Aunque
la facultad comunicativa es inherente al ser humano, su
sistematización tuvo que esperar al siglo IV a.C. Fue entonces
cuando Aristóteles se embarcó en una más de sus múltiples
tareas titánicas creando lo que hoy conocemos como Retórica
o arte de la persuasión. El sabio griego afirmaba que en la búsqueda
de la fidelidad de la comunicación, es decir, en el intento por
conseguir que nuestro mensaje influya a nuestro receptor del modo
deseado, es importante no solo el mensaje en sí mismo, sino también
la relación entre la fuente del mismo y su receptor. De esta forma,
incidía en las características propias del emisor valorando
especialmente sus habilidades comunicativas (dominio del
lenguaje, habilidad verbal para hablar, capacidad adecuada para
pensar y reflexionar), su actitud (autoconfianza y
congruencia), su conocimiento respecto al tema del mensaje y
al propio proceso de comunicación y, por último, su estatus
socio-cultural, pues este va a condicionar su rol en el acto
comunicativo al suscitar en el receptor diferentes expectativas.
Ahora
bien, la retórica no es suficiente y por ello debe echar mano de su
correlato más práctico, la oratoria, el arte de hablar con
elocuencia. En palabras de Cicerón, el perfecto orador habría
de poseer disposición natural, cultura profunda y
conocimientos de la técnica del discurso. En un nivel más
cercano a la puesta en escena habla de la necesidad de aunar
invención (búsqueda de argumentos adecuados), disposición
(ordenación de los argumentos), elocución (hallazgo de las
palabras convenientes), memoria y acción (todo lo relacionado
con el aspecto físico y el lenguaje corporal).
Lógicamente,
tanto Aristóteles como Cicerón, se referían la comunicación
como un acto esencialmente protocolario, pautado, guiado por
reglas que regulan los turnos de palabra y los tiempos. Pensaban
en un orador erigido en un púlpito sobre el que se centra toda la
atención del auditorio. Nada que ver con el acto de
comunicación al que se enfrenta el entrenador de baloncesto,
especialmente en cantera. Este, aunque avalado por un currículum
de dimensiones bíblicas o por un Premio Nobel de literatura, ha de
ganarse cada día la atención de sus interlocutores echando mano de
las habilidades personales que mencionaba Aristóteles y de las
estrategias discursivas citadas por Cicerón, pero también de una
capacidad de empatía que va más allá de todos estos talentos
innatos o aprendidos, que es casi un saber esotérico concedido a
unos pocos por una suerte de gracia divina. Quizá sea lo que el
orador latino definía como “disposición natural”.
Sin embargo, no querría que este post sirviera solamente como constatación
de la existencia de un don para la comunicación que a muy pocos nos
ha sido concedido de manera graciosa. Quería más bien, tras este
largo preámbulo y dado que mi posición es la de la mayoría, reunir
una serie de consejos para articular un buen discurso con el que
llegar a los jugadores y conseguir, de esta manera, la eficacia del
mensaje. Estas son, para mí, después de echar mano de varias
lecturas sobre el tema, las claves del acto de comunicación en un
equipo de baloncesto.
1.
El conocimiento y asimilación del contenido del mensaje. No
basta con saber qué se quiere transmitir, sino que es necesario que
este saber esté integrado dentro del corpus del entrenador de modo
natural. Es decir, no basta con haber estudiado el día antes, sino
que habrán sido necesarias largas horas de reflexión y, mejor que
mejor, otras tantas de puesta en práctica.
2.
La estructuración del contenido del mensaje. Me remito a lo
que Cicerón llamaba disposición, es decir, a la ordenación lógica
de los argumentos. Ahora bien, la clave está en la palabra “lógica”.
Si nuestro discurso es básicamente didáctico, la lógica tendrá
que ver con la secuencialización de los contenidos o la
jerarquización de los objetivos de un ejercicio o enseñanza. Si
nuestro discurso es motivador, igualmente habremos de ordenar los
puntos a tratar distinguiendo entre lo fundamental y lo accesorio.
3.
La elocuencia, efectivamente, es clave. Ahora bien, encontrar
las palabras adecuadas para persuadir es una labor camaleónica pues
hay tantas como contextos. No serán las mismas con un grupo senior
de Málaga, que con un infantil de Tokio. Estas palabras, además,
han de ir bien aliñadas por el lenguaje corporal. Si queremos
transmitir seguridad, más vale que la aparentemos.
4.
Conocer al receptor. Y este conocimiento no solo lo da el paso
del tiempo, sino fundamentalmente la capacidad para escuchar, la suma
o, mejor dicho, la multiplicación de aprendizajes fruto de las diferentes conversaciones
mantenidas de modo particular con cada uno de los miembros del
equipo. Conocer la psicología, los miedos y ambiciones del otro es
esencial. También cuando el otro es un ser colectivo o grupo.
5.
Valor ejemplarizante. Significar algo para tus jugadores. Solo
de esta manera tu palabra adquirirá un sentido superior al de las
propias palabras. Solo de esta manera, el verbo se hará carne,
emoción. Solo así conseguiremos transmitir. Por suerte, este valor
no depende de atributos traídos desde la cuna, sino del trabajo
duro, de la honestidad y el compromiso de sinceridad que establecemos
con los jugadores. Y esto, aunque complicado, está al alcance de
cualquiera.
En
esta sociedad que ha confundido la multiplicidad de portavoces,
altavoces y mensajes con la verdadera comunicación, se hace
necesario reflexionar sobre el modo de transmisión, sobre el canal y
también sobre los códigos. En este mundo se hace más necesario que
nunca recuperar el valor de la emoción y el sentimiento para no caer
en esa estampa del brutal y genial cuadro de Edward Hopper (arriba) o en esta otra de la película Her: en ese
aislamiento deshumanizador.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
0 comentarios:
Publicar un comentario