Me
quedo con ganas de escribir sobre Rafael Benítez y es que su nombre
es el de todos los entrenadores del Real Madrid que no enamoraron a
las estrellas, el de todas las mascotas que no mearon del modo en que
le gusta a Florentino. Su método, lleno de ecuaciones y algoritmos,
se ha mostrado ineficaz para conquistar el Hollywood futbolístico,
más amante del “laissez faire” y del polvo improvisado. Ahora,
mientras hace las maletas, echa de menos esa modesta oficina
desprovista de objetos de oro o plata, ese humilde rincón perfumado
con gotas de sudor y lleno de manchas de café que no se limpian por
respeto a los anteriores inquilinos. Ahora, pocas horas después del
afectuoso recibimiento de la afición valencianista, echa de menos
aquel “you´ll never walk alone” que inundaba las noches de
Liverpool. Más aún después de escuchar en sueños la voz
carrasposa de Sabina cantando aquello de “la muerte viaja en
ambulancias blancas...”.
Pongamos
que, sin embargo, he decidido escribir de Rafael Nadal, protagonista
del primer Informe Robinson del año. En este programa –sensacional, por cierto– se sincera acerca de los problemas
mentales que le llevaron a parecer vulgar durante amplios períodos
de la pasada temporada, sobre el miedo que le atenazaba y la ansiedad
que le impedía controlar sus emociones. Con esta demostración de
conocimiento de sí mismo revela, en cambio, una de las grandes
facetas que nos hace admirarlo y que, al mismo tiempo, nos pone en
nuestro sitio como limitados espectadores de un ser excepcional.
Disfruto
entrenando porque tengo la motivación de jugar bien de nuevo,
afirma Rafa, viva –y real– encarnación de Sísifo, al que muchos
de nosotros tildaríamos de infeliz al estar castigado por Hades a
elevar durante una larga jornada una pesada roca a lo largo de la
vertiente de una montaña sabedor de que al final se le resbalará de
las manos. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar
un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo
feliz, nos decía Albert Camus en su obra El mito de
Sísifo. Rafa, desde luego, lo ha hecho.
Y es
que igual que Rafa valoraba diferentes factores como posibles causas
del bajón de juego, Toni, de un modo tal vez excesivamente
simplificador, lo resumía de la siguiente manera: La
intensidad ha bajado, los resultados han bajado. Nos lo dice
también en la obra Sirve Nadal, responde Sócrates, en la que el tío
de Rafa figura como coautor junto al filósofo Pere Mas, La
virtud (areté) se puede enseñar, ya que nace del hábito y la
costumbre (ethos), lo que equivale a decir que la virtud es un asunto
que concierne a la educación (paideia), por lo que parece
recomendable adoptar los buenos hábitos desde la infancia (página
70).
Hablando
de Toni, lo reconozco,
fui
uno de los muchos que, durante la pasada temporada, viendo a Rafael
Nadal competir sin coraje, atenazado ante la presión y sintiéndolo
pequeño, muy pequeño, al otro lado de la red durante los puntos
decisivos, pregoné entre mis amigos la necesidad de un cambio de
entrenador. El propio Toni, durante el programa, reconoce que quizá
sus mensajes, por repetidos, han podido perder fuerza o vigencia,
pero al mismo tiempo, proclama una gran verdad: Igual
que no me atribuí el mérito de los Grand Slam que ganó, sería muy
soberbio por mi parte atribuirme el presunto demérito de que ahora
no los gane.
Y ambas
cuestiones son ciertas, pero nadie mejor que Rafa para saber qué es
lo que toca ahora, cuál ha de ser la trama del siguiente episodio de
su carrera.
Porque,
entre otras cosas, Toni enseñó desde muy pequeño a Rafael a saber
esperar. A saber esperar y a no poner una excusa como parapeto: a no
escudarse en el estado de la pista, en la altura de la red o en la
presencia de viento. A buscar la diversión en el trabajo, y no al
contrario. A respetar y hacerse respetar por el rival. A conocerse y
superarse. A jugar a zurdas, siendo diestro, para que su mejor golpe
coincidiera con el peor de muchos rivales (el revés alto). A liftar
la bola para que sus oponentes tuvieran que buscarla en el cielo para
golpearla. Y a sobrellevar con naturalidad y sin
afectación el éxito.
Por
todo esto, siento decirle, querido lector, que ni usted ni yo,
impacientes, poetas de la excusa y amantes de los placeres mundanos,
podremos ser nunca Rafael Nadal. Ojalá que, al menos, podamos
disfrutarlo unos cuantos años más.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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