Anoche
regresé tarde de Burgos tras haber asistido a la Asamblea de la
federación regional de baloncesto. En ella se expuso, amén de
estados de cuentas y bases de competición, la necesidad de formular
y ejecutar un plan estratégico durante los próximos cinco años. Un
leitmotiv principal: la búsqueda y persecución de la excelencia.
Fantástico.
Fantástico
si no contrastara con el estado financiero de los clubes y de la
propia federación, (que aunque bien gestionada no deja de manejar un
presupuesto austero) fantástico si no hubiera seguido a un discurso
en el que se recalcaba el carácter amateur de los diferentes actores
que saltan a la escena durante una temporada de baloncesto,
(directivos, árbitros, oficiales de mesa, entrenadores,...) carácter
que sin duda repercute en su estatus sociolaboral, en la visión que
de ellos pueda tener la sociedad o en la ausencia de incentivos para
progresar, por muy quijotes que seamos, por muy enamorados que estemos
de esa particular Dulcinea llamada baloncesto. Aun así fantástico.
Cómo no aspirar a la excelencia cuando su búsqueda, aunque
esencialmente infructuosa, es uno de los motores de la existencia.
En
la misma asamblea se puso de manifiesto, también, cómo la crisis
afecta no solo a las estructuras de cantera, sino, y principalmente,
a los clubes profesionales. El no ascenso por tercer año consecutivo
del equipo masculino de Burgos y la previsible desaparición del mítico Club Baloncesto Valladolid, dibujan un panorama sombrío del
que Castilla y León no es monopolista. Orense, tras ganarse, ellos
también, una plaza en ACB, tampoco vio admitida su candidatura. La
mayor competición de clubes de nuestro país muestra, cada vez más,
las señas de identidad de una liga cerrada, lo que unido a la
bicefalia Madrid-Barcelona, que acapara títulos y finales, está
conduciendo a la desafección del aficionado.
La
demanda de baloncesto sigue una curva descendente desde hace años.
Ni siquiera la coincidencia temporal de las dos mejores generaciones
de nuestra historia, (en baloncesto masculino y femenino) y su
innegable magnetismo, ha conseguido arrastrar a una masa de
aficionados que vaya más allá del oasis de los campeonatos de
verano. En 2015, los deportes han de abrirse espacio a codazos no
solo frente a otros deportes, sino principalmente respecto a nuevas
ofertas de ocio. Los usuarios cuentan con infinitas posibilidades
para distribuir su tiempo y el baloncesto no consigue situarse entre
las primeras opciones perdiendo de paliza ante marujas, cocineros,
tertulias políticas de escaso valor intelectual, junglas, vídeos
musicales, youtubers, juegos de estrategia o dosis ingentes de humor
burdo (ojo, no es que sitúe a todas en el mismo nivel, son solo ejemplos).
Pero
es que el aficionado, aunque pueda nacer, sobre todo se
hace. Se hace si en casa se ve baloncesto, si en el cole monitores
entusiasmados y conocedores del deporte le infunden pasión por el
juego. Se hace si disfruta compitiendo, si comprende los valores
asociados a dos aros y un balón y si observa, en los niveles
profesionales, que los que ganan ven recompensado su esfuerzo, que
los que ganan además de ganar divierten y se divierten, y si
encuentra, en su pueblo o ciudad, referentes a los que imitar y con
los que soñar. De lo contrario, el aficionado al baloncesto ni
siquiera existirá o se diluirá con facilidad al llegar a la edad
adulta. Si esto no es así; sin entusiasmo en el seno del hogar, en
los coles y clubes, sin referentes arriba y sin una adecuada
promoción del producto, crítica habitual a la televisión que
difunde los derechos de la ACB, el chico optará por otras ofertas de
ocio. Y será padre y le enseñará a sus hijos otras ofertas de
ocio. Y este quedará con sus amigos y les hablará de otras ofertas
de ocio. Y ya nadie dirá al día siguiente en el colegio: “¿viste
el canastón que metió anoche Navarro?” Porque ya nadie verá
baloncesto. Y, como consecuencia, nadie jugará tampoco.
Como
os dije al comenzar este post, ayer regresé de Burgos y de ver su
magnífica catedral, una amalgama de elementos arquitectónicos que
desafían la gravedad, un conjunto de motivos decorativos que rozan
lo sublime y, sobre todo, una labor conjunta y prolongada en el
tiempo de numerosos obispos y también nobles, en su condición de
servidores de dios y mecenas, de ingenieros y arquitectos, de
escultores y pintores, de ebanistas y orfebres, de obreros y
albañiles al servicio de una obra que insulta, por comparación, a
todas nuestras imperfecciones. Una de ellas, la incapacidad para
trabajar en equipo y dejar atrás el ego, el personalismo que
destruye grandes proyectos por ofensas de pitiminí.
Anoche buscamos
soluciones en el salón de un hotel. Nos equivocábamos. La respuesta
estaba fuera, a escasos metros. Tras el Arco de Santa María. La
respuesta era la Catedral.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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