Para
los primeros colonos que se hicieron al camino con la intención de
conquistar el oeste, este punto cardinal simbolizaba lo lejano y lo
desconocido. Para los amantes de las películas ambientadas en los
desiertos de Texas, Nuevo Méjico o Arizona, el Oeste representa una
tierra sin ley donde la supervivencia se gana con las armas y en la
que vaqueros e indios suceden a los héroes tebanos o troyanos en una
suerte de épica contemporánea. En cualquier caso, el Oeste está
rodeado de leyenda y mitología, igual que sucede en el baloncesto.
Y es
que alguno de los equipos más mitificados de la historia de nuestro
deporte sientan sus raíces en estas tierras más allá de las
Grandes Llanuras, a barlovento o sotavento de las Rocosas. La
Blazermania se instaló durante los años 70 en la ciudad de Portland
como lo hiciera el Showtime en la megalópolis de Los Angeles durante
la siguiente década. Famosos fueron también los Jazz de la dupla
Stockton y Malone, así como los Kings de la tortilla de patata
(Bibby, Christie, Stojakovic, Webber, Divac,...), que diría Montes,
o de nuevo aquellos Blazers de Rasheed Wallace, Pippen, Stoudamire,
Sabonis, Randolph, Bonzi Wells,... que igual que terminaron siendo
asociados por su carácter macarra, bien podrían haber sido
recordados por su buen baloncesto. Durante muchos años el Oeste
fabricó equipos caracterizados por su baloncesto vertiginoso y su
inevitable fatídico destino. Y es que a los Jazz, los Kings y estos
Blazers habría que unir a los Suns liderados por Steve Nash, a los
Sonics de Payton o Kemp y, por supuesto, a los Lakers de Baylor
(jugador con mayor número de finales sin anillo), West (único MVP de las finales que no consiguió el anillo) y
Chamberlain, un equipo que habría podido marcar una época de no
haber sido por la presencia constante de la maquinaria céltica, tal
vez más roma y menos brillante, pero sin duda mejor engrasada.
El
cambio de siglo vino a alumbrar una tendencia claramente marcada por
la supremacía del Oeste. Con Phil Jackson cambiando el viento de
Chicago por el sol de California a la sombra de Shaquille y de Kobe,
los Lakers del “threepeat” sentaron las bases de dicho dominio.
Lo hicieron de la mano de los intermitentes Spurs; intermitentes,
digo, porque se dedicaron a ganar anillos solo en los años impares.
Solo Pistons, Heat y Celtics lograron inmiscuirse en este festín
hasta que los de Miami se hicieran con la tripleta formada por Wade,
Bosh y Lebron, pero ni siquiera sus títulos consiguieron alterar la
lógica de poder de un tablero claramente descompensado. Los datos
son esclarecedores en este sentido. Desde que comenzara el milenio
solo en una temporada los equipos del Este registraron un balance
mejor que los equipos del Oeste. Y si nos aproximamos en el tiempo a
nuestros días, es escalofriante el récord de 547 a 353 partidos a
favor del Oeste en los dos últimos años. Un 61% de victorias que
resultaba más descorazonador si cabe al ser la NBA una liga cuyos
mecanismos están llamados a equilibrar las tendencias y buscar la
igualdad de oportunidades.
Este
año, como por arte de magia, después de cuarenta días de
competición, el Este registraba a fecha de 4 de diciembre, una
ventaja de 54 a 47 en los partidos frente al Oeste. Además, un
vistazo a la clasificación basta para comprobar que los playoffs,
por primera vez en mucho tiempo, se encuentran mucho más baratos
hacia el Pacífico. Y si bien los 82 partidos terminarán de poner en
valor esta aparente mejora, yo me atrevo a concluir que el cerco se
ha estrechado y que el Este es, efectivamente, más competitivo que
en años anteriores. Y no, no gracias especialmente a la llegada de
nuevos talentos vía Draft o traspasos, sino a partir de proyectos
que se han ido consolidando en el tiempo como son los de Atlanta,
Indiana, Toronto, Orlando o Boston.
Estamos,
en cualquier caso, de enhorabuena. El Este ha dejado de ser ese
núcleo de baloncesto enjaulado en sistemas conservadores y, desde esta nueva perspectiva, el Far West se nos muestra no tan lejano. Warriors aparte.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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