La
pasada semana quise emplear el espacio de la columna que todos los
jueves escribo en el diario digital Salamanca RTV al día para
hablar de la relación entre los jugadores y el entrenador, entre
este y cada uno de ellos. Una relación que va más allá de lo
deportivo, de las tiranteces del día a día, de las victorias y las
derrotas y hasta de los desencuentros generacionales.
Al
iniciarse en todo oficio es bueno contar con referentes. La osadía
está bien, pero cuando carece de fundamentos deviene enseguida en
ignorancia. Los míos, sin duda, se encuentran en el baloncesto
universitario norteamericano, allí donde los preparadores,
entrenadores, técnicos, o como se les quiera llamar, además de
formar para la competición hacen las veces de tutores, de guías
formativos y espirituales. John Wooden y Mike Krzyzewski estarían en
el primer lugar de la lista.
Poco antes de morir, de los ciento ochenta chicos que jugaron en sus
equipos, John Wooden, el entrenador más laureado del baloncesto
universitario norteamericano, conservaba relación con ciento setenta
y dos. La mayoría lo llamaban semanalmente para preguntarle por su
estado físico deseando, secretamente, poder recibir una nueva
enseñanza –tal vez la última debido a su precario estado de
salud– de quien fuera su maestro para poder transmitírsela a sus
hijos. Y, de nuevo, como si no hubiera pasado el tiempo, su viejo
entrenador les citaba las mismas palabras que les recitara a modo de
sermón en su primer día en la Universidad de California Los Ángeles
(UCLA): No mientas, no hagas trampas, no robes; gánate el derecho
a estar orgulloso.
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UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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