste, aprecio con más fuerza este
valor que el baloncesto irradia de forma natural y que el hombre,
parafraseando el rito, no debe separar. Y, por favor, que no tenga que venir
la odiosa muerte a recordárnoslo.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
0 comentarios:
Publicar un comentario